Recluido por una dolorosa caída que me fracturó dos costilla, sin poder coger postura, he leído a Benet. “La inspiración y el estilo”. Qué injustos fuimos con esta generación: la de Benet, Barral, Gil de Biedma, Ferrater, -Ferlosio también- que cuando salieron escena, al final del franquismo, fueron primero oscurecidos por el fenómeno del boom latinoamericano, que ocupó todos los parabienes y todo el espacio, y luego desdeñados a la llegada de la democracia por su pertenencia un pasado que había que superar. No se quiso saber nada de ellos. La osadía de Benet, dedicado nada menos que a construir no solo presas, sino una nueva concepción de la literatura, de su función, de sus posibilidades, reivindicado el grand style y queriendo ser Faulkner, es una gesta que solo la desmemoria y el desdén hacia la inteligencia –algo tan propio nuestro- pueden explicar.
Benet es el intento de forjar una nueva prosa apta para decir mejor y de levantar un estilo propio. Para Benet, como es natural, el estilo lo es todo. “En literatura el tema en sí puede ser poca cosa en comparación con la importancia que cobra su tratamiento”, dice Benet al inicio. Palabras que brillan como nunca en esta época donde uno sale de la librería anonadado (cada vez más libros de género, cada vez más herida identitaria) de no ver sino más de lo mismo.
“Acaso la inspiración sea aquel gesto de la voluntad más distante de la conciencia”, escribe Benet. Cómo no reconocer, a veces, ese rapto al escribir. Pero la inspiración no nace sola. “La inspiración le es dada al escritor solo cuando posee un estilo, o cuando hace suyo un estilo previo. La inspiración solo puede nacer en el seno de un estilo”. Esta es la gran enseñanza de Benet. Una vez trazado el campo por el que transitar, podemos decir, aparecen los tesoros.
Por lo demás, cómo no sentirse retratado en estas palabras: “Un día el público, acostumbrado a distraerse con un articulista, descubre que lo último que le importa es la actualidad del comentario y lo único que exige, seducido por la gracia y donaire de un estilo que sabe paladear, es la continuidad del alimento”.
jueves, noviembre 21, 2019
viernes, noviembre 08, 2019
Ocata
lunes, octubre 21, 2019
Ciudad satélite (III)
Santiago Arau. Taxi en Ciudad de México. |
En el DF llamé a Osvaldo, el marido de Sara, dado que ella estaba en España, de vacaciones. Se mosto muy solícito. Me invitó a comer a un buen sitio, con meseros de chaquetilla. Luego fuimos a buscar a mis dos acompañantes, pues noté que cuando le dije que viajaba con dos mujeres se mostró muy interesado. Las recogimos del Hotel Regis, donde nos alojábamos, y él nos dio un largo paseo en coche por el DF: el Zócalo, el Paseo de la Reforma, Las Lomas -sitios bien-; también la universidad UAM y Coyoacan, donde nos llevó junto a la casa donde mataron a Trotsky con un piolet. También pasamos por el juzgado donde, según aseguró, juzgaron a su asesino, Ramón Mercader. Este tour, recuerdo que nos llevaría como dos horas. Luego volvimos al centro y nos invitó -en realidad nos invitó a todo- al hotel Sheraton, donde nos tocó un Mariachi bien afinado. Desde la vidriera del hotel había una visión de la ciudad que se extendía a lo lejos y parecía no acabar nunca. Daba un poco de miedo. Después de tomar unas margaritas cenamos en la zona rosa, junto a Reforma, muy cerca del monumento a la Independencia rematado por un ángel dorado. Las dos chicas iban calladas al principio pero luego le cogieron la vuelta y no pararon de preguntarle cosas y de hablar. Que si tenía hijos, cuanto tiempo llevaba casado, cuál era su trabajo. Comprendí que lo veían como un burgués podrido de dinero e insensible, un hombre engreído y machista. Era el año 84, la época de la transición, todos nos creíamos tremendamente avanzados e izquierdista. Noté que ellas le dejaban hablar, pero que por dentro pensaban que un tipo osado e ingenuo que trataba en vano de impresionarlas. Ellas hacían con él lo mismo que conmigo: sonreír, seguirle la corriente, sacarle partido. Eran uña y carne, ya lo he dicho.
viernes, octubre 18, 2019
A quien pueda interesar
De uno a otro, a cuenta de lo que estoy escribiendo, he pasado por varios escritores mexicanos (Villoro, Monsiváis, Pitol) hasta llegar a Jose Emilio Pacheco y este poema que he copiado para no olvidarlo enseguida.
A quien pueda interesar
Que otros hagan aún
el gran poema
los libros unitarios
las rotundas obras
que sean espejo
de armonía
A mí sólo me importa
el testimonio
del momento que pasa
las palabras
que dicta en su fluir
el tiempo en vuelo.
