Salí de madrugada de una fiesta, junto al
río, y me llevé de regalo un melón de Villaconejos al que nadie había hincado
el diente. La noche era cálida y luminosa, como si no fuera de Pamplona, y la
luz de la luna se reflejaba sobre el melón y brillaba en sus recovecos de piel
de sapo, y palpando esa fruta prodigiosa
fui recorriendo con los dedos todos los lugares de este verano: la noche de San Pedro,
la víspera de San Fermín, el hipnótico mar y las dilatas tardes de la playa, la visión de
un plato de gambas, el largo trago del gazpacho, la explosión del día de la
Virgen, donde el país es una fiesta de toros y moscas, los luminosos días de
septiembre, cuando todo vuelve a empezar.
Al entrar al coche dejé el melón en el asiento, y puse la radio y de
pronto escuché la inconfundible música
de Albeniz, de quien se cumplen ahora
100 años de su muerte. Albeniz
era de Gerona, y fue un niño prodigio, y un incomprendido. Siempre se quejó del
país, de su desidia, de la fría acogida de sus obras. España vive “en una
petulante ignorancia” escribió en 1899. El pintor Ramón Casas le hizo un
retrato con sombrero hongo, barba y
chaleco, el paraguas colgante. Un señor que
recuerda a Baroja y que nos trae el tiempo del Paris de los impresionistas, de
Sorolla y Gutiérrez Solana, de los músicos Ravel o Debussy, sus contemporáneos,
con los que su obra
se mide sin rubor. Si Albéniz
fuera francés, se dice, su centenario
sería fastuoso. No es el caso. España todavía
tiene algo de aquel país lleno de
desidia e ignorancia, cruel y mal avenido, como si el tiempo le diera la razón
al músico. Un país donde el verano es muy largo y los melones muy jugosos y los
políticos muy hiperbólicos. Estoy muy decepcionado con nuestra tierra y creo que será muy
dificultoso volver, escribió Albeniz en Cambó Les Bains, antes de morir. Sobre la mesa de la cocina está el
melón del verano por abrir, y al acercar la oreja se oye a lo lejos el mar,
como si fuera una caracola.
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