jueves, diciembre 19, 2019

Ranchera

Monté en el bus para volver a casa, y también lo hizo  un chico con síndrome de Down, lo que es habitual en esa parada donde suelen ser muchos más  –tienen por ahí un centro- los que suben  y se ponen a hablar entre ellos,  se dirigen al conductor,  cambian de sitio, observan a alguien sin disimulo, preguntan,  no paran. Se diría que en su mundo no hay tanta prevención, tanta distancia, que hay menos barreras. Luego subió una chica muy joven con una silleta en la que dormía un bebe -algo que no abunda-  que no llegaba al año. Se veía que era madre primeriza, estaba tensa y enseguida aparcó la silleta y se quedó mirando al bebe, vigilante.  El joven Down desde su asiento también los miraba.  Era un chico grande, de ojos claros, desparramado en el asiento. Estaba solo y parecía aburrido.  Al poco sacó el móvil y puso una ranchera a todo trapo: “México lindo y querido”, y comenzó a cantarla feliz y desafinado. El resto del autobús no abrió la boca.  Nada más adictivo que las rancheras, por otra parte. Luego miró en derredor, dubitativo, hasta que se levantó y fue directo  hasta donde estaba el bebé con su madre, se acodó en el asiento contiguo, sacó la lengua  y acercó el móvil al niño para que escuchara. La madre se quedó quieta, sin saber que hacer. No es fácil ya coincidir con un Down.  Siguió allí tensa, en alerta, mientras el  niño abría mucho los ojos y  el  chico seguía con el móvil en alto, guiñándole de vez en cuando un ojo, y canturreando. Cuando terminó “México lindo” puso enseguida, sin pensárselo,  “Volver, volver, volver”, que sonó inconfundible y quejumbrosa, como en una fiesta de pueblo. Entonces la cara del pequeño dibujó  una gran sonrisa y comenzó a mover los brazos y piernas a la vez, rápidamente, como un juguete mecánico,  alborozado. Así siguió, como si hubiera entrado en un nuevo territorio estridente y pegadizo, y su cuerpo no pudiera parar de moverse, hasta que, varias paradas más tarde, el chico  apagó el móvil, volvió a guiñar el ojo al niño, nos miró orgulloso  y dijo con pena a la madre muda: “lo siento, me tengo que bajar”, y se fue. Todo volvió a ser entonces soso y aburrido, como antes.  

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