martes, abril 28, 2015

Ceniza

Arroyo con Bergamín en la plaza de toros de Ronda.
Manuel Arroyo, editor de Turner, ha escrito un libro que dice que no es de memorias, aunque se le parece bastante,  donde hila algunos  recuerdos del pasado, sobre todo de los años 70, cuando la dictadura declinaba, España vivía en blanco y negro,  y él hacía amistad y negocios con un librero de viejo de la calle Preciados que tenía  tesoros en la trastienda, o se echaba a la carretera con Bergamín, escritor furibundo y republicano,  siguiendo al torero gitano Rafael de Paula, del que llegó a ser apoderado y a quien Bergamín dedicó un libro de título esplendido -era especialista en ponerlos, incluso los prestaba- que es “La música callada del toreo”, una música, por cierto,  que ya no se aprecia mucho. El mismo Ordoñez, cuenta Arroyo, tenía celos de que fuera Paula el que hubiera merecido un libro y no él. Un día, comiendo en Madrid, le comentó al editor la desazón que tenía porque de lo que hace un torero no quede nada. El toreo se hace en el instante, y en el instante muere, dijo Ordoñez. Eso le pasaba a Nijinsky, el gran bailarín, replicó uno. Ya, pero ese no se jugaba la vida. Por tres pases con sentimiento, dijo Ordoñez, haciendo el gesto de levantar la  camisa, es por lo que tengo el cuerpo lleno de cicatrices. El libro de Arroyo es un libro sobre la muerte, y por eso va pisando cenizas, pero no un libro lúgubre. De aquella España que recorría siguiendo  a Paula, parando en hostales perdidos para dormir junto al afilado Bergamín, ya no queda nada, o casi.  Viendo esto días una foto de Rato –podía ser de tantos otros-  me he acordado de algo que cuenta Arroyo. La de Rato es una foto en que apenas se le ve por un  pequeño agujero, entre los cartones que han puesto en la ventana de su despacho para evitar que se le grabe. Es la necesidad de husmear, de verlo todo, de gozar con la caída de alguien en primera fila.  Parecido a lo que recuerda Arroyo de la tarde en que Sánchez Mejías se desangraba en la enfermería de Manzanares y la gente del pueblo se encaramaba a mirar por el ventanuco de  la enfermería. ¿Se ha muerto ya? preguntaban cada rato, intentado ver algo. Llanto por Sánchez Mejías, escribió Federico. 
(Pubicado DN 27 abril)

sábado, abril 25, 2015

El testamento de María

Blanca Portillo.

La desgarradura de esta mujer es por la separación del hijo. Una mujer real, se ha dicho, una madre; no la madre de Cristo, subalterna a la divinidad. Ese Cristo, cuyo nombre no se nombra, a quien reprocha que ande siempre entre inadaptados, impostando la voz, haciéndose el importante, de tal forma que, cuando está con sus amigos es como un jarrón lleno de agua estancada, y cuando se queda a solas con ella, poco a poco el agua se va volviendo clara, como recién salida del pozo. No hay para una madre nunca un hijo que hieda. Y así, la obra, vomitada por los registros inauditos de Blanca Portillo, va presentando a una mujer en Efeso, medio secuestrada, que tiene una verdad terrible que quiere contarnos, en la que no ha cabido casi ni una brizna de esperanza, nada la ha convertido, salvo el sueño que sueña a medias con Marta, en el que el hijo muerto -muerto después de los tormentos que por sabidos no podemos creer- sale del agua y abre los ojos, dulcísimo, trayendo las gozosas imágenes del pasado y de la infancia, y es una sábana  blanca que esta otra Blanca abraza, como en una Pietà, y se esfuma enseguida, entre el sueño y la vigilia y la nada, como un Dios.

viernes, abril 24, 2015

Cuando las cosas hablan



Ayer, día del libro, se presentó en Pamplona éste en el que he colaborado haciendo lo posible porque se escuche a una boina, un retal de San Miguel de Aralar,  una mandíbula con flecha de silex y el traje del bobo de Muskilda, el que va danzando por su cuenta. 