La poesía que busco
es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida.
martes, octubre 15, 2019
Ciudad satélite (II)
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CDMX foto desde dron de Santiago Arau |
lunes, octubre 14, 2019
Ciudad Satélite (I)
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Torres a la entrada de Ciudad satélite |
Vino Sara de México, y me contó que ya no vive en Querétaro sino que hace un año, por motivos de trabajo familiares, han vuelto al DF, que ya no se llama DF sino CDMX: Ciudad de México. A. lleva viviendo allí muchos años, desde que se casó con un mexicano que conoció en Madrid, del que luego se separó. A Mexico le ata ahora una hija y una nieta. También una casa, y un pasado. Le pregunto en qué zona viven, y me dice que en "Ciudad satélite", un nombre, me digo, que sería un título muy bueno para una novela, o un cuento al menos. Es un barrio, compruebo, que se hizo hace años, y que tiene unas torres que se levantaron entonces, que la identifican. Satélite pretendía ser eso: un satélite, una ciudad fuera de la ciudad, orbitando alrededor de ella pero desprendida, independiente; un lugar concebido en el plano por la razón urbanistica; vanguardista, funcional, de clase media, rodeada en teoría de bosques y zonas verdes, pero que fue absorbida por la urbe que lo engulle todo y pronto quedó en nada. Como un sol que atrapa a un ganimedes y lo hace desaparecer. A día de hoy, según me cuenta A, este satélite es escasamente habitable: ella apenas sale, salvo para ir al centro comercial. Dice que todo es muy costoso: los desplazamientos, la recogida de la niña del colegio, cualquier encargo; que la calle es agresiva, que da miedo y falta seguridad. Pasear por la vereda es ir entre tapias altas que ocultan las casas. Pero la ventaja de satélite, dice, es que está al norte, cerca de la autopista que sale para Querétaro, lo que permite huir rápido cuando hay una alerta por contaminación y es difícil respirar en Mexico, lo que no es tan extraño.
martes, octubre 01, 2019
Lápiz
Comí con un editor –el oficio no va muy bien, me dijo, pero me permite leer en horas de trabajo- y a los postres estuvimos hablando de la pesadez de la escritura en ordenador, que carga la cabeza y las cervicales, donde si uno se descuida no acaba nunca de revisar, por no hablar de la tentación continua de distraerse por la red y coincidimos en que hay una relación entre la herramienta con la que se escribe y el resultado. Es claro que lo que se escribe con el móvil parece un telegrama. Pero no todo son mensajes en pantallas. BIC, por ejemplo, vende 11 millones de bolígrafos al día y los lápices -esa vieja y brillante tecnología, un hito en la historia- son un objeto preciado, una elección como los discos de vinilo. Los lápices son mi debilidad, me confesó el editor. Los mejores, añadió, son los japoneses, hechos con madera de cedro y grafito de china. Dicho esto sacó con cuidado uno redondo, color mostaza: Mongol 480, del 2, ponía, y me lo tendió diciendo que era el mismo modelo que utilizaba Steinbeck. “Perdone que haya ganado el nobel de literatura, pero es que escribo con lápiz”, le gustaba decir. También Hemingway o Navokov escribían con lápiz, pero Steinbeck, para quien el ritual de escribir era sagrado –cosa común en casi todos los escritores, que necesitan un precalentamiento- comenzaba la jornada afilando 24 lápices que iba dejando conforme perdían la punta, hasta volver a afilarlos todos a la vez. Luego, cuando estaban por la mitad, se los regalaba a sus hijos. Necesitó 300 lápices para escribir “Al este del edén” y alguno más para “Las uvas de la ira”. Steinbeck es uno de los grandes, y esos libros, recuerdo, retratan la época de la gran depresión y le llevan a uno a una América brutal y profunda y a la cara dolorida de James Dean en la versión para cine de Elia Kazan, donde no morirá nunca. El editor me confesó que había conseguido una partida de mongol 480 a buen precio, y que los repartía con cuentagotas. La inspiración es una cosa caprichosa, así que he dejado el Mongol encima de la mesa con el sacapuntas al lado, y lo he mirado con esperanza, preguntándome si seré capaz de sacarle todo lo que lleva dentro.
