domingo, enero 31, 2021

El Cid


Tuve la suerte de poder ver a José Luis Gómez -en estos días de pandemia fue como llegar a un oasis- en el museo de la UNAV con su versión del Mio Cid, una figura que está de moda por la novela de Pérez Reverte, pero que en el escenario, con este viejo actor de 80 años, apenas acompañado de una música que subraya las acciones, resulta otra cosa, asciende a mi juicio a otros lugares. Es poesía en acto, experiencia de lenguaje, viaje a nuestro interior, rebelión política.   Gómez recita el poema en un su castellano original, primitivo, que permite entender de donde viene el que ahora hablamos, como si viajáramos al siglo XI. Es una lengua que balbucea, en potencia, de arqueólogo, con sonidos que ya no existen entre nosotros. Es un reto recitar algo así ante el público, pero Gómez lo vence, incluso se da el lujo de recitar también en alemán para que percibamos el sonido de los idiomas. Eso que son más allá del significado y que tiene que ver con el puro fonema, con el ritmo, con los silencios, con los silbidos. Con las primeras palabras. El lenguaje es la sangre de nuestro espíritu y aquí la vemos brotar. No en vano el Mio Cid, como casi toda la literatura durante siglos, es para ser cantado y oído. Es de la estirpe de la Ilíada, que se va haciendo por un rapsoda en cada sitio. Es este canto del Cid, además, parte de nuestro imaginario, dice Gómez, cuando interrumpe el poema y cuenta que de niño jugó al ser el Cid con espada de madera, pero que ahora las palabras del cantar le están lloviendo encima, se le metan bajo los pies, le bailan por dentro. El niño que fue se conmueve ahora, a los 80, por el encuentro con las palabras de nuestros abuelos. Por la experiencia de una lengua interiorizada en la que resuenan, dice, todas las lenguas del país: el galaico, el valenciano, el aragonés, ecos del vasco. En este texto resuena nuestra casa, nuestra tierra, dice, llevado a una sensación de pertenencia, de estar enraizado, de pertenecer, como aquel juglar, todavía, a la tortuosa tierra del Cid. 

miércoles, enero 27, 2021

Correspondencia


Correspondencia de 1967 a 1972 entre don Américo Castro y Jiménez Lozano, publicada impecablemente por Trotta. Una joya. Es como abandonar este confinamiento light y salir de excursión a aquellos años, a aquellas disyuntivas. Lozano, un cristiano abierto y culto, y don Américo, un agnóstico en trance de volver  España desde la Jolla, ya mayor, dedicado a una obra a su vez dedicada a lograr la convivencia entre españoles. Que lejos de nosotros vemos ese empeño por entendernos, por subrayar la importancia de la peculiar forma en que estuvo compuesta la población española entre judíos, moros y cristianos y las consecuencias que eso tuvo al imponerse unos sobre los demás. El Vaticano II, el despertar del año 69 con huelgas en todas partes, el retiro de Lozano en el pequeño pueblo castellano de Alcazaren, en busca de  una vida que deje espacio a lo espiritual, las lecturas y preocupaciones del momento: el jansenismo, los conversos, Cervantes, el anticlericalismo español, la difícil convivencia en nuestro pais, la necesidad del humanismo, asuntos que nos alcanzan hasta hoy. Que nos alcanzan de lleno.  Que bien se leen estas cartas como fragmentos de algo mayor, como la cúspide de un iceberg.  Que delicia llos pequeños detalles. Cuando me escriba, le dice Lozano a Américo, basta que ponga mi nombre y Alcanzaren, sin más datos. En el pueblo todo el mundo me conoce. 

