Al final de la tarde sofocante me senté en el Plaza Mayor, por ver si el gran elefante que Barceló ha instalado allí boca abajo, haciendo equilibrios sobre su trompa, saludaba con un cuesco, y miré hacia arriba, hacia el azul del cielo y aquella luz intensa me trajo de nuevo los colores violentos que había visto todo el día en la gran exposición de Barceló repartida por toda la ciudad, y que celebra los 800 años de la Universidad de Salamanca, pues son las últimas obras del mallorquín las que se muestran aquí y allá: el gran cuadro del Arca de Noé, lleno de animales y frutos, en Fonseca, junto al amarillo de las arenas o el azul del paraíso de las acuarelas que pintó para ilustrar la Divina Comedia, y esos formatos enormes con frutas y protuberancias, repletas de todo lo que se vierte, chorrea, se superpone, brilla, comienza a pudrirse, reverbera, estalla, se replica, se vuelve blanco, cae al fondo, se deshace, se vierte, resbala, se comba, se aplasta, se pega, flota en el mar; lo que se toca y se huele y sale del cuadro, lo que se consume y persiste retorcido como esas enormes cerillas a medio quemar que se parecen, en el patio plateresco de las Escuelas Menores, a las estilizadas estatuas de Giacometti, metáfora de la vida que se consume enseguida en su llama y tras la que solo queda un breve fulgor; todo esto me venía de nuevo a la cabeza allí en la plaza, sentado por fin, solo entre los demás, recogido, lo que me hizo recordar los versos de Aleixandre: hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado; allí en la plaza miré al cielo y volví a ver todas las ocurrencias de ese niño grande que juega con el barro y los colores, un bromista muy serio, pues solo el arte que tiene la ligereza y la penetración del humor puede decirnos algo, mientras las gentes pasaban a mi alrededor, iban y venían, unos niños formaban una fila habalndo en francés, los vencejos chillaban, desfallecía la tarde y en el reloj del ayuntamiento daban las campanadas de las nueve y de pronto aquel elefante blanco de ocho metros erguido sobre su trompa, tal vez la imagen de nuestra vida siempre en la cuerda floja y que pese a todo se sobrepone y busca su equilibrio y se las arregla para seguir adelante, soltaba una ráfaga de humo por el ano que ascendían al cielo y se difuminaba enseguida en el aire, hasta hacerse invisible.
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