martes, febrero 28, 2017

Verdú

Verdú junto a Rato en febrero 2012
No todo el mundo tiene un precio, y este es el caso de Francisco Verdú, el único que rechazó la tarjeta black de Caja Madrid –otros dos tampoco la usaron-,  con la que se podía gastar sin justificación y  sin dejar rastro en Hacienda,  a  la que no pusieron pegas los 65 condenados en este asunto, la mayoría de ellos representantes políticos. Verdú fue fichado por Rato en el momento de lanzar Bankia, y fue el propio Rato quien le ofreció esa tarjeta. “Le dije que no podía aceptarla porque era una mala praxis. En 30 años en banca no había visto una cosa así”. El testimonio de Verdú ha sido muy clarificador, según la sentencia, y desmonta en buena parte el argumento de que esta tarjeta era una formula aceptable, y no una prebenda.  Verdú era un hombre muy bien pagado en Bankia, pero sobre todo alguien capaz de trazar esa línea que detecta algo incorrecto y no lo admite, aunque los demás lo hagan. En aquellos días de vino y rosas, los consejeros que debían controlar la entidad  decidieron que a nadie amarga un dulce y tiraron de tarjeta, algunos de forma moderada y   otros, como  el de IU, sin freno. En la banca privada, de donde Verdú venía, no había esta barra libre. En su salida a Bolsa, las  cuentas auditadas y bendecidas de Bankia acreditaban una solvencia que no era tal,  lo que puso en duda los controles y el rigor del sistema. En realidad, como el caso de Verdú demuestra, ningún sistema vale si no hay gente dispuesta a tomárselo en serio. Si el mundo rueda y mejora, lo hace gracias a un puñado de hombres libres que se limitan a cumplir con su deber, y resisten la tentación del dinero y el poder. Hay muchos ejemplos. Un hombre negro se negó a ceder su sitio a un  blanco en el bus; un puñado de gente salió por fin en el País Vasco, entre la indiferencia general, a  decir no a Eta. Después de ellos, vino una marea, como si hubieran dado permiso. Verdú es un tipo de Alcoy, de origen sencillo, que llegó a la cima y que ahora se ha ido a vivir a Miami. En sus ratos libres escribe poemas muy crudos. Llegué allí arriba/  a un despacho con vistas/ el Audi y el chofer  a la puerta/ cojones, que despacho/, escribe. 
(Publicado Diario Navarra 27/2/17)

lunes, febrero 20, 2017

Vientre de alquiler

Tanto en el reciente  congreso del PP, como en el de Podemos,  aparentemente tan distintos, se ha planteado a la vez un  asunto, en apariencia menor, como el de los vientres de alquiler, con el que ninguno de los dos sabe qué hacer. Pagar a una mujer para que tenga el niño que una pareja, o alguien solo, no puede –o no quiere- tener hace saltar alarmas, no en vano no permitimos que alguien venda el riñón o su propia sangre, y lo sacamos del comercio, pues no todo se puede comprar y vender, aunque alguno se sorprenda. Hacer cargar a alguien con la gestación y el parto, y desconocer el vínculo que se crea con ello y las consecuencias que acarrea, debería hacernos cautelosos,  pero como no es posible poner puertas al campo y ya hay quien lo ha apañado fuera y el niño ya está entre nosotros, no tenemos tiempo para pensarlo.  Si puede hacerse, ¿Por qué no aquí?  Todo lo que la ciencia está en condiciones de hacer, termina haciéndose, aunque esa  faz inquietante no queramos verla. Pero lo que  todo esto desvela, en realidad, es  la falta de  deseo de tener hijos que nos aqueja, salvo quizás entre aquellos que no pueden tenerlos, y eso les espolea. "He apostado todo a este proyecto", escuché a una diseñadora de moda que pugnaba por un Goya. "Ni pareja, ni hijos, ni nada que no sea mi trabajo". La necesidad de triunfar,  el brillo profesional, el todo se puede, son el modelo que  se nos propone por todas partes.  Es difícil que así quepa un niño, o que no se supedite a otros anhelos,  y resulta lógico que la engorrosa tarea de traerlo al mundo se quiera trasladar a otros.  No tener hijos es  un gran problema en nuestro país, un lugar cada vez más avejentado y picajoso que no va a poder pagar  sus hospitales y pensiones. Pero todo problema, en realidad, engendra su solución, como un vientre en que crece algo nuevo, podemos decir. Vivimos en un mundo confortable al que tocan a la puerta miles de inmigrantes, justo cuando  más necesitamos que vengan y que tengan los hijos que aquí no queremos tener. Al menos, hasta que se acomoden y se vuelvan tan perezosos y tan trabajadores a la vez, como nosotros.
(Publicado hoy Diario de Navarra)

