sábado, abril 25, 2015

El testamento de María

Blanca Portillo.

La desgarradura de esta mujer es por la separación del hijo. Una mujer real, se ha dicho, una madre; no la madre de Cristo, subalterna a la divinidad. Ese Cristo, cuyo nombre no se nombra, a quien reprocha que ande siempre entre inadaptados, impostando la voz, haciéndose el importante, de tal forma que, cuando está con sus amigos es como un jarrón lleno de agua estancada, y cuando se queda a solas con ella, poco a poco el agua se va volviendo clara, como recién salida del pozo. No hay para una madre nunca un hijo que hieda. Y así, la obra, vomitada por los registros inauditos de Blanca Portillo, va presentando a una mujer en Efeso, medio secuestrada, que tiene una verdad terrible que quiere contarnos, en la que no ha cabido casi ni una brizna de esperanza, nada la ha convertido, salvo el sueño que sueña a medias con Marta, en el que el hijo muerto -muerto después de los tormentos que por sabidos no podemos creer- sale del agua y abre los ojos, dulcísimo, trayendo las gozosas imágenes del pasado y de la infancia, y es una sábana  blanca que esta otra Blanca abraza, como en una Pietà, y se esfuma enseguida, entre el sueño y la vigilia y la nada, como un Dios.

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