jueves, septiembre 26, 2019
Voces de lejos
Han encontrado una grabación con la voz de
Frida Kahlo, esa pintora que se autorretrató tantas veces con flores en la
cabeza, con cara de luna redonda y seria o con largas trenzas, a veces con el corazón
abierto, fuera del cuerpo, como si hubiera escapado; autora de una obra que todavía nos deslumbra -quizás ahora más incluso que antes- y que está llena de color e indigenismo
mexicano; una mujer que se sobrepuso a la polio y a tremendos dolores de espalda y que fue
también la mujer de Diego Rivera -o éste de ella- el gran muralista mexicano; una pareja que
son por sí una novela, que juntan arte, política y primer feminismo, amigos y protectores de aquel Trotsky refugiado en
Coyoacán huyendo de Stalin, quien lo
borró a conciencia de las fotos de la revolución –una especie de fake de aquellos tiempos,
para cambiar la historia- y quería
borrarlo también del mapa, y lo consiguió gracias Ramón Mercader, el obediente comunista español que le
clavó un piolet en la cabeza, quizás el asesinato más surrealista del siglo. En
el corte de radio que se ha rescatado en México Frida habla de Diego, de quien
dice que es un niño grande, lo que cuadra con la imagen de bebé gordo e
imponente que tenemos de él, y alaba sus manos sensibles como antenas que lo
perciben todo, con las que pinta, y dice con ternura que quisiera tenerlo en
brazos como un niño recién nacido. Son palabras de amor dichas con voz firme y
clara, un poco afectada, como quien
recita un poema; una voz que, como ocurre con esas voces de quien no conocemos,
la de alguien que nos acompaña en la radio durante años, por ejemplo, no se corresponde luego con la imagen de quien las ha pronunciado,
como si fuera de otra persona, como si estuviera equivocada. Quizás la voz sea lo más
nuestro y contenga nuestro espíritu, como creían algunas tribus primitivas, y sea lo que nos exprese
mejor, más incluso que la imagen, no en vano oír la voz de quien se ha ido impresiona más
que verlo en una foto o un retrato. "La
voz es una cosa viva", he oído de pronto decir a Unamuno, cuya voz he
encontrado de pronto en una de sus escasas grabaciones diciendo, en uno de esos juegos verbales que tanto le gustaban, que "hay que aprender a
leer con los oídos la palabra viva", y más adelante ha recordado a Jesús, que no escribió
nada, como Sócrates. “Rechazo al hombre que habla como un libro”, clama la voz
metálica y lejana de Unamuno desde ultratumba, “prefiero los libros que hablan como hombres”.
miércoles, septiembre 25, 2019
En Cálamo
Antes de llegar a Cálamo, en Zaragoza, para hablar de Diario de Hendaya ante un buen puñado de gente, alguno venido desde Pamplona, estuve en Madrid en la presentacion de la última entrega de Baroja y yo, en un acto que tuvo lugar en el Museo Lázaro Galdeano, con Carmene Caro, autora de "El grito del capitán Chimista", que cierra la colección, junto al editor Ciáurriz, que se emocionó y Jon Juaristi, que abrió el acto. Luego hubo un ágape en los jardines del museo, en una noche templada en la que solo faltó un conjunto de cuerda junto al gran abeto del jardín, y en la que se pudo revolotear entre autores e invitados. En un rincón me topé con Trapiello, lo que fue una suerte. Al día siguiente en Zaragoza, a donde ahora se llega desde Madrid en poco mas de una hora, como si uno fuera en metro, recordé esa velada y dije con cierto atrevimiento que aunque Baroja ha merecido 26 libros de autores que le recuerdan, Unamuno es más, su influencia es mayor y de otro relieve. La historia del Diario de Fukushima, que ya he contado alguna vez es un ejemplo. El hecho de que Amenábar acabe de hacer una pelicula sobre él y el inicio de la guerra, es otro dato. El acto de Zaragoza fue intenso y no solo se habló del Diario de Hendaya sino de algunas cosas que en él se sugieren, como la idea de extimidad o la de los ciclos, pues el libro es el recuento de uno; una idea, la de ciclo, tan cara al cristianismo y al mundo antiguo, que nos recuerda que la vida no es un linea recta, sino que somos un meandro que se curva y que propende a volver a empezar; que en verano hace calor y en invierno frío; que a veces hay alegría y otras dolor, pero que en ambos casos no cabe ufanarse o dolerse demasiado. Durante la presentación se preparó una tormenta que no terminó de estallar, y de vuelta a casa vimos el resplandor de los relámpagos por la autopista, a lo lejos, como los destellos de ideas que revoloteaban en mi cabeza, todavía en marcha, como ocurre cuando se habla sin red ante un público atento.
martes, agosto 13, 2019
Guadalupe
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Fuerte de Guadalupe. Hondarribia. |
Llovía con furia cuando llegué a Guadalupe, en el alto, junto a Fuenterrabía, y apenas salí del coche para ponerme las botas el paraguas se me cayó y el agua me empapó enseguida, así que tuve que refugiarme otra vez en el coche hasta que de pronto, tal como había empezado, la lluvia cesó, y noté como del suelo cálido de agosto subía una columna de vapor, como una pasada de botafumeiro, como un vahído de la tierra exhausta por el verano, y justo cuando se deshizo y comenzamos a andar, apareció allí enfrente la silueta de fuerte de Guadalupe, la mole tapada por la hiedra y los hierbajos del viejo fuerte en ruinas; allí donde yo había llegado hacía mas de 40 años en una columna militar de maniobras; una fila de vehículos que subió del cuartel de Ventas, en Irún, en los que los soldados íbamos sentados mirándonos frente a frente con el cetme en la mano y la mochila sobre las rodilla, silenciosos, medio dormidos, atentos a los árboles chirriados que nos hacían pasillo, una fila de coches que avanzaba como un gran gusano por la carretera sinuosa y al final, cerrando la marcha, un jeep con un remolque que llevaba la cocina de campaña con el cocinero, un tipo de Rubí, Barcelona, que tenía una risa de alucinado y hacía muecas mientras revolvía el rancho en una perola en aquella cocina que se desplegaba como una cama turca, con sus bombonas de butano y sus grandes sartenes, diciendo que aquello era una mierda y que él , con cuatro cosas, nos haría una paella para caernos muertos.
