jueves, abril 14, 2016

Dublineses

Cada una de las noches que he pasado en Dublín, en el Harding hotel: un establecimiento antiguo, solvente, con moqueta mullida y habitaciones abuhardilladas, en las que uno puede prepararse un té e incluso plancharse una camisa, he oído las campanas despertándome cada hora, como si todavía en la católica Irlanda tuviera que quedar claro que la Iglesia debe estar a todas horas repicando, y así yo, desvelado, abría los ojos y escuchaba atentamente, pero solo oía el grito de una gaviota que venía desde el río Liffey, y si alzaba la cabeza por la claraboya podía ver entre la bruma nocturna y el tenue resplandor rosáceo de las farolas,  las torres imponentes de Christ Chucrh,  de dónde provenía el insistente repicar; las tres campanadas como disparos espaciados de  las tres de la mañana, la hora peor, pensaba, porque ya es muy tarde y a la vez demasiado pronto para salir de  la cama y entonces, por unos instantes, me acometía esa inquietud  que a veces nos ataca cuando estamos lejos de casa y es de noche y el mundo parece latir allí fuera, amenazante. Entonces, después de ir al baño y observar el hilo amarillo, abstraído, volvía a la cama y encendía la luz y tomaba el libro para ver si leyendo un rato  me volvía el sueño. Había comprado un ejemplar de Dublineses para regalarle a mi hijo, pero todavía lo tenía celosamente conmigo y así volvía  a leer esas viejas historias de Dublín, en las que también parecen escucharse  las campanas cada hora, no en vano el catolicismo, tal vez junto a  la cerveza y el pastel de riñones, es de lo que está lleno este libro espléndido. Hemos abandonado el catolicismo, pero no sus categorías, recuerdo que escribió  Joyce, y eso es una gran verdad que nos explica todavía. Ahora, en esta nueva lectura nocturna, volví a comprobar la maestría con la que Joyce tiñe sus cuentos de una finísima ironía, la forma en que el auténtico argumento de un relato transcurre por debajo de lo que está contando, los certeros detalles con los que describe una escena o define en media línea un  personaje; la extraordinaria expresividad de sus metáforas y comparaciones, que parecen salir del texto hacia los aires como una jabalina: aquella mujer que posando en el helado círculo de sus dotes, aguardaba a que algún pretendiente se atreviera a ofrecerle una vida mejor; aquel hombre cuya conversación, que era muy seria, transcurría a intervalos por su enorme barba marrón; aquel muchacho que observaba a un chica cuya ropa se movía al compás de su cuerpo y oscilaba la cinta con la que se sujetaba el pelo; aquellas calles pobladas con las chillonas letanías de los dependientes que guardaban los barriles con orejas de cerdo, la cantinela nasal de los cantantes callejeros dispuestos a emprender una balada sobre las desdichas de nuestra tierra natal; aquella sensación del muchacho enamorado de que su cuerpo era un arpa en las que los gestos y palabras de ella eran los dedos que recorrían las cuerdas; aquel hombre que vivía a cierta distancia de su cuerpo, viendo sus propios actos con una mirada de soslayo; la sensación del narrador al oír cantar a Julia en la reunión que se describe en Los muertos -el relato con el que Huston hizo su última y bella película-, de que seguir aquella voz sin mirar el rostro de la cantante era  como sentir y compartir la excitación de un vuelo seguro, y luego, el final de ese mismo relato, cuando solo en la habitación Gabriel observa la nieve que cae, y se dice que su alma se desvaneció lentamente al escuchar  en la noche el dulce descenso de la nieve a través del universo, su dulce caída como el descenso de la última postrimería , sobre todo los vivos y muertos, y con ese pequeña eclosión de sentimientos, sumamente evocadora y contenida,  pude  volver   a dormir y caí en un sueño profundo, como el de un niño saciado, y así las campanas, en segundo plano, siguieron sonando sin que yo las oyese.

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