viernes, enero 23, 2015

Nieve


Comenzó a nevar y se formó una cola de coches que no avanzaban. Detrás de la ventanilla el cielo estaba rosado y los pequeños copos ascendían como si tuvieran reparo en llegar al suelo.  La fila no se movía y tras el vaho del cristal la nieve se había calmado, y el panorama era blanco y luminoso, como una  de esas fotos nocturnas que ven más que nuestro ojo y  que se hacen manteniendo  mucho rato el obturador abierto.
En una de esas fotos vi hace poco cómo las estrellas y las nubes que no vemos de noche son distintas, extrañas, parecen sacadas de El grito de Munch.  Paró un poco y, sin pensarlo, aparqué el coche y salí a pisar la nieve recién caída que sonaba como la puerta de un armario al abrirse. Subí una cuesta y luego tomé un pequeño elevador que salva unas escaleras, y cuando llegué arriba  volvió a nevar con fuerza, como si hubiera llegado a otro país.  En un jardincillo una familia de ecuatorianos se lanzaban bolas de nieve, y un niño muy pequeño se tiró de  bruces con los brazos abiertos sobre la nieve, estuvo allí un rato, muy quieto,  como si estuviera muerto, hasta que se levantó de pronto y se quedó mirando la huella que había dejado sobre la nieve,  y ví que lo miraba con extrañeza y júbilo, como se mira la imagen de uno por primera vez en el espejo, tal como lo explica Lacan.
 “Ese soy yo”, debía estar pensando.
Un señor con sombrero, pasó de pronto  y pisó sin darse cuenta la huella, emborronándola. Luego se alejó deprisa mirando al cielo, hasta que trastabilló en una esquina.

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