miércoles, marzo 01, 2006

Ana Frank


El taller de teatro del Instituto Navarro Villoslada ha estrenado (ya van 25 años de estrenos), una conmovedora versión del Diario de Ana Frank. Cuando Ana fue sacada de su escondrijo por los nazis y llevada a Aushwitz, de donde no volvería, tenía la misma edad que estos actores, que estos chicos y chicas que representan el pequeño mundo en que Anna tuvo que encerrar su adolescencia. Esta coincidencia da la obra una especial emoción, como si hiciera más patente la injusticia y la brutalidad de esa persecución, e hiciera de pronto real la existencia de una niña judía que anotó en el diario la llegada de su primera regla, un primer beso, la rivalidad con su madre, la fiesta de Januka. Las palabras de esta obra tienen una extraña potencia, como si no dejáramos que Ana muriese del todo recuperando sus recuerdos más íntimos. Lo más intimo es a la vez lo más común, lo que nos define, lo que nos interesa más. Nada es más importante que las pequeñas trivialidades, la vida ordinaria. Pero toda esta pequeña vida de Ana, común, intercambiable, cobra de pronto una luz propia a la luz de su muerte, porque hay veces que la muerte nos dota de argumento. Es su destino lo que hace de su libro un libro sagrado, imperecedero. Esta niña no debió morir. No hizo nada. No había culpa en ella. Eso nos desasosiega. Vemos una niña, una Antígona, frente a la brutalidad de las armas y de la ley inicua y en la oscura platea nos cae por fin una lágrima largo tiempo retenida. Una vida no es una cifra estadística, un número, una losa que va criando musgo. Una vida no sabemos bien que es, pero tiene más que ver con las palabras escritas en un diario, donde palpitan afanes, deseos y desengaños que con cualquier otra cosa. Pasan los años y recordamos a Ana no por su talento o sus méritos, sino por lo que representa, por lo que convoca y lo que denuncia, porque nos habla mejor que cualquiera tratado de la naturaleza del totalitarismo y de la potencia del mal. Ana, como cualquier otra víctima inocente, no es un héroe a quien rendimos honor y fidelidad por sus hazañas. Es un testigo y un trozo de memoria. Hay memoria de Aushwitz, del Gulag, porque hay víctimas que lo han contado. El tiempo, los intereses, la comodidad, siempre conspiran contra la memoria viva de los ofendidos. Leo que en algunos países se insiste públicamente en que el holocausto no existió. Pero en un diario abandonado en su celda, una niña insiste en contar que está olvidando el olor de la hierba. Memoria de las victimas. He ahí la verdad que vuelve a salir a escena. Enhorabuena, muchachos.
(Publicado en Diario Navarra 20 - II- 06)

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