lunes, febrero 13, 2017

Voz

Cesó la voz de Pérez de Arteaga, la voz del concierto de año nuevo y sobre todo la voz de tantos programas de Radio Clásica,  esa emisora a la que uno puede huir solo moviendo el dial y abandonar todo el ruido y la furia y sobre todo toda la tontería del mundo, y entrar en ese país vecino y a la vez distante de la música, cuyo idioma nos es desconocido pero a la vez entendemos a la perfección, y  que él iba descubriendo con su voz envolvente, algo aguda, que tenía algo de erudición y a la vez de fiesta,  como la de un niño embelesado con su juguete, y esa voz, al revés de lo  que ocurre  casi siempre, se correspondía con la de su imagen cuando la vi el otro día por primera vez: un hombre con perilla y gafas,  afable, con chaqueta, como un científico o un musicólogo despistado, que es lo que era; la propia voz es algo siempre extraño,  basta grabarse un momento en el móvil y escucharse para ver que parece la de  otra persona, y casi siempre imaginamos alguien distinto cuando oímos solo su voz; hay voces que imprimen carácter, como la del gran Fernán Gómez, o que son un obstáculo, como la del juez Garzón, y casi todas tienen la ventaja de comunicar mucho más de lo que dicen; algunas, demasiado  solemnes, por ejemplo, suenan ridículas; otras, que son rotundas y no admiten réplica, resultan falsas y hoy escuchamos a quienes  niegan lo evidente sin inmutarse, porque negar la verdad resulta rentable; hay voces que son historia, como la Franco en sus últimos años, quebrada y asustadiza, como su régimen, o la de Mao, un hombre que tenía en sus manos a otros mil millones,  y que debía ser de pito. Recuerdo muy bien la voz de Arteaga, su  manera de introducirnos en la profundidad de una música,  y a veces, en la radio, en algún día complicado, a punto del desánimo,  me dejaba llevar por su  voz de pícaro y de sabio a la vez, y así  podía escapar de esa otra voz  que nos persigue; esa voz interior que nos juzga y nos manda tanto, la que nos impide gozar con lo que hacemos y estar en paz,  a la que hay que mantener a raya.
(Publicado Diario deNavarra 13/II)

lunes, febrero 06, 2017

Caídos

Una docta comisión ha propuesto destinar los Caídos a museo de la ciudad, y su propuesta, llena de buenas razones y mejor voluntad, no puede sino ser acogida con alborozo y recuerda a esa otra de la comisión madrileña que está depurando el callejero, de cambiar el nombre de la calle Millán Astray por la de la inteligencia, algo lleno de fina ironía. Pero este edificio  no están para ironías, sino condenado y no me parece fácil hacer algo allí. Será porque toda mi vida lo he visto cerrado a cal y canto, sin gracia, demasiado grande, como uno de esos trastos que se heredan en una casa y nadie se atreve a quitar. Los Caídos, con su cúpula que parece desfallecer, tan solemne y solitario, es como un barco arrumbado, un pecio, y tal vez serviría como una gran  estación de metro,  con gente que viene y va, por fin lleno, pero si no tenemos  metro y el AVE no va a llegar, no hay nada que hacer; o podría acoger una pista de patinaje, se me ocurre, para deslizarse sobe el hielo bajo su bóveda, como en una película rusa. Hacer otro museo da un poco de pereza, y puede que el continente pese demasiado y se cargue el contenido, pero yo me someto a la comisión, que es la que  sabe,  y tiene razón en que, una vez desprovistos de viejas simbologías, a estos edificios que conmemoran gestas que ahora nos resultan incómodas, hay que darles uso.  Como la Plaza Roja, con su tumba de Lenin embalsamado, que sigue ahí, como si nadie se decidiera quitarlo. Algo parecido le ocurre a los Caídos, que basta verlo a lo lejos para sentir de pronto el peso de otro tiempo y la necesidad  de no volver a las andadas, porque en Navarra, como escribió alguien,  hay quien ha cambiado de ideas pero no de forma de pensar, y este edificio sirve  para recordarnos que ya no es posible imponer la verdad por la fuerza, aunque ahora sea una verdad de signo opuesto. Los Caídos son el  pasado que viene a vernos, un testigo molesto de una guerra terrible en la que, como dice un personaje de Trapiello, muchos lucharon en el lado bueno con las peores razones y otros en el lado malo con los mejores propósitos.
(Publicado Diario Navarra 6/2)