lunes, mayo 04, 2020

Diario de un confinamiento XXXIII. Día 50

Día 50. Para celebrarlo amanece un día limpio, brillante, soleado. Por la mañana, muy pronto, salgo a pasear como ayer. Recorro las calles y bajo hacia el campus. Intento seguir el perímetro que he marcado con el radio de un km desde casa, como si circunnavegara la tierra.  No conviene aventurarse fuera de él. Ese es ahora todo el orbe para mí. En algunas panaderías la gente hace cola para que le sirvan un café. Paso por el centro desierto, atravieso el Paseo Sarasate y entro en la parte vieja. En la plazuela de San Francisco dos mendigos charlan tranquilamente en un banco con todas sus pertenencias esparcidas. Ese es el banco donde pasan la cuarentena, me digo. Mas adelante, cerca de Tejería, un gitano sale de una pensión con la mascarilla en el cogote, como un gorro de carnaval y saluda a un vecino que fuma vigilando la calle solitaria.  Se diría que ninguno de los dos ha dormido. Voy por el Paseo de Ronda echando un vistazo al río allí abajo, a los montes recortados en el horizonte que ayer no estaban. En la Taconera un equilibrista que ha tendido una maroma entre dos árboles, a baja altura, da unos pasos cautelosos sobre ella como si se jugara el pellejo. Cerca ya de casa, con la mascarilla puesta, embozado, reconozco caras que no me ven, como si yo también fuera a un baile de carnaval.
Después de desayunar me voy a la cama y caigo redondo. Me siento como si viniera de una expedición por el desierto, con la cara herida por el sol y el viento, ebrio de aire puro, colores y estímulos. Es la falta de costumbre, el enclaustramiento, me digo. O tal vez la astenia de este primer calor. Con la ventana abierta caigo en un sueño hondo del que emerjo a duras penas cada tanto. El golpe que me di hace tiempo en el costado, en Viernes Santo,  todavía me duele y me hace estar boca arriba. Medio dormido recuerdo la historia del prisionero tumbado en la piedra a quien van a arrancar el corazón, la ceremonia sacrificial de los aztecas que se trunca por el eclipse de sol. Sobre esto hizo Cortázar un gran cuento: La noche boca arriba, donde mezcla realidad y sueño.
Pasa el tiempo y sigo en la cama, sin fuerzas. De vez en cuando abro un ojo y luego vuelvo a las profundidades. Por la ventana abierta van llegando sonidos que se alternan según las fases del día.  Hasta las 10, los pasos rápido de corredores y las conversaciones de los paseantes; después, la hora de los mayores: voces aisladas que van menguando. A las 12, los niños, que han salido en masa al parque a disfrutar de sus horas. Es una rueda que se repite. Qué rápido nos acostumbramos a todo. Haríamos cola sin problema con una cartilla de racionamiento. Una larga fila para sacar un poco de dinero. Qué fácil hacen con nosotros lo que quieren.
Cerca de las dos me encuentro mejor y bajo a por el pan y compro una botella de vino. Hoy es el día de la madre. El repartidor viene con unas pizzas. Según el hinduismo, que también tiene predilección por las etapas y las ruedas, ahora estamos en una fase llamada Kali Yuga, que no es muy buena. En este tiempo lo virtual sustituye a lo real, la discordia a la concordia, la materia al espíritu. Está muy bien traído. Ahora, al final del confinamiento,  todo son presagios, propósitos, remordimientos. Nadie sabe qué vendrá. Pienso en la edad del espíritu, la otra cara de la moneda, que iluminará las mentes y abrirá los ojos y los oídos.  A la noche volvemos a salir. Viendo a la gente por la calle se nota un aire distinto. Se diría que estamos ya en la cuesta abajo, en una rampa que nos lleva de vuelta a la vida de antes o a lo que se le parezca. Avanzamos por la hierba húmeda, cautelosos, cruzándonos con más gente y volvemos pronto a casa.

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