jueves, diciembre 12, 2019

Ópera

Aquí el pequeño relato que M.A. Rus me pidió para leer en Sexto Continente de RNE:


 Por fin llegó a la ciudad una gran ópera de Wagner, El anillo del Nibelungo, gracias a la largueza de la administración pública, siempre pendiente de aumentar nuestra cultura y la colaboración del empresariado local, que no para en mientes cuando se trata del bel canto (aunque Wagner para muchos fuera demasiado estridente). La expectación era enorme y solo  mi amistad con  D, gran melómano y directivo filarmónico, me deparó una entrada. “Será una jornada memorable”, me avisó. Llegué con tiempo, y acodado en el palco volví a confirmar que en la ópera no trabaja solo el oído sino la vista: todos pendientes de quien entraba y salía, quien acompañaba a quien. "Lo más extraño de la ópera es que los personajes hablen cantando", le dije una vez a D, en aquellos largos cafés matinales en que esquivábamos el trabajo. Pese a todo, no lograba provocarle. Para él, la ópera representaba una isla de belleza que nos salvaba de la fealdad del mundo. Estaba casado con una soprano italiana y cada noche se ponía corbata para cenar con ella a la luz de las velas. Es posible que cenaran cantando.  Ahora lo vi en las primeras filas, departiendo con el alcalde y su mujer, presa de un traje de muselina. De pronto levantó la cabeza y me miró con inquietud. Dieron varios avisos. El tercero, como en los toros, fue definitivo. Brunilda y los demás salieron a cumplir su complejo destino. A la segunda hora me dormí profundamente y desperté con los vivas y la ovación cerrada. Luego oí que la gente se dirigía hacia la calle desde la que se oyeron gritos, imprecaciones y disparos que la hicieron retroceder y volver rauda a sus asientos, al abrigo del mundo. 

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