Todo esto me vino allí a la cabeza, un reflejo del pasado que aparecía borroso en los charcos de lluvia que el temporal había dejado, y que fuimos pisando por el camino que bajaba hacia el mar que se adivinaba allí abajo, tapado por los árboles, pero al que no llegamos, pues enseguida nos arrepentimos y volvimos sobre nuestros pasos, como si la llamada del fuerte fuese también muy fuerte y no pudiéramos perder la ocasión de encontrar la memoria perdida en un edificio abandonado pero en pie, así que dimos la vuelta y tomamos un camino que rodeaba el fuerte por el exterior, un camino desde el que se veían los grandes fosos, los pasadizos, las puertas, la bocas de fuego, las casamatas, los altillos de vigía que ahora llevan una barandilla desde los que se ve el cantábrico y el lento desembocar del Bidasoa, y todo aquello me trajo de nuevo a aquellos días alucinados, al ir y venir incesante de una compañía de soldados en el fuerte, donde todo estaba húmedo y desvencijado, al frío que hacía aquel invierno, a las literas de metal y las mantas que olían a rancio, a las guardias somnolientas aquel año 80, uno de los años de plomo, junto a la frontera. Éramos, pensé, una burbuja dentro del mundo, parte de un ejército desconcertado y vuelto sobre sí mismo, empeñado en fingir que las cosas eran como siempre, mientras la radio hablaba de una bomba en Madrid que había matado a un general y su chófer, un pobre soldado; vivíamos el acojono y el aburrimiento del fuerte, a partes iguales, junto con las ganas de, al menos, volver al cuartel desde aquel Guadalupe donde a la noche se oían las frases entrecortadas en el sueño, los ronquidos de los soldados niños, los gritos de miedo de alguna pesadilla. Y entonces recordé que un día, desplegados por todos los rincones del fuerte, hicimos un ejercicio de transmisiones donde yo debía poner algo desde mi puesto, cifrar un mensaje, y después de pensarlo un rato puse: “el enemigo es el frío”, algo que ahora que lo pienso era un buen resumen de la situación. Luego pasó mucho rato y yo andaba muerto de asco y de frío, acurrucado para protegerme de la lluvia que había arreciado, y allí, sin poder abandonar el puesto hasta nueva orden, me entraron ganas de fumar pero no tenía tabaco, así que de pronto, a pesar de saber que uno no podía abandonar el puesto -esa era la regla básica de un soldado que ha sido apostado allí, en un altillo, una posición que debe defender a toda costa y transmitir desde ella aunque el enemigo, en realidad, no sea sino el frío- porque se expone a un consejo de guerra, todo eso no me importó, porque en la mili algo te impulsa a hacer locuras, a prescindir de toda cautela, a jugártela, allí no rigen la lógica común, por eso, tal vez, un ejercito se lanza a la batalla; en ese momento, digo, dejé mi puesto y salí corriendo hacia donde confiaba que otro soldado helado tendría al menos tabaco, con tal mala suerte que me topé de frente con una comitiva de mandos que avanzaban bajo la lluvia, dispuesta a hacer una inspección del despliegue, entre ellos, según comprobé con horror, un general; todavía recuerdo sus charreteras rojas y la estrella con los sables cruzados, la imagen de aquel hombre mayor que condensaba toda la autoridad, y en un instante, no sé cómo, mientras corría, vi que tenía que tomar una decisión: parar de golpe y tratar de explicar que huía de mi puesto por alguna razón, o seguir como si nada, pasar de largo de aquel grupo que tenía mi destino en sus manos, como si no los hubiera visto o me dirigiera con normalidad hacia algún sitio y decidí esto último: seguí corriendo sin detenerme, temiendo que en algún momento una voz que me hiciese parar y me pidiese explicaciones; una voz de mando entre escandalizada y terminante que no llegó, como si yo me hubiera vuelto invisible o me hubiera convertido en un espectro del fuerte, así que sin parar de correr hice una larga curva por detrás del grupo que se dirigía hacia el otro extremo y volví sin mi cigarro hasta mi puesto con el corazón palpitante y la imagen grabada de aquel general que, calado hasta los huesos y con cara de pena, tal vez solo quería, como todos los que estábamos allí, volver de una vez a casa, sentir que se había salvado hasta ese momento, in extremis, de algo peor y que me dirigió una mirada de lástima.
