jueves, noviembre 26, 2015

El camino de los difuntos


Compré este libro en Madrid, para leer en el tren, y cuando lo acabé, mucho antes de que el tren  llegara a Calatayud, cuando entre espasmos y vaivenes cambia de ancho de vía, lo había terminado y  al cerrarlo de golpe sentí una potente indignación; o no tanto, pues estaba tan cansado de las gestiones en Madrid, de las palabras que había oído, de los incesantes estímulos de la ciudad, para mí, que soy un tipo de provincias,  que apenas pude reaccionar, pero después, cuando el tren se demoraba en plena noche y las luces de Pamplona se veían a lo lejos pero no llegaban,  comprendí su juego sucio.
En este "Camino de los difuntos" François Sureau –éxito en Francia, se dice- relata la historia  de un refugiado vasco a comienzos de los años 80, cuando el autor, joven letrado del Consejo  de Estado francés, debe decidir si se otorga o deniega la condición de asilado político a este etarra de primera hora, huido a Francia después de participar en la muerte de Melitón Manzanas. El etarra se llama Ibarrategui y alega tener miedo de volver a España pues, pese a estar en una aparente democracia, todavía existe peligro de atentados parapoliciales del Gal. Todo aquello, ya cuando lo leía, me sonó raro: el Gal,   a comienzos los 80,  todavía no existía, y cuando lo hubo mató sobre todo en Francia, por lo que era un absurdo que alguien pensara que la vuelta a España supusiera  mayor riesgo. Además, estaba esa delicada sensibilidad del joven letrado ante la situación de Ibarrategui, en un momento en que quienes morían principalmente eran españoles a manos de Eta: eran los años de plomo, y lo fueron en buen medida por la cobertura dada por Francia a los etarras,  algo que sí puede ser objeto de una delicada revisión moral.
Todo aquello podía escudarse, desde luego, en la necesaria licencia que hay que conceder a las obras de ficción, donde ya se sabe que no es preciso atenerse a  la realidad de las cosas, ni a la coherencia del tiempo histórico o los personajes más o menos reales. Pero en este caso era distinto, porque  justamente este libro –me fijé en ello cuando lo compré- se presentaba expresamente como: "Una novela autobiográfica que se puede definir en dos palabras que riman: brevedad e intensidad. Una obra bellísima y exacta”.
El caso es que de vuelta a casa decidí buscar un poco. Enseguida confirmé que, como sospechaba,  no hubo un Ibarrategui etarra, ni alguien así disparó a Melitón Manzanas, ni se le retiró la condición de refugiado político para volver  España. A ningún etarra que actuase en el franquismo, de hecho,  se le retiró el estatuto de refugiado, eso es lo que demostraba, entre otras cosas, este artículo bien documentado de  Rogelio Alonso en el ABC, que me hizo salir de dudas.
Lo que hay en este libro, como demuestra Alonso, es una ruptura del pacto de lectura: no se puede presentar como autobiografía lo que es ficción -esto sí que es el abc-, por mucho que la frontera entre géneros, como se sabe, se esté difuminando y que lo autobiográfico y la novela se entrecrucen. En realidad, la novela siempre es autobiográfica en cierto sentido, porque parte de la experiencia vital del autor, pero esas experiencia son luego elaboradas, enriquecida, transformadas, convertidas en otra cosa: en ficción. Esto es lo que en realidad hace Seurau, pero entonces no debería hacer pasar este relato por un testimonio verdadero.
El pacto con el lector en una confesión autobiográfica, para ser preciso, no es con la verdad, algo esquivo y fuera del alcance del que cuenta algo en lo que está involucrado, pero sí al menos  la sinceridad y el respeto a los hechos, pues estos van a ser leídos no como verosímiles, sino como verdaderos.
No existe ningún Ibarrategui que hubiera muerto, como se pretende en el libro, en la plaza de San Nicolás de Pamplona a manos de los Gal, ni que esté enterrado en Zestoa bajo una lápida escrita en vasco. Ni, lo que es peor, puede existir el  sentimiento de culpa y de responsabilidad, el serio dilema moral al que dice enfrentarse el autor, como juez,  porque nunca ocurrieron.
Con hechos inventados se puede escribir una verdad narrativa, trasladar la lector al verdad de una época, de una sociedad, de un conflicto -o si no, léase Guerra y paz-  pero lo que no se puede es hacer pasar por verdad la construcción mitificada del autor sobre lo que él imagina que existió en el País Vasco en una época, aunque el libro se feche en Bayona, como si ese estar sobre el terreno garantizase algo.
Sureau nos vende gato por liebre, y cosecha, eso sí, su dudoso éxito.

No hay comentarios: