lunes, junio 23, 2014

Romería

Subí de nuevo hasta la ermita,como el año pasado, muy temprano, el sol dándome en la cara y la fresca brisa del norte que me despejaba la mente, ascendiendo por los rasos con la verde yerba bajo los pies,  sorteando pequeños cardos de flores fucsia, margaritas y  violetas, viendo de lejos la ermita y cuando por fin llegué ariba, realmente no muy cansado, viendo el despejado horizonte, la cima de san Donato, Urbasa, la Higa e Izaga hacia el sur, encontré los coches de los que habían subido desde el pueblo, la camionta  que vende garapiñadas, el puesto de quesos, la gente agrupada bajo el porche y me sentí hambriento, más todavía por el olorcillo a tocino que venía de las brasas que allí, bajo cubierto, estaban tostanto, así que me dejé caer, puse cara de bueno y  esperé, pero como nadie me dijo nada, sino que más bien seguían a lo suyo, pregunté a una mujer si había almuerzo, así, en general, dando por sentado que haber subido uno a pie le hacía merecedor de un trozo de longaniza, pero no obtuve respuesta sino que la mujer se encogió de hombros y yo quedé ayuno, así que salí otra vez a apostarme frente al paisaje, que esta vez no me consoló,  porque me entró un gran desazón, me vi desplazado, fuera de onda, no admitido en la cuchipanda y eso me produjo una mezcla de ira y vergüenza, y contra toda cautela, me azuzó, así que esperé un rato y fue llegando más gente, también llegó en andas el santo, más bien la imagen trina, padre hijo y espíritu (en forma de paloma) de la Trinidad, muy deprisa,como si los costaleros hicieran una carrera, y volvió a humear el fuego y a crepitar el torrezno, todo el mundo parecía de nuevo muy animado, comenzaron a  sonar las bandurrias, luego se atacó una ranchera, así que más animado también me acerqué de nuevo hacia una bandeja de metal que ofrecía  pan con tocino y que hacía rato había divisado de reojo,   y lentamente, como un ladrón,  extendí la mano y toqué el alimento, pero justo entonces algo me paralizó, sentí una mirada en el cogote  y me quedé allí, con la mano sobre el bocadillo, inmóvil, pillado in fraganti;  la rondalla atacaba entonces el canto de No te vayas de Navarra, algo que en aquel momento terrible no descarté, y  mientras duró la canción seguí allí sin moverme un milímetro, con las manos en la masa, hasta que ella se acercó y me dijo muy despacio, como si yo no hablara  su idioma,  que ese almuerzo era para los de no sé que pueblo, y que yo no podía coger nada. Correcto, dije yo, dejando de inmediato el bocadillo,  correcto, repetí abrumado,  no se cómo se me ocurrió esa palabra ridícula, correcto, balbucí,  mientras salía de allí falto de aire,  mi reino por un plato de lentejas.

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