Aprovechando el largo día de Helsinki, a donde he venido a parar estos días, subo a la pequeña colina del observatorio, junto al barrio de Eira, el de las embajadas, desde donde se contempla la ciudad extendida, las pequeñas islas que salpican el mar, las dos catedrales de la ciudad, ortodoxa y luterana, las grandes casas modernistas y pienso en el escritor Ganivet, que estuvo aquí de cónsul y que habla de esta vista en alguna de sus páginas. Ganivet es un escritor que anuncia la generación del 98, la preocupación por España, la extrañeza por ese país derrotista, dividido, irreconciliable consigo mismo y que él define como senequista. Ganivet fue cónsul aquí, cuando Finlandia pertenecía a Rusia y al cerrarse el consulado pasó a Riga. Allí una fría mañana de invierno, justo el día en que llegaba su amante desde España, se tiró a las heladas aguas del Báltico y se ahogó. Dicen que desde el barco lograron salvarlo, pero al ser izado de nuevo a cubierta, volvió a tirarse de nuevo y desapareció. Tenía poco más de 30 años. Puede que este terrible final haya beneficiado a Ganivet, y le haya hecho entrar en los libros de historia y en esa lista de escritores suicidas y atormentados que atraen mucho. Pero en su muerte siempre se ha visto también un acto de protesta, una declaración de pesimismo ante el futuro de su patria, una revancha frente al amiguismo y la falta de reconocimiento del mérito que presidían la vida política y literaria del momento. Ganivet era un hombre de mucho talento, pero que decidió desperdiciarlo. Ganivet habla mucho de Finlandia en sus textos. En cierto modo este norte laborioso y ordenado, de rigor luterano, es todavía el negativo de España y hace pensar en Ganivet. Hace sol estos días en Helsinki, y la gente saca a los niños por el parque cantando a su encuentro. En el supermercado, hay filas donde uno puede cobrarse a sí mismo, pasando los productos por el lector, a solas con su conciencia, a cuya cuenta acostumbran a confiar aquí las cosas.
(Publicado DN 28 abril)
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