En una de esas fotos vi hace poco cómo las estrellas y las nubes que no vemos de noche son distintas, extrañas, parecen sacadas de El grito de Munch. Paró un poco y, sin pensarlo, aparqué el coche y salí a pisar la nieve recién caída que sonaba como la puerta de un armario al abrirse. Subí una cuesta y luego tomé un pequeño elevador que salva unas escaleras, y cuando llegué arriba volvió a nevar con fuerza, como si hubiera llegado a otro país. En un jardincillo una familia de ecuatorianos se lanzaban bolas de nieve, y un niño muy pequeño se tiró de bruces con los brazos abiertos sobre la nieve, estuvo allí un rato, muy quieto, como si estuviera muerto, hasta que se levantó de pronto y se quedó mirando la huella que había dejado sobre la nieve, y ví que lo miraba con extrañeza y júbilo, como se mira la imagen de uno por primera vez en el espejo, tal como lo explica Lacan.
“Ese soy yo”, debía estar pensando.
Un señor con sombrero, pasó de pronto y pisó sin darse cuenta la huella, emborronándola. Luego se alejó deprisa mirando al cielo, hasta que trastabilló en una esquina.
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