1 de octubre. El nadador.
La playa tiene un color metálico, azul mate, y las olas grisáceas están repletas de surferos. Desde la cuesta el hospital, bajando, parecen una multitud de puntos que se acercan a la costa, como manchas en un mantel. Empieza a llover y paseamos hasta el puerto. A la vuelta veo a G saliendo del agua. Es un hombre enorme, alto, de cara redonda y cuerpo de luchador de sumo. Está un gran rato duchándose y luego se pone sus chancletas del 50 y se acerca. Cuando sonríe sus ojos se achinan. Casi todos los días G nada de un lado a otro de la playa. Sale frente al antiguo hotel que está justo en mitad (el hotel donde estuvo el estado mayor nazi en la guerra, recuerda) y va la izquierda hasta el espigón, vuelve y sigue hacia el otro lado, hacia la zona de los nudistas y el hospital. Toda la playa de un lado a otro son tres kilómetros, con vuelta seis. La distancia depende del día. Como hay tantos surferos, tiene que entrar bastante, para que no le molesten. Lo que más le preocupa son las motos de agua, que van a lo loco, haciendo eses y no le ven. Por eso suele arrastrar una boya de color naranja atada a la cintura que le señaliza. Hoy no la lleva porque como hay mucho mar, las olas se lo arrancarían. Además, hay una competición de socorrismo, y los participantes están entrando y saliendo continuamente desde la orilla con tablas y canoas, y no se puede cruzar frente a ellos, está vedado. Las olas levantan y dejan caer a los surferos y a las balsas de socorrismo. Sobre la arena, se ven las tiendas de colores de los equipos participantes. De Hossegord, de Burdeos, de Biarritz. Van con unos gorritos de colores en la cabeza y bañador ceñido. Como pacientes de un balneario de otra época. Los puntos en el mar que se aproximan y luego desparecen tras una ola recuerdan el desembarco de Normandía.
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