miércoles, abril 01, 2015

Avión

4U 9525 Barcelona

150 personas, como nos han contado con detalle desde hace días, murieron en el avión que Andrea Lubitz  estrelló a posta contra las montañas de los Alpes, en un estúpido y cruel acto suicida convertido en  carnicería, del que ya sabemos casi todo, incluida la lista de todos los que viajaban en el avión:  ejecutivos que iban a una feria de alimentación, periodistas deportivos que habían visto el Barça Madrid, esos 16 chicos ¡ay!  de intercambio que no llegaron a casa, un navarro de Delphi, una pareja marroquí de recién casados, un barítono y una contralto que habían actuado en  Barcelona. Ninguno de ellos, por desgracia, perdió el vuelo ni  tuvo una apendicitis, todos encontraron su hora final  en ese día, de la multitud de senderos que se bifurcan  fueron por este, en el que se toparon  con la firme decisión de Lubitz de inmolarse con aquello que al parecer más amaba: los aviones,  cuando una vez solo en la cabina, dirigió  alevosamente el morro del avión hacia la tierra sabiendo lo que hacía.  Nada diferencia, en realidad,  a este Lubitz del resto de pasajeros, su nombre podía haber aparecido con los demás en la lista; era en apariencia un muchacho deportista y sociable, no se trataba de un exaltado que daba gritos sediento de venganza,  ni un desheredado maltratado por la fortuna, ni el juguete de una ideología perversa sino alguien como los demás que, a pesar de haber conseguido lo que quería,  tenía tendencia a la depresión -nada nuevo- y al que ahora tratamos de diagnosticar algo severo que justifique su conducta inhumana, porque eso nos tranquilizaría,  alguien  del que apenas sabemos nada, como de uno de esos criminales que  cuando  es detenido sus vecinos cuentan que era un tipo educado que sacaba la basura a su hora, un hombre intachable que tenía una decena de  cadáveres enterrados en el  jardín. Este Lubitz era uno de ellos, alguien con una cara oculta, preso de un odio que no comprendemos, capaz del  mal sin sentido al que a veces se entregan los humanos, la prueba de que en ocasiones el monstruo viaja junto a nosotros, imposible de detectar.  
(Publicado DN 30 marzo)

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