viernes, marzo 23, 2018

Gatopardo


 Escuché a mi amigo R, en la imponente Biblioteca de Navarra, hablar de “El Gatopardo”, esa novela deliciosa del día en que Garibaldi llega a Sicilia,  cuando todo, como es sabido, va a cambiar para que todo siga igual, y más allá de otras cosas, de recordar como Visconti llevó al cine esta historia sobre la decadencia de un noble y de una forma de vida, con Burt Lancaster y la bellísima Cardinale recorriendo las estancias del palacio de Donnafugata para estar a solas,   me conmovió de nuevo  el escuchar el balance de pérdidas y ganancias  que el príncipe Fabrizio, el protagonista,  hace antes de morir,  tratando de “extraer de las cenizas del pasivo las diminutas briznas de oro de  los momento felices”,  de los que apenas rescata las dos semanas previas  a su casamiento y las seis siguientes, media hora cuando nació su primer hijo, ciertas conversaciones, las horas en el observatorio astronómico,  el afecto a algunas personas,  los perros, los alegres escopetazos de la cacería, algunos momento de entusiasmo amoroso, la satisfacción de haber dado respuesta a algún necio;   frente a ello, dice, se impone el contrapeso de  tantos años de dolor y de tedio. Puede que esta sabia novela sea pesimista, pero es una verdad  que la felicidad es una palabra equívoca y lo que la vida nos ofrece son  más bien momentos felices, oportunidades de alcanzar algo profundo, de  captar la belleza, sentir amor, reir,  poder gozar,  experimentar hasta qué punto la vida puede ser indestructiblemente poderosa y placentera solo al sentir el sol en la cara o ver un rostro amado,  cumplir un sueño, ser fiel a uno mismo, comprender. Porque,  por otro lado, siempre somos felices, nos adaptamos a todo. Hay quien es feliz en la indigencia o atado a un trabajo inicuo, idiotizado por  una pantalla, en la ignorancia o sometido a un  amo. Se es feliz en el pabellón de desahuciados, si se vive un día más,  o cuando un dolor nos abandona por fin,  o al ver a alguien más desgraciado. A veces se es feliz con aquello de lo  que uno más se queja.  Pero todo eso no cuenta. Solo cuentan al final las briznas de oro para salvar el balance.

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