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Lucien Freud. Gran interior. |
Muy de mañana el hombre se despierta y siente miedo. Es el peor momento, cuando nada ha ocurrido. Al otro lado de la ventana no ha amanecido todavía, pero el ya no se vuelve a dormir, escucha al rato a su mujer que va hacia la cocina mientras él se hace el dormido y espera la hora de levantarse, la misma de siempre, pero que ahora ya no tiene razón de ser, y allí agazapado en la cama, mientras la claridad comienza a extenderse, busca en vano dentro de sí algo de coraje, pero lo que siente es un temor creciente hacia nada en concreto, algo que viene de dentro de sí mismo, que le acongoja y que enseguida desciende a temores ciertos, externos: a no poder llenar las horas, a la mirada dura de su mujer, a la muerte que llegará, a la falta de señales de sus hijos, a los sonidos de la calle en que la gente se mueve ya con presteza, sin importarle el frío de este invierno, la nieve acumulada, algo que a él le atemoriza también, le hace sentirse preso, sin poder moverse a sus anchas, y siente que no va a poder levantase, que no podrá mirar a la cara a su mujer que trasiega en la cocina, que no sabrá qué hacer con el día, pero como son las ocho siente que no tiene otro remedio, se desprende de las sabanas y se levanta, se cruza con su mujer por el pasillo y emite un quejido que ella no contesta; luego, en la cocina, mientras se prepara el desayuno, escucha en la radio que en París reina el pánico tras el atentado de la yihad al periódico ese de las caricaturas, y eso le suscita una especie de envidia: preferiría un enemigo externo, identificable, una amenaza clara con la que enfrentarse, a la que dedicar las cautelas, de la que protegerse, que este temor que le viene como a oleadas y no le deja vivir, este pánico que le acomete, esa forma de darse por vencido y no poder con nada, de sentirse en todas partes de más. Ahora, cuando va por la calle, se siente de pronto más pequeño, como si hubiera encogido, se va apartando de los transeúntes, se hace a un lado. Sentir su cobardía, comprende, es lo que le da miedo.
Lo que hace ahora es inspeccionar los jardines, velar porque todo esté en orden, porque él trabajó durante años de jardinero, así que ahora la vista se le va hacia las plantas, se duele del abandono de la hierba crecida en ciertos sitios, comprueba las matas de aligustres, de pasada retira las hojas secas de un arbusto, arranca las cortezas de los chopos, mueve la cabeza ante esa palmera china que tiene los pies en el hielo y no va a soportarlo, se preocupa por las flores de la mediana que ve mustias por el paso de los coches, toda esa desidia también le duele y le hace recordar lo que él podría hacer, algo que le quema y le desazona, algo que ve injusto, pero ante lo que no puede hacer nada; al menos allí, en ese mundo vegetal, se ve a salvo, allí no tiene nada que temer; siempre le han gustado las plantas, ahora es lo único que le hace sentirse mejor y por eso dedica una parte de la mañanas a ese trabajo furtivo, a esa labor que le hace sentir que hace algo pero, a la vez, le da también miedo, como si alguien pudiera llamarle la atención y dejarle sin él, así que al cabo de un rato se escabulle y va la compra, que es su auténtica labor ese día, como cualquier otro, intenta cumplir su tarea pero enseguida se detiene: tenía que comprar carne picada pero, ¿cuantos gramos le dijo ella? ¿400? ¿600? La duda le hace sentir un escalofrío y vuelve de pronto la desazón de la mañana, la sensación de que hubiera sido mejor no levantase, el no saber qué hacer, hasta que decide que debe preguntar a la carnicera, ella le dirá lo que es común para dos personas pero, tontamente, sin que puede evitarlo, no se decide a hacerlo, le da miedo, y sin pensarlo deja el mostrador y se acerca a mirar las aceitunas de un puesto cercano, escucha el regateo de las mujeres en la pescadería, desde cuyo mostrador le mira una merluza rígida con la boca abierta en la que se ven los dientes afilados. No sabe qué hacer ni adonde ir, despacio se dirige a la salida, dará otra vuelta para ver si han resistido los geranios de la isleta y luego quizás vuelva por el picadillo, si puede; en la puerta un hombre de rodillas pide limosna y le mira con cara de lástima.
(Publicado en Diván el terrible, 16/2/2015)
Diván el Terrible