martes, abril 21, 2015

La tentación del fracaso

La historia de Rato vuelve a confirmar que la victoria tiene cien padres, pero la derrota es huérfana, y no hace falta sino  ver como su antiguo partido, que estuvo a punto de hacerlo presidente, lejos de poner una red a su caída, le convierte en  una especie de coartada para intentar convencernos  de que se es implacable con los corruptos. Pero la historia de Rato tiene una cara trágica, de personaje brillante que cae desde lo más alto, no en vano la derrota tiene su aura frente al éxito que es siempre insolente, sospechoso, un poco soez y su historia recuerda a la de aquellos triunfadores a quienes una fuerza interior  lleva a  recelar de su éxito  y a dilapidar su logros, como si no los merecieran y necesitaran castigarse, de una forma que desde fuera parece deliberada. Los que al fracasar triunfan, y al revés. La derrota tiene una dignidad, decían los clásicos, que la victoria no conoce.  Tal vez entre nosotros el ejemplo más notable sea Urralburu, que pudiendo ser un líder indiscutible por los servicios prestados, y convertirse en una especie de Arzalluz, con mando a la sombra,  se las apañó para labrase un fracaso definitivo e irrevocable. Teniéndolo todo, siendo un estratega curtido,  lo arrojó por la borda. El caso de Rato sería un escalón más de esta tentación irresistible al fracaso. Quizás en  mucho tiempo no veamos un ministro de economía tan providencial como él, que además parecía el político perfecto, con un punto aristocrático, desapegado, con la ventaja de que, al ser rico de familia, no necesitaba  enriquecerse con la política. Alguien  capaz, después de no ser elegido sucesor de Aznar, de salir fuera y  de presidir el FMI, un puesto a la altura incluso del exigente  Strauss Kahn. Allí dimitió por sorpresa, como si necesitara  volver a casa,  donde se las apañó para ir despeñándose en un tiempo record.  Ni planificándolo bien es facil llegar a tanto. El gran Julio Ramón Ribeyro tituló justamente su autobiografía  “La tentación del fracaso”, para explicar cómo tras un aparente éxito existe a veces una fuerza tenaz, autodestructiva,  que busca  un fracaso en toda regla. 
(Publicado DN 20 abril)

viernes, abril 17, 2015

Reloj sin manecillas

"La muerte es siempre la misma, pero cada hombre muere a su manera". Es la primera frase de este libro, "Reloj sin manecillas", justamente el reloj de aquel para quien el tiempo, en realidad, ya se ha acabado aunque siga aparentemente vivo. Es la última novela de Mc Cullers, soberbia, de una pieza, con palabras que suenan a verdad, que es lo mejor que se puede decir de  un libro.Tal vez no sea lo mejor que escribió -de hecho fue su ultimo empeño novelesco- y puede que en sus ultimos capitulos no sea capaz de mantener el listón, pero vuelvo a empezar de nuevo este libro y sucumbo enseguida a su poder.  Las malas críticas que obtuvo este Reloj sin manecillas disuadieron de volver a escribir una novela  a esta mujer extraña, enfermiza, siempre dolorida, febril. Hay en estas escritoras del sur, como ella y Flanery O'Connor, que tiene una sensibilidad incluso mas acusada, sibilina, casi mística, una presencia de la causa sureña y de los temas que parecen inevitables: la segregación, la negritud, el mundo rural, la guerra de secesión, el rechazo al gobierno de la Unión,  la religión, la violencia contenida, la locura, la sensación de un mundo en  que todo está en vilo,  al borde de un cataclismo, cercano  al estallido. Detrás de este libro está la Biblia y Shakesperae, y el aliento de un gran río que pasa, la luz dorada, los pies desnudos, los olores desde un porche.  Puede que  Reloj sin manecillas no sea el mejor libro de Carson Mac Cullers, pero sí quizas el que levanta un personaje mas completo: el viejo juez brutal y reaccionario, que a la vez nos suscita compasión, enternecido por su nieto Jester, el hijo de un hijo  que se ha suicidado. Ese viejo juez que,  en el primer capitulo,  toma un wiskhey a media mañana, tras el oficio religioso, en la farmacia de Malone, quien le confiesa que tiene una enfermedad en la sangre, ante lo que el viejo Juez protesta, le dice que es imposible, "porque tu Malone, llevas la mejor sangre del estado". Sangre sabia, es uno de los titulos de O'Connor, sangre que corre por las venas, como las palabras de este libro bombeadas desde el corazón.

