jueves, septiembre 18, 2014

Cuando el centenario de Albéniz



Salí de madrugada de una fiesta, junto al río, y me llevé de regalo un melón de Villaconejos al que nadie había hincado el diente. La noche era cálida y luminosa, como si no fuera de Pamplona, y la luz de la luna se reflejaba sobre el melón y brillaba en sus recovecos de piel de sapo, y palpando esa fruta prodigiosa  fui recorriendo con los dedos todos los lugares de este verano: la noche de San Pedro,  la víspera de San Fermín, el hipnótico mar y  las dilatas tardes de la playa, la visión de un plato de gambas, el largo trago del gazpacho, la explosión del día de la Virgen, donde el país es una fiesta de toros y moscas, los luminosos días de septiembre, cuando todo vuelve a empezar.  Al entrar al coche dejé el melón en el asiento, y puse la radio y de pronto escuché la  inconfundible música de Albeniz, de quien se cumplen ahora  100 años de su muerte.  Albeniz era de Gerona, y fue un niño prodigio, y un incomprendido. Siempre se quejó del país, de su desidia, de la fría acogida de sus obras. España vive “en una petulante ignorancia” escribió en 1899. El pintor Ramón Casas le hizo un retrato  con sombrero hongo, barba y chaleco,  el paraguas colgante. Un señor que recuerda a Baroja y que nos trae el tiempo del Paris de los impresionistas, de Sorolla y Gutiérrez Solana, de los músicos Ravel o Debussy, sus contemporáneos, con los que  su  obra  se mide sin rubor.   Si Albéniz fuera francés, se dice, su  centenario sería fastuoso. No es el caso. España todavía tiene algo  de aquel país lleno de desidia e ignorancia, cruel y mal avenido, como si el tiempo le diera la razón al músico. Un país donde el verano es muy largo y los melones muy jugosos y los políticos muy hiperbólicos.  Estoy muy decepcionado con nuestra tierra y creo que será muy dificultoso volver, escribió Albeniz en Cambó Les Bains,  antes de morir.  Sobre la mesa de la cocina está el melón del verano por abrir, y al acercar la oreja se oye a lo lejos el mar, como si fuera una caracola.  

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