Oro
Vi que habían montado el puesto de libros de
lance en el paseo, fente al mar, junto al chiringuito de churros y crêpes, y después de un vistazo compré por un euro un libro de Pennac, con
una de esas portadas que tiene los libros franceses, escuetas como un hábito de
monje, apenas el nombre del autor y el título en rojo sobre un fondo color
arena, una declaración de principios, como si todo lo demás sobrara y cuando
le mandé una foto por el móvil a R,
porque no me resistí a que lo viera, me contestó enseguida que Gallimard siempre ha editado así, con una
limpieza y austeridad admirables, y que le daban ganas de volver a leer el
libro de Pennac, lo que no me extrañó, pues es difícil que R no haya leído algo,
así que le comenté que me había costado
un euro, apenas nada, y que eso era algo un poco triste; con un euro ni
siquiera se paga el papel o la tinta de un libro, un objeto que es casi un ser
vivo, con alma, algo que ha sido pensado, escrito, pulido, repasado, en el
que alguien ha volcado su vida y sus
anhelos, y luego ha tenido que ser
impreso y repartido por las librerías como una mercancía que, a la vez, es algo
más que mercancía: pensamiento que entra por los ojos como un colirio capaz de
cambiarnos por dentro, o historias capaces de alumbrarnos; que todo eso valga un euro, me dije, es la prueba de que
la cultura, tal como la conocemos, está ya a saldo, la prueba de que lo que de
verdad vale no cuesta nada, en cuyo caso, de acuerdo a esa misma ley, lo que no
vale nada es normal que adquiera precios astronómicos, así que pronto no será
raro que quien se lleve un tomo de Gallimard reciba dinero en vez de pagar; y
entonces R me contestó que cuando encuentra saldados, a precio irrisorio, como
si fuera trapos a peso, libros que para él fueron decisivos, es como si encontrara
oro que alguien ha tirado sin tener conciencia de su valor; tal vez por eso él tiene tantos libros,
pensé, porque va recogiendo por ahí el
oro que nadie ve a pesar de tenerlo
frente a las narices, como la
famosa carta robada de Poe, que estaba sobre el escritorio, a la vista, y que
todos buscaban en sitios recónditos.