miércoles, marzo 18, 2015

LA ERA DE LA KALE BORROKA

Libro Relatos de plomo III


Oigo hablar en la radio de  Montaigne y de sus ensayos, de los pensamientos que dedica al amor entre padres e hijos, esa tierna afección que el progenitor tiene por su cría, y el respeto que esta le profesa (él prefería, tal vez con razón, la amistad al amor, como si desconfiara de éste, como si pudiera llevar a extremos peligrosos), y eso me trae de nuevo al asunto de la kale  borroka, me recuerda que tengo que decir algo de  la larga época –desde los años setenta hasta hace nada- en que los cachorros hacían el trabajo de los mayores, lo complementaban con la llamada violencia de baja intensidad, y me digo si en el fondo no se trata de  lo mismo,  del viejo relato amañado del nacionalismo sobre el pasado y  de sus efectos.
Lo escribió Jon Juaristi, hace años, evocando los versos de Kipling “¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes? ¿Y por qué hemos matado tan estúpidamente? Nuestros padres mintieron: eso es todo”. La  kale borroka es el trabajo sucio que se encargó irresponsablemente a los cachorros, engañándoles. Contando una historia que no es verdad. Es parte de la barra libre que se instauró en el País Vasco y Navarra respecto a ciertos actos criminales, justificándolos. Es disculpar lo indisculpable.
 ¿Cómo no me dijiste, padre,  que eso estaba mal?
 “Han quemado cajeros, lanzado cocteles molotov contra sedes de instituciones y bancos, pero también al interior de viviendas de concejales no nacionalistas, han hecho arder autobuses, coches… pero ¿cómo son esos jóvenes? ¿Por qué cometen este tipo de delito?” se preguntaba un artículo de ABC en 2003. Es el entorno familiar, concluía, lo que predispone a los menores a cometer acciones terroristas. Unos chicos, muchos de ellos muy jóvenes, de entre 14 y 18 años, que en realidad  no tenían que ver con la delincuencia juvenil habitual: no eran chicos sin recursos y oportunidades, con deficiencias afectivas, de barrios marginales o con familias rotas, sino jóvenes normales, chicos bien  integrados.
Eran “buenos chicos” convertidos de pronto en otra cosa, como si se manifestara en ellos una repentina enfermedad: de pronto aparecían embozados, llenos de excitación, lanzando insultos, gozando insensatamente, llenos de odio y desprecio. Recuerdo ver subir dos críos con capucha en la villavesa –seria el año 96 o 97-  en Marcelo Celayeta, y  mandarnos bajar a todos, sin que  nadie osara resistirse. El conductor, lívido, quitó las llaves del contacto y todos desfilamos en silencio. De pronto, apenas habíamos andado unos metros, el autobús comenzó a arder, mientras ya se olía en el aire el plástico de los asientos chamuscados, el crepitar de algo que nos hizo correr.
Eso era entonces cosa no rara, el pan de  cada día,  algo a lo que ya nos habíamos acostumbrado: era el folclore del fin de semana, “el espacio de la fiesta y la subversión”, se teorizó, refiriéndose a   una parte vieja que agonizaba, nadie se atrevía a poner ahí un negocio, los vecinos escapaban, los jóvenes airados parecían los dueños del mundo, aunque luego recuerdo haberlos visto -yo iba entonces por los juzgados-  detenidos: cabizbajos, temerosos, inofensivos, unos niños traviesos.
Esos festivos muchachos. Las memorias de la Fiscalía de la Audiencia Nacional, de aquellos años lo explica con asepsia contable: “solo en el 10%  de los casos hay una actitud clara y sin ambigüedades por parte de los padres de reprobación de los hechos terroristas y de la violencia callejera  en la que participan menores y jóvenes”. Y ello pese a que “el 70% de los caso estas familias constituyen un entorno válido para el desarrollo y evolución de los menores, con un buen grado de integración social y familiar”.
No son las familias, según los expertos de la fiscalía, quienes  incitan a estos jóvenes  a cometer actos de kale borroka, pero “tampoco les enseñan abiertamente a rechazar el terrorismo”.  Unas familias en las que hay una  actitud ambigua respecto a ETA y su entorno, de tal manera, como se dice en los informes, “sus acciones no son aplaudidas, pero tampoco objeto de crítica o rechazo”. (Imaginémonos que esto ocurriera con quien maltrata a su mujer o se enriquece con el tráfico de drogas, que el mensaje para un chico de 16 años fuera que eso no está tan mal).
Hay una perversión moral que explica lo que ocurrió.  Una ambigüedad en los mensajes que hace que los menores no sean capaces de ver porqué su comportamiento no es correcto y de asumir su responsabilidad. Por eso no es difícil, se dice en las memoria, que cumplidas las medidas que se les aplican y de vuelta al entorno habitual, alguno de ellos decida dar el paso de integrarse en las filas de Eta.
En un mundo donde muchos callan, donde hay temor a hablar y condenar, ahí están los padres para exculpar.  Para poner en duda que sus hijos hayan cometido actos terroristas –se trata de travesuras-,  para responsabilizar de esas acciones al sistema,  a la sociedad o a los abusos policiales. El culpable siempre es el otro. 
Era, pues, la ley del padre que no tendió el límite, que confundió las cosas. Todo estaba confuso, lo está en parte todavía.  No es lo mismo el vicio que la virtud, matar que poner la nuca, la victima que el verdugo. Pero eso todavía no está claro en muchas partes del país, eso todavía se juega en la pelea por la memoria de lo que ha ocurrido y en el empeño de disolverlo todo en un conflicto y en una paz para todos, sin vencedores ni vencidos, como pretenden tantas mentes piadosas. 
Pero estos muchachos creyeron la mentira de los padres, no oyeron otras voces que quizás callaron, acomplejadas. También de la culpa y la frustración y el tiempo que perdieron querrán pasarnos cuenta, por no haber sido claros.
¿Por qué no me dijisteis que esto estaba mal, que no podía hacerse? ¿Por qué me engañasteis?
Hizo bien  la ley, ese padre simbólico,  entendiendo que aquello no era gamberrismo de fin de semana  sino terrorismo, violencia dirigida a atemorizar a la gente, a desestabilizar y lograr así objetivos políticos. Sin embargo tardó mucho tiempo en verse así. Solo en 2007 el Tribunal Supremo, enmendando a la plana a una sentencia de la Audiencia Nacional, consideró a estas acciones como terrorismo y no como alborotos, acaloramientos pasajeros, violencia incontrolada. Fue la ley la que operó por fin  y su eficacia, como en otros casos, nos sorprendió.   La kale borroka se  persiguió y se penó  y -tiene gracia recordarlo-  comenzó a descender significativamente cuando se acordó que los padres pagaran los destrozos de sus hijos, desde que se les hizo también responsables. La ley, a su manera, daba en la diana. Hacía de padre del padre.
Dar cuenta de ello, decir algo de  la era de la kale borroka,  de la penetración de un discurso perverso que no trazó la frontera entre el bien y el mal, la civilización y la barbarie.  Lo dice el viejo Montaigne, desde hace siglos desde su torre:
“Así como Sócrates decía que el principal oficio de la filosofía era distinguir los bienes de los males, así nosotros, en quienes hasta lo mejor es siempre vicioso, debemos decir lo mismo de la ciencia de distinguir las culpas, sin la cual los virtuosos y los malos permanecen mezclados, sin que se distingan los unos de los otros”.
 Ejercitemos, pues, esa ciencia.

(Colaboración en la obra "Relatos de plomo" vol III)

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