domingo, julio 21, 2019
Brönte
El viernes pasado crucé el puente de Santiago en una tarde inusualmente cálida, y conversé con mi editor, Luis Garbayo, en la presentación en Irún de mi “Diario de Hendaya”, en la coqueta librería "Brönte", junto a un puñado de iruneses y visitantes. Las cosas fluyeron bien esa tarde, y fue emocionante recordar a Unamuno allí, en Irún, donde llegó también un día a pie, cruzando el puente de Santiago, después de despedirse con un abrazo del alcalde de Hendaya con el grito de ¡viva la libertad! Antes de ese día Unamuno había pasado en Hendaya casi cinco años, negándose a volver hasta que la dictadura cayera, mirando al otro lado del Bidasoa, escuchando las campanas de Fuenterrabia con el “tenso anhelo de España”. Poco a poco pasamos de la estancia de Unamuno a hablar del porqué de un Diario, que es algo que tiene que ver con esa idea unamuniana de que “contar la vida es vivirla”, de que somos una historia y un argumento, hasta una novela, y que no es sino con las palabras con lo que contamos para entendernos a nosotros y a los demás. Después, en la firma, escuché varias historias, porque comprar un libro responde a muchas razones, y recuerdo sobre todo la de un joven que me pidió que le firmara el libro para su abuelo, quien había salido de un Irún en llamas en plena guerra, en 1936, y que vio su propia casa arder. Aquel abuelo se refugió entonces en Hendaya en el hotel Broca, en la misma habitación en que estuvo Unamuno; encontró allí un refugio ante la locura de la guerra, algo que a Unamuno, seguro, le hubiera parecido una bella metáfora.
domingo, julio 14, 2019
Origami II (Te lo comía todo, menos las zapatillas)
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Reptiles de Escher. Origami de Ramón. |
El caso es que Aira me llevó a hablarle de Raymond Roussel, ese extraño escritor francés, contemporáneo de Proust, tal vez amigo, de quien al final de su vida se publicó el libro “Cómo escribí mi obra” en el que da cuenta de su “método” de escritura, basado en homofonías, (búsqueda de palabras que suenen igual con significados distintos, que deben vincularse en la obra), metonimias (donde vamos derivando la trama guidos por contigüidad de significados), o en extrañas concordancias, en azares, que van marcando la ruta. A estas normas autoimpuestas, por supuesto, hay que atenerse sin excusas. Abrir el diccionario al azar y encontrar palabras que hay que unir en una historia sigue siendo un método infalible. Pero el método de Roussel, más sofisticado, tiene algo muy sugerente: sabe que nosotros mismos no podemos llegar muy lejos; que nuestra imaginación está condicionada por nuestras experiencias y la realidad más cercana, que nuestras circunstancias constriñen la invención, y que es preciso desprenderse sin falta de todo eso para poder acceder a asociaciones nuevas, a espacios inexplorados, a lugares a los que por nosotros mismos nunca hubiéramos llegado. Eso me hace recordar también al italiano Gianni Rodari, escritor para niños de todas las edades, que en su “Gramática de la fantasía”, proponía también varios métodos para incentivar la imaginación, para armar historias y hacerlas ir por donde uno no tenía previsto. Esto es algo, por cierto, que se consigue también por un mecanismo tan antiguo como la rima, que nos limita y obliga a encontrar palabras que terminen igual, lo que abre el poema de inmediato a nuevos significados. De hecho, Roussel reservaba su método para aquellas obras donde no exista rima, según advierte. En el fondo, nada mejor para escribir que imponernos limitaciones.
Algo de eso, me dije, algún esqueleto oculto tenía el cuento que me regaló Ramón, y que leí de vuelta a casa en el tren, entre las histriónicas conversaciones de móvil de los pasajeros Era un cuento titulado: Te lo comía todo menos las zapatillas, y relata la temible experiencia de una mujer que tiene una cita con un cocodrilo. Una mujer, dice el cuento, de apariencia inofensiva, caprichosa como una pizza y cruel como un designio. El cuento pertenece a una obra colectiva titulada “Imposible no comerse en el volcán de los amores canallas”, de editorial Lastura.
martes, julio 09, 2019
Origami
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Origami de rinoceronte plegado. |
En la comida con Ramón hablamos de esto y aquello; de autores y estilos literarios, de su manera de escribir, de lo que le inspira, de cómo le surgen las historias, de cómo se encuentra un tema y cómo se arranca (no se puede acometer un relato en cualquier parte, siempre hay un mínimo ritual) que es algo que a los escritores nos interesa mucho, y me confió algún secreto que sigue así, secreto. Yo le dije que su forma de escribir, su mundo y sus temas, me recordaban al gran -en varios sentidos, pues era un bondadoso grandullón- Javier Tomeo, a quien los dos conocimos. A Ramón le hubiera gustado ir a su entierro, lamenta, pero nadie le avisó. También recordé su interés por Quenau, o por el Vonnegut, de “Matadero 5”, esa novela sobre el bombardeo de Dresde. Desde luego por los poemas-objeto de Joan Brossa. Él me habló de literatura japonesa, quizás porque el Origami es un arte de ese país, donde Ramón ha plegado con grandes maestros, y me encomió al escritor Yasutaka Tsutsui, de quien me dijo que me iba a sorprender, aunque todavía no lo he probado.