miércoles, abril 15, 2015

Borgen

Rosa Díez dijo con despecho, tras lo de Andalucía, que lo que le pasaba a UPyD es que era un partido español pensado para Dinamarca, y claro, no hemos sabido estar a la altura. Garicano,  el sabio de  Ciudadanos,  ha dicho por su parte que nuestro objetivo es tratar de ser como los daneses, y no como Venezuela. Está claro que lo danés está de moda, entre otras cosas por la serie Borgen, que retrata la política de aquel país pequeño y bien ordenado y la historia de la primera mujer  que llegó a dirigirlo. Lo danés seria nuestro reverso, el objetivo de un país culto e igualitario, con un alto nivel de vida y una  economía productiva, en el que, para colmo,  todo el mundo es guapo. Un país que nos pone un poco rabiosos, como el empollón de clase.    Pero  lo mejor de Borgen, a mi juicio, es que ofrece una visión realista de la política,  de sus enredos  y sus batallas y de las víctimas  que va dejando por el camino, y de cómo esto se entrecruza con la vida privada. La primera ministra  se cuela en la lista de un hospital, se separa de su marido o tiene problemas con sus hijos y eso salta en seguida a los medios, se convierte en motivo de ataque de los adversarios, afecta a la visión de los ciudadanos y a su voto. La política, salvo en Corea norte,  supone estar siempre bajo los focos,  tener que dar explicaciones por todo, contratacar.  Estar bajo la lupa  es el coste de la política democrática,  donde es difícil guardar secretos y todo es significativo. Deslindar donde poner el límite a ese escrutinio es muy difícil.  Tal vez la prueba de esto sea aquí el caso de López Aguilar -donde, desde luego,  no nos corresponde hacer de jueces- con esa mezcla entre lo que sería íntimo y particular en él, con aquello que el ciudadano tiene derecho a saber. Es una trama digna de Borgen que  un ministro que impulsó una dura legislación contra la violencia machista, a la que se acusó de no ser muy delicada con los derechos del acusado, se vea ahora obligado a probar de su propia medicina. Saber si un político ha sido o no congruente con lo que predica, aquí como en Dinamarca, he ahí lo que de verdad importa.
(Publicado DN 13 abril)

martes, abril 14, 2015

GINKGO



En Pamplona, junto al patinódromo de Antoniutti, o en las cercanías del café vienes en la Taconera, desafiando a un frío que  no termina de dejarnos, el ginkgo biloba ha comenzado brotar. Este árbol notable, cuyas pequeñas hojas recién salidas son como un abanico hendido, dicen que  ya existía en el jurásico y que llegó a convivir con los dinosaurios. Procedente de China, el ginkgo llegó a Japón junto con el budismo y es un árbol común en los apacibles aledaños de esos templos que aman el follaje, las piedras y el estanque. Llamado arbre des pagodes y temple tree, fue Linneo quien lo llamó "ginkgo  biloba", por el doble lóbulo de su hoja, en su célebre clasificación de las plantas de 1771. Lo cierto es que este árbol  es ya común en las ciudades debido a una de sus principales características: su extraordinaria resistencia. Se puede ver amarillear este árbol en Tokyo y en Nueva York, entre rascacielos, pues la contaminación y el veneno letal de la gran urbe no le inmutan. En el mismo Japón, al parecer, se cuenta  que todavía no se ha visto morir a un Ginkgo de muerte natural, si es que alguna muerte lo es. De hecho, allí subsiste un ejemplar de Hiroshima que resistió la explosión de la bomba atómica. En la primavera siguiente a  ese fatal 6 de agosto de 1945, ese joven ginkgo que adornaba un templo que quedo arrasado, volvió a brotar como si tal cosa. De muchos Ginkgos se cuentan proezas portentosas, y su gran fortaleza, su aparente inmortalidad, casi, han hecho que sus raíces y hojas se utilicen desde antiguo con fines curativos. La farmacopea china, que junto a la medicina de ese pueblo nos sorprende por la aparente modestia de su arsenal terapéutico y con la paradoja de la longevidad de sus gentes, emplea el ginkgo para problemas circulatorios, respiratorios y otros. Un poco más acá, en el ilustrado occidente, la ciencia estudia sus principios activos que parecen desafiar la ley de la entropía. Ya hace tiempo, por lo demás, el ilustre Goethe dedicó al ginkgo un poema en el que abordó el tema del uno y del doble -que tan grato sería, por cierto, años después a Borges- basándose en el doble lóbulo de su hoja que es a la vez una y dos cosas.
(Publicado 2004)

