Pocos días antes de que los talibanes entraran a tiros en una escuela de Peshawar, en Pakistán, y mataran a 140 personas, la mayoría de ellos escolares, dieron el premio nobel en Oslo a Malala, la niña paquistaní que lleva el cráneo de titanio y el oído biónico después de que los talibanes le hubieran metido varios tiros en la cabeza por defender el derecho de las niñas a ir a la escuela. Malala vive ahora en Londres, y a pesar de su juventud tiene una gran presencia en foros importantes, en los que destaca su discurso firme y claro con un solo mensaje: que los millones de niños, y sobre todo niñas, de todo el mundo puedan educarse. Esto no hace ninguna gracia en muchos sitios, a pesar de que estemos en el siglo XXI, y de hecho hay muchas reticencias sobre si Malala no hace el juego a los países occidentales, o si es una auténtica musulmana. Nada está precisando tanto, por cierto, el Islam como gente como Malala, que nos haga descansar un poco de tanto clérigo barbudo e irritado, pero no está claro que su causa sea allí muy popular. Tal vez el atentado de Peshavar, más allá de las pugnas políticas locales, sea un mensaje sobre qué es lo que opinan algunos de la necesidad de abrir más escuelas: prefieren hacer tiro sobre los alumnos y mandar un aviso a navegantes. Lo cierto es que ante estas barbaridades hay quien reacciona con cierta prevención, sin la rotundidad que se usa en otros casos. Enseguida hay quien alega que también el cristianismo tuvo sus guerras de religión, como si eso excusara a quien las hace ahora, y sin añadir que el conjunto de nuestras sociedades fueron evolucionando costosamente hacia modernidad, la tolerancia y el pluralismo religioso, algo que en el Islam no se ha producido. Allí no ha llegado todavía la Ilustración, y la religión no se ha separado de la política ni de la ley civil. Los disparos contra una niña como Malala, toda esta violencia desatada que vemos día a día, expresan en realidad una enorme fragilidad y miedo ante la cultura y la sociedad abierta que se cuela por todas partes, y pone en peligro un edificio que cada vez exige mayores sacrificios.
(Publicado DN 22-XII)
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