(Continuará)
lunes, julio 08, 2019
Tres sombreros de copa
Hacía un calor terrible en Madrid y, mientras paseaba haciendo tiempo para el teatro, vi como en la terraza del café Gijón regaban a los clientes con vapor de agua, como si los fumigaran, mientras un pianista tocaba a Chopin, y un poco más allá, exhausto, entré en el Museo del Romanticismo, que apareció de pronto como un salvavidas, con sus salones sombríos donde Bécquer agoniza en un retrato y Prim sigue montado en su caballo, y me senté en el coqueto jardín con su gran magnolio, sus hortensias, su palmera china, y en aquel oasis pedí un café con hielo y ojeé la prensa desde la que disparaban a Rivera desde todos los frentes acusándole de una cosa y de la contraria, de ser un peligroso derechista y un antipatriota, como si fuera un mono de feria, el malo de la película, y recordé otro pequeño cuadro del museo en que se ve a un hombre en la picota, con saya blanca y un gran capirote juzgado por la Inquisición, que eso sí que es algo muy del país y que seguimos practicando, y al rato, una vez repuesto, fui a ver el nuevo montaje de Tres sombreros de copa, la obra que Mihura escribió muy joven, en los años 30, pero que no se estrenó hasta mucho después, en los 50, y que tiene la frescura de un texto en estado de gracia, escrito con una imaginación desbocada y toques de absurdo, algo con lo que se adelantó a su tiempo, no en vano Ionesco la vio en Paris y se entusiasmó; una obra que refleja muy bien la oposición entre el día y la noche: entre el tiempo de lo obligatorio, lo laborioso, lo formal, y el de la libertad que nace cuando todo eso duerme; los dos mundos por los que transitamos en la vida: aquel en que seguimos nuestros deseos, donde no calculamos y nos dejamos llevar, frente al de la fría razón que modera las pasiones, nos hace productivos y obedientes, y con la que tratamos de entender y ordenar el mundo; el tiempo de la fiesta y el de trabajo, el invierno y el verano, lo práctico y lo romántico, lo de fuera y el jardín escondido donde refugiarse. En algún momento tuvimos la felicidad al alcance de la mano, viene a decir Mihura en Tres sombreros de copa, y no nos atrevimos a tomarla.
lunes, julio 01, 2019
Revolución en el jardín (II)
Basta echar un vistazo a su obra para ver que Ibargüengoitia no es un peligroso izquierdista que pueda preocupar a la CIA. En realidad, sí que es un escritor muy peligroso, pero frente a la estupidez y la solemnidad y nada mejor para demostrarlo que ese breve libro, al que he vuelto por suerte, titulado “Revolución en el jardín”, en el que cuenta su viaje en 1.964 a una Cuba en la que acababa de triunfar la revolución, para recoger un premio literario concedido por Casa de las Américas. Se trata de un texto de apenas 30 páginas, escrito en un momento en que la mayoría -por no decir todos- los escritores e intelectuales de América -y de Europa- están embelesados con Cuba: la isla es gran esperanza del socialismo, el modelo a seguir. Desde la Universidad, el barrio latino y la inteligentsia de medio mundo se le admira. Nadie en su sano juicio, salvo que se trate de un peligroso reaccionario, se atrevería a deslizar una crítica a los barbudos que están desafiando al imperio.
Pero nuestro hombre está allí dispuesto a contar lo que ve.
El texto comienza con Ibargüengoitia dando cuenta de su último día en La Habana; una jornada que pasó en la cama "bebiendo Bacardí y leyendo a Valle Inclán" (una declaración de principios) y perdiéndose, según dice, “el único acto importante que ocurrió en la ciudad durante su estancia: el desfile de Carnaval”. Su viaje había comenzado 15 días antes, cuando tras varios incidentes burocráticos en el aeropuerto, donde nadie acudió a recibirle, llega al hotel Habana Libre. Cerca de la recepción, cuenta, “había muchos intelectuales discutiendo el porvenir de la humanidad, tratando de decidir a qué cabaret iban o esperando a una señora que había ido al baño”. Un botones viejo, apunta, llevaba, “una chaqueta llena de alamares luidos”, algo que el diccionario no logra traducir.
Por la mañana, la mesera le pregunta que quiere desayunar. “Huevos jamón y café con leche”, contesta sin vacilar Ibargüengoitia, que el día anterior no había comido casi nada. Algo inútil, señala, “pues no había huevos, ni café, ni jamón y leche solo para lactantes”. Por sus paseos por La Habana ya comprobará que no hay nada, y que los comercios están siempre vacíos, hasta el punto “que cuesta distinguir entre los abarrotes, las cervecerías y los cafés”. Pero si hay algo que no está racionado, señala, son las imágenes de santos. “En La Habana puede uno comprar Sagrados corazones de todos los tamaños”.
Pronto conoce a los tres jurados que han premiado su libro, entre los que se encuentra el italiano Italo Calvino, junto a varios escritores más que ya habían convivido un par de semanas entre ello. “Se admiraban y se querían como suelen hacerlo las personas que no se conocen bien”, apunta lúcidamente. Cuando en la Casa de las Américas se enteran de la habitación que ocupa, en uan de las primeras plantas del hotel, se quedan horrorizados y le cambian de inmediato a una en el piso 22: una habitación “a la altura de su talento” (de invitado del gobierno). “Nunca he visto un sistema de castas tan perfectamente organizado como el Habana Libre”, escribe, detallando la ubicación de los distintos colectivos y personajes invitados en el hotel, distribuidos según su importancia.