sábado, abril 11, 2015

Garza


Pasó una gran garza por  el cielo, batiendo lentamente sus alas, y fue a parar frente a la presa del Irati, junto a las pasarelas, por donde todavía, después de las riadas de este invierno,  baja el agua con fuerza, limpia y rápida, sorteando los grandes troncos varados en la corriente, y se puso a mirar la lámina verdosa del río a la espera de algún bocado, inmóvil, hasta que de vez en cuando volvía su cuello y miraba de soslayo como si esperase a alguien.  En una isleta cercana  había florecido un arbolillo, vestido de pronto de un blanco refulgente, y el día compuso de pronto un paisaje japonés, como si el monte Fuji apareciese en el horizonte o el portentoso paisaje de los cerezos en flor que rodean al   castillo de Himeji, también llamado  de la garza blanca, que estos días visitan los niños y luego pintan en sus cuadernos junto a la cuidado caligrafía de los kanji, apareciera con sus tejados blancos y achinados, junto a la imagen de una garza o una grulla, que son animales de buena suerte.  Recuerdo que mi amigo R., que hacía figuras de origami, ese arte japonés de plegar el papel de arroz, lograba hacer una grullas con gran  esfuerzo, pues este arte requiere gran precisión, y mientras manipulaba el papel con cuidado, como una bomba, me contó que si uno hace mil grullas se cumple cualquier deseo, pasa lo mismo  que al tirar una moneda al agua, por ejemplo, o soplar una llama, como si los deseos se alcanzaran siempre  por caminos oblicuos  y uno de ellos fuera  lograr  las mil grullas del origami. Se cuenta que una niña de Hiroshima que sufrió leucemia después de aquel terrible bombardeo, intentó llegar a mil pero murió cuando había plegado 644,  Sasiki, se llamaba, es una historia triste y a la vez de esperanza,  propia de este día de fiesta y de sol  en el que la gente desfila  junto al río, como si llevara una ofrenda,  y todo el paisaje está en trance de resucitar, cosa que según un viejo relato sucederá en unas horas, y miran a  la garza con la boca abierta, cuando grita de pronto y eleva el vuelo, inclinada, batiendo sus alas muy despacio.   (Publicado DN 6 abril)




miércoles, abril 01, 2015

Avión

4U 9525 Barcelona

150 personas, como nos han contado con detalle desde hace días, murieron en el avión que Andrea Lubitz  estrelló a posta contra las montañas de los Alpes, en un estúpido y cruel acto suicida convertido en  carnicería, del que ya sabemos casi todo, incluida la lista de todos los que viajaban en el avión:  ejecutivos que iban a una feria de alimentación, periodistas deportivos que habían visto el Barça Madrid, esos 16 chicos ¡ay!  de intercambio que no llegaron a casa, un navarro de Delphi, una pareja marroquí de recién casados, un barítono y una contralto que habían actuado en  Barcelona. Ninguno de ellos, por desgracia, perdió el vuelo ni  tuvo una apendicitis, todos encontraron su hora final  en ese día, de la multitud de senderos que se bifurcan  fueron por este, en el que se toparon  con la firme decisión de Lubitz de inmolarse con aquello que al parecer más amaba: los aviones,  cuando una vez solo en la cabina, dirigió  alevosamente el morro del avión hacia la tierra sabiendo lo que hacía.  Nada diferencia, en realidad,  a este Lubitz del resto de pasajeros, su nombre podía haber aparecido con los demás en la lista; era en apariencia un muchacho deportista y sociable, no se trataba de un exaltado que daba gritos sediento de venganza,  ni un desheredado maltratado por la fortuna, ni el juguete de una ideología perversa sino alguien como los demás que, a pesar de haber conseguido lo que quería,  tenía tendencia a la depresión -nada nuevo- y al que ahora tratamos de diagnosticar algo severo que justifique su conducta inhumana, porque eso nos tranquilizaría,  alguien  del que apenas sabemos nada, como de uno de esos criminales que  cuando  es detenido sus vecinos cuentan que era un tipo educado que sacaba la basura a su hora, un hombre intachable que tenía una decena de  cadáveres enterrados en el  jardín. Este Lubitz era uno de ellos, alguien con una cara oculta, preso de un odio que no comprendemos, capaz del  mal sin sentido al que a veces se entregan los humanos, la prueba de que en ocasiones el monstruo viaja junto a nosotros, imposible de detectar.  
(Publicado DN 30 marzo)