Llegué a la playa salvaje que había estado buscando y de pronto se echó la niebla, de tal forma que apenas veía la orilla y solo oía el bramido del mar allí enfrente, insistente, y cuando eché a andar ya no vi nada, la bruma había desdibujado los contornos y borrado el relieve de las cosas, así que todo era plano, distorsionado, como si estuviera hecho de puro vacío, hasta las grandes piedras parecían falsas y en los charcos el agua de la marea era negra, de tal forma que pensé que podía estar muerto, que había tenido un accidente cuando venía hacia aquí, y hasta creí recordar una rotonda que tomé muy deprisa, en la que di un frenazo, seguro que me empotré de golpe contra algo y pasé directamente a este mundo en blanco y negro, me dije, sin que todo aquello llegara a preocuparme de verdad, y mientras pensaba en esto, apareció entre la bruma alguien que venía decidido hacia mí, con algo que parecían alas a la espalda, y comprendí, con un escalofrío, que se trataba de una ángel que acudía a recibirme a ese especie de hades etéreo dispuesto a pesar mis acciones, las buena y las malas; un juez que debía decidir si pasaba a la siguiente fase, la que fuese, o debía permanecer todavía en esa playa vacía en la que no había mucho que hacer, la verdad, y cuando estaba ya encima y yo iba a empezar un alegato en mi defensa, resultó ser un tipo que venía corriendo por la playa con una gran mochila en la espalda y que pasó de largo sin saludarme, jadeante, así que me senté en la arena algo más tranquilo, pensando que debía seguir pese a todo vivo, y alcé la vista hacia donde se distinguía difuminada la gran bola del sol, parecida a un balón bajo una sábana blanca, que pugnaba con la niebla a ver quién terminaba imponiéndose, así que me puse a contemplar la batalla hasta que, al tiempo, con los ojos entrecerrados, vi que el sol volvía a brillar y el mundo, obediente, comparecía otra vez y la gente desfilaba de nuevo por la orilla hablando animadamente, como si nada hubiera pasado.
(Publicado DN 3 agosto)
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