Ibargüengoitia es un gran retratista. Al hablar del chofer que va a llevarle, a cuenta del gobierno, a recorrer la Isla junto a un grupo de intelectuales, lo presenta como alguien “flaco, pelirrojo, narigón, con ojos claros y la piel más arrugada que he visto: cuando se reía parecía que iban a caérsele las orejas”. En cuanto al coche, se trata de un modelo que “era tan largo que nunca llegué la punta para averiguar la marca”.
La visita a una fábrica de refrigeradores, que se muestra como un hito de los progresos de la revolución, es desternillante. No sabría bien qué destacar, como no sea la conclusión a la que llega un compañero de viaje que le señala en privado: “no está mal la fábrica. Lo malo es que los que compran refrigeradores ya no están en Cuba sino en Florida comprando refrigeradores americanos.”
Un día, después de la visita a Playa Girón, Ibargüengoitia comete la torpeza de decir que sería interesante escribir un libro sobre la reforma agraria, comparando la de Cuba y Méjico. Al día siguiente, “cuando estaba comiendo cangrejos de moro me dieron la noticia: acaba pronto porque a las tres tiene cita con el viceministro de salud pública. La comida, dice, "se echó a perder". Recibido por el viceministro, éste le invita a preguntarle lo que quiera. Ibargüengoitia no recuerda la pregunta, pero sí la respuesta del vice: "¿nomas eso quiere saber?" "Luego habló durante dos horas, me mostró diapositivas me explicó con claridad lo que no me interesaba y se despidió".
¿Cómo alguien puede pensar que la CIA tuviera interés en matar a este tipo y no en difundir sus escritos?, se pregunta uno al terminar de leer esta joya, más brillante todavía en el desierto. Lástima que aquel avión terminara chocando contra el suelo. Y es que la estupidez, contra lo que mucha gente incauta piensa todavía, está muy repartida.
jueves, junio 27, 2019
Revolución en el jardín
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El escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia |
Perilli es un escritor italiano que vive en México y escribe también en español. Me recuerda a Tabuchi, que se convirtió en un portugués a base de seguir a su admirado Pessoa. Mientras hablamos de México, del inmenso DF, de las colonias donde viven los artistas, recuerdo de pronto a Ibargüengoitia, ese escritor de apellido inacabable, como de chiste vasco, un autor, sin embargo, profundamente mexicano. (Mientras más enojado estoy con este país y más lejos viajo, más mexicano me siento, escribió).
Recuerdo su humor tan fino, literario, demoledor a veces, sus parodias de México revolucionario -y del PRI luego- sus retratos irónicos, inmisericordes, sus artículos ligeros y humorísticos. Fue periodista del Excelsior y de la revista Vuelta. En 1983, un avión de Avianca que le trasladaba a Bogotá, a un congreso cultural, junto a varios escritores hispanoamericanos como el peruano Scorza, o Ángel Rama, o pintores como Jairo Tellez, cayó cuando iba a aterrizar en el aeropuerto de Barajas. Todos murieron. Quizás estaba un poco más allá del mezzo del cammin de la vida -tenía 55 años- pero todavía no era tiempo de morir. Poco antes había escrito: cada año que pasa tengo más libros que escribir, y cada año escribo más lentamente.
El año pasado Ibar –le reduciré el apellido- hubiera cumplido 90 años. El caso es que nos quedamos sin esos libros lentos, lo que es una pena pues estamos faltos de humor inteligente. Y es que no es fácil escribir humor. Enseguida uno puede despeñarse por lo fácil, por lo coyuntural, por lo histriónico. El humor es una forma desplazada de decir cosas serias. De no ir de frente, de jugar al sobreentendido, de hacer metáfora. Quien creyó que todo lo que dije fue en serio es muy cándido, y quien creyó que todo fue una broma, un imbécil, escribió Ibar. Quizás a su humor le cuadre decir que se atrevió a quitar la solemnidad a las cosas, algo muy higiénico. La solemnidad, la impostación, la gravedad, sobre todo en el ámbito de la política, en la universidad (donde se renueva cada día) nos asedia.
Ahora me viene a la cabeza algo que ocurrió tras la triste muerte de Ibar y compañía. Una de las cosas que se dijeron fue que el avión había caído por una bomba que había puesto la CIA, al viajar en él unos peligrosos escritores izquierdistas latinoamericanos. Algo muy halagador para la escritura, sin duda, pues la hace tan importante como para urdir una conspiración internacional dirigida a cargarse a un humorista y dos novelistas no muy leídos camino de un evento cultural (y de sus cócteles). Esto, que da desde luego para una buena novela de humor, lo dijo, entre otros, el chileno Jordorowsky, un escritor, o algo así, chileno y francés (bastante solemne, creo) que todavía anda por ahí. Enseguida me he puesto a mirar, porque el asunto me ha hecho gracia y he recordado la Revolución en el jardín. Prometo seguir.
