miércoles, marzo 07, 2018

Diario de Hendaya (28)

5 marzo. Madrid

 

M. Fortuny “Los hijos del pintor Mariano y Maria Luisa en el jardín japonés”

En Madrid siento el agobio de la gente, las calles llenas, los  museos atestados, el enjambre incesante de las abejas, el mundo abigarrado de la ciudad. Pero, a la vez, la calidez que le es propia, la desenvoltura de sus gentes, la cercanía con que te tratan, tan distinta de la forma hosca y lapidaria de Pamplona. Al salir del hotel vamos por la calle del León hasta Atocha y luego por la Cava Baja hasta la Plaza Mayor. En una terraza un tomate enorme y dulce de Barbastro. San Francisco el Grande, con su gran cúpula, la tercera de la Cristiandad, dicen. Un lugar que desde fuera parece lúgubre, cerrado a  cal y canto con una reja. Imposible no pensar en Los Caídos de Pamplona. El cielo encapotado chispea mientras esperamos, lo que hace el lugar todavía más oscuro, vagamente jesuítico.   Un ujier con cara cansada abre por fin la puerta con un chirrido. Dentro lucen dorados y verdes de esperanza, santos,  figuras enormes  por doquier. Todo el Olimpo  pagano del catolicismo que ha llegado hasta aquí después de siglos, con su imaginería y su simbolismo: vírgenes, ángeles, querubines, cortes celestiales, virtudes teologales, advocaciones, monjes franciscanos, dominicos, jerónimos, órdenes militares, cruces de los santos lugares, casullas, ornatos, bronces, mármoles y delirios neo platerescos y barrocos. Ese catolicismo que ha impregnado la historia de España, hasta confundirse con ella.  En medio de todo esto, se pregunta uno, ¿dónde está Dios?
La visita es larga, prolija, interminable.  En la sacristía se ven cuadros sobrantes del museo del Prado y sillerías de monsaterio. Un Zurbarán emboscado. Aquí dentro se guardaron los muebles del Palacio Real durante la guerra, en la seguridad de que este templo tan grandioso no sería bombardeado. Hace frío bajo esta cúpula, un frío de siglos. Aquí fue el funeral de Carrero oficiado por Tarancón. Luego, años de andamio, humedades y silencio. 
Por la noche en la Plaza de Santa Ana. En la mesa de al lado hay tres mujeres, dos de ellas con velo, que apenas comen, junto a un hombre. Una camarera muy joven llega con una  paellera enorme. Las mujeres y el hombre la miran sin tocarla y apenas pican algo de una ensalada cogiendo las hojas de lechuga con la mano,  o examinan con recelo un recipiente con aros de calamar. Hay una extrañeza con la comida, como si nunca hubieran visto algo así. Al rato, la paella vuele casi sin tocar a la cocina. Pagan sin rechistar. Para mí es un pecado de soberbia, un dispendio. No se puede despreciar así la comida. Será el catolicismo que se me ha contagiado en San Francisco, el grande.
Por la mañana tenemos hora para la exposición de Mariano Fortuny. Como si fuéramos al dentista. Recuerdo que de muy pequeño tuve un cuaderno, uno de esos dietarios lujosos que regalaban  a los médicos que me dio mi padre,  que llevaba reproducciones magníficas de Fortuny: batallas  carlistas, la reina en carroza, imágenes de  moros con ropajes y espingardas, caballos, camellos,  jardines, flores, arenas.  Los cuadros que veo ahora –a duras penas, pues hay mucha gente- son, en su mayoría, más pequeños de lo que creía pero están llenos de detalles minúsculos, de humedades y texturas en los muros, de lentejuelas y ojales en los  ropajes. En todos reina la luz. Al final de la exposición están los cuadros que Fortuny pintó  el último verano en Portici, junto a Nápoles, antes de morir, unos cuadros  que adquieren un significado especial, una aire melancólico, que recuerda los versos de Wordsworth, el esplendor en la hierba.

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo. 


Fortuny había alquilado una villa en Portici con su familia, para pasar el verano. Desde allí escribe a Goyena, un coleccionista de su obra, ferviente admirador y amigo. :
 “Estoy contento y alegre. Me siento libre para pintar de la forma que quiero, alejado de de las exigencias de mi marchante (…) Aquí en Portici, en la villa que he alquilado con mi familia,  me siento relajado  y capaz de pintar lo que me gusta. La playa, el mar, mis hijos. Quiero expresar mis ideas verdaderas, evolucionar como artista. Pinto, pinto todos los días y estoy consiguiendo lo que quiero”.
A los pocos días de escribir esto, Fortuny muere repentinamente de una hemorragia de estómago. Es el  fin de verano. Sus objetos, sus antigüedades,  sus cuadros, se sacan a subasta. Cecilia, su mujer, llama a Goyena -José Irurretagoyena en realidad-  que, como Errazu, otro gran coleccionista de la época, tiene  raíces navarras. Cecilia le pide por favor que sobre todo se haga con una pieza, una obra inacabada de esa dulce época de vacaciones, breve y feliz, en la que pinta a sus hijos en el sofá de un salón japonés. Es su último cuadro. Una obra  distinta, oriental, donde el tema se escapa, sin simetría, con un largo diván y en una esquina una planta enorme junto a un niño, como pintará en su día Lucien Freud. Es el inicio de algo completamente nuevo para lo que no tendrá ya tiempo. Tal vez, se ha dicho, una ruptura comparable con el inminente impresionismo.
La obra se llama “Los hijos del pintor Mariano y Maria Luisa en el jardín japonés”. Cecilia quiere que esa obra no llegue a cualquiera y habla con Goyena. “Pujaré por ella hasta el límite”, promete éste. “El cuadro volverá  casa con usted y sus hijos”.  Goyena cumplió su palabra y Cecilia mantendrá el cuadro toda su vida.  A su muerte pasará a su hijo Mariano, quien lo donará al museo del Prado en 1950.
“Nos habíamos hecho buenos amigos”, había escrito Goyena a Fortuny en una de sus cartas, “aunque, todo hay que decirlo, nunca quiso pintarme un retrato y finalmente se lo tuve que pedir a Madrazo”.

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