viernes, mayo 10, 2019
Presentación
Ayer, en la presentación de Diario de Hendaya en la Biblioteca conté la historia de Takashi Sasaki, un hombre que se negó a evacuar su casa tras el desastre nuclear Fukushima de 2011. Sasaki vivía con su madre y su mujer enferma en un pueblo que fue declarado zona devastada, pero alegó que, como lector de Unamuno, sabía distinguir entre biología y biografía, es decir, que más allá de la pura conservación de la vida importa más la historia que construimos. Somos un recorrido, una circunstancia, unas huellas reconocibles. No se puede imponer la biología, podemos decir, a costa de la vida. “La biografía es a la biología”, decía Unamuno, “lo que la geografía a la geología”. Todas las presiones que tuvieron que soportar y cómo vivieron en aquel lugar del que todo el mundo había huido es lo que cuenta Sasaki en un diario que escribió titulado “Fukushima, vivir el desastre”. Sasaki, que murió no hace mucho, fue un hispanista y un gran amante de Unamuno, sobre el que había escrito, pero su principal legado es su sencillo diario, o tal vez el gesto de no dejar su casa, pues a veces un gesto dice más que las palabras. Empeñados en alargar la biología aun a costa de la biografía, Sasaki nos muestra que es la textura y la intensidad de la vida lo importante y que basta con escribir un diario para poder soportar incluso un tsunami.
martes, abril 30, 2019
jueves, abril 25, 2019
Kandinsky
Luis me manda esta foto de Kandinsky en la playa de Hendaya. Tras él, inconfundible, se recorta el cabo de Higuer. Parece el nadador del que hablo en mi Diario de Hendaya, con camiseta de tirantes y slip, el que nadaba dede el espigón hasta las dos gemelas. La arquitecta López de Guereñu ha investigado el viaje de Kandinsky junto a Paul Klee, en 1929, a Pamplona y su paso por Biarritz. Quedan postales y rastros de aquel viaje, en que Kandinsky estaba de vacaciones y Klee no dejó de pintar un solo día. Esa debe ser una gran diferencia. El delicado Klee, con su cientos de cuadros, el que pintó ese Ángel de la Historia que huye despavorido, como si el tiempo no nos llevara a ningun buen sitio. Ese año 1929, me dice Luis, ambos K debieron coincidir en Hendaya con Unamuno. Puede que se miraran al cruzarse. Las magníficas fotos de aquellos años que me voy encontrando casi por casualidad: la del Pen Club de Paris, en que Unamuno aparece en un banquete multitudinario, de etiqueta, con Joyce (con ese ojo tapado de pirata), la de Churchill saludando al bajar a la playa, y ésta tomada por Paul Klee, a la que podría darse la vuelta,como a un cuadro de Kandinsky y sería otra. Podría escibirse una novela con todo ello, si no estuvierámos ya hartos de novelas. Por esos años Djuna Barness entrevistó a Joyce en Paris. Dice que lo encontró flaco y muy cansado. Era el cansancio de un hombre, según ella, que voluntariamente se ha sometido a la creación desmedida. También Rosa Chacel era muy joyceana. Durante mucho tiempo he llevado un cuento suyo muy breve, Balaam, como reserva, en el bolsillo de la mochila cuando bajaba a la playa, hasta que al final lo he leido y me ha encantado. Pasar página.
martes, abril 23, 2019
Historia mínima
Lo vi en un rincón sentado en su banqueta: un tipo acostumbrado a la calle que ya no era joven, cargado de hombros, un zurdo enredado en su guitarra, la atención y la cejilla puestas y me puse a escucharle pues tocaba muy bien, se lanzaba a un aire rápido con algo de andino que le volvía la mirada triste, y le ponía en la boca un gesto de añoranza o de faltarle los dientes y su cabeza torcida miraba hacia arriba, hacia los dedos que subían y bajaban por los trastes, mientras la música parecía no acabar. El sol se había ocultado ya tras el edificio Aurora, de pretensiones neoyorkinas, llegaba el fresco y la gente pasaba junto al guitarrista sin detenerse, ajena a la música premiosa, repetitiva, casi húmeda, como si el músico estuviera escurriendo la guitarra y el sonido chorrease -llorar sería decir demasiado-, hasta que de pronto, cuando menos lo esperaba, terminó, y entonces yo aproveché para preguntarle que estaba tocando, si era argentino, o chileno, o de dónde. Él negó con la cabeza y comenzó a reír como si le hiciera gracia mi pregunta de despistado: “es un pasillo, un pasillo colombiano”, dijo y comenzó a tocar de nuevo una música que tenía algo de vals y de milonga, y yo me acordé entonces de una película argentina, “Historias mínimas”, que transcurre en la Pampa, donde un viejo va en busca de un perro que se le ha escapado que se llama “Malacara”. La película explica que el perro tenía sus razones para irse, como el viejo temía. Eso le hace seguir tras él. Buscando a “Malacara” el viejo llega a un galpón en medio de la nada donde pasan la noche un grupo de trabajadores y allí los muchachos, todo hombres, matan el tiempo rasgueando la guitarra junto a la hoguera; toman, ríen, matean y cantan; se dejan llevar por los tristes aires de la tierra, evocan viejos amores, lamentan largas ausencias; así pasan el rato y se acompañan en la larga noche austral. Pero allí no está el perro. Así que el viejo tras dormir un poco sigue su camino. Todos vamos tras algo que no encontramos o que perdimos. Como este hombre tocando su pasillo entre la gente que pasa sin mirarlo.
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