martes, enero 26, 2021

Amanece


Vi un pequeño resplandor en mi ventana y cuando me levanté comprobé que el amanecer estaba pintando de violeta el cielo que de pronto era púrpura y luego grisáceo, a franjas,  como un cuadro expresionista, y debajo de esos manchones caprichosos, que dejaban colas sobre el cielo como si hubiera pasado un cometa, había una línea de rojizo sangrante, como si el firmamento estuviera de parto y el sol tratara de abrirse paso y allí sentado en la cama, silencioso, vi como todo aquello brillaba un segundo y luego iba poco a poco deshaciéndose, empalideciendo, difuminándose,  vencido por el color pardo de las nubes panzudas que parecía tener volumen y amenazaban con  desplomarse sobre la tierra de un momento a otro.  No es el primer amanecer de enero así, me dije, no es el primer día de estos meses tan extraños en que el amanecer parece el anuncio de algo y se presenta como  un regalo inusitado, una inyección de fuerza y de belleza para comenzar el día,  como si el día por delante fuera  un regalo envuelto en papel de colores que mantiene todavía su ilusión oculta, sus horas por jugar en las que nada está escrito, un regalo que cuando uno trata de abrirlo sin rasgar el papel y no sabe todavía lo que oculta mantiene su máximo encanto, como si estuviera ante un velo sagrado que mantiene al tesoro libre de miradas;  no hay belleza sin secreto, no haya tiempo verdadero sin enigma, sin la necesidad  de ir detrás de algo que se escapa, que nunca se alcanza, que cuando está a punto de tocarse con los dedos ya no está allí, como el propio amanecer de este día de invierno sobre los árboles desnudos y los montes recortados que anuncian la jornada que todavía está por decidir, como el cielo recién estrenado sobre una ciudad tan callada que parece haber recibido una mala noticia, inmóvil todavía, desperezándose, saliendo a duras penas del toque de queda, alumbrada por los fucsias celestes, por los púrpuras profundos que alumbran en  el cielo un par de minutos y luego se esfuman entre la grúas lejanas en las que la luna ha ido columpiándose toda la noche, de una otra, como un borracho incorregible que no quiere entrar en casa.

 

martes, enero 12, 2021

Las Ratas

Conforme se acerca el fin de año los periódicos sacan listas de las películas, las series y desde luego los libros mejores del año, aquellos que uno no puede perderse, en general operaciones comerciales, promoción de autores de moda,  pero este ha sido un año en que gracias a la peste hemos vuelto a grandes libros que esperaban su momento, y así  Vargas Llosa, por ejemplo,  se ha enfrentado a los 42 tomos de los episodios nacionales de Galdós, y Trapiello a las 2.000 páginas  de Guerra y paz de Tolstói, según cuentan. Por mi parte, esta Navidad he leído “Las ratas”, de Delibes, retrato de un pueblo de Castilla en los años 60, justo cuando todo iba a cambiar para siempre, donde vive el Nini, un niño curioso y clarividente, amigo de los pájaros y las alimañas, que malvive en una cueva, casi en la indigencia, habla con los viejos y predice la nieve y la granizada. La vida en el pueblo es muy sobria y desolada, como le cuadra a esta Navidad sin los excesos de otros años,  y leyendo las historias  del Nini y del pueblo, del páramo interminable con sus tesos y cárcavas,  donde el padre del niño caza ratas para comerlas y la gente apenas saca nada de la tierra,  se comprueba que el libro es como una botella con un mensaje dentro de un pasado que ya no existe,  que ya tenemos poco que ver con lo que se cuenta en la novela, hemos mutado, no nos reconocemos: no existe ya ese lugar donde la gente se reúne para la matanza del cerdo, que el Nini abre  en canal  mientras los hombres  beben aguardiente, esperando la prueba. Cuanto hemos mejorado desde entonces, sin duda, pero a la vez cuanto hemos perdido. Es como si el mundo de hoy, tecnificado y global, lleno de objetos sofisticados y efímeros tras los que corremos, hubiera perdido la gracia y la proporción. Hemos robado el fuego de los dioses y el progreso nos ha traído bienestar, pero también la amenaza al planeta, el desquiciamiento y la infelicidad. Todo tiene su opuesto. Todo va muy deprisa, pero nadie sabe en realidad adónde vamos. Y aquí estamos: refugiados en casa, pendientes de una curva o una vacuna, con más miedo que en aquel pueblo remoto acostumbrado a todas las plagas.

lunes, diciembre 07, 2020

El Tiempo sublime.

   La fiesta en Byung-Chul Han

 

Antes del encierro. Pamplona.

  
 En la segunda edición de su libro “La sociedad del cansancio”, publicada este año 2020, Byung-Chul Han añade un capítulo titulado “El tiempo sublime”, donde habla de la fiesta. Es como si a lo dicho en ese libro, en el que ha planteado su tesis sobre el exceso de positividad de nuestra época, regida por el imperativo del rendimiento, donde el exceso de trabajo y la auto explotación hace innecesaria la coerción externa, hasta el punto, dice, que el explotador y el explotado coinciden, víctima y verdugo ya no pueden diferenciarse, Han quisiera añadir algo más, algo que lograra expresar el carácter de este tiempo en que vivimos: un tiempo plano, sin énfasis, un tiempo entre el aburrimiento y la laboriosidad, sin sentido en realidad, un tiempo sin fiesta.
    Así que el asunto de la fiesta sería el punto de capitón, el corolario que vendría a completar lo dicho por Han. Lo dicho se resumiría, pues, en la imposibilidad actual de la fiesta, una auténtica ruptura con uno de los rasgos que nos hacía humanos: la capacidad de cesar el tiempo ordinario, la facultad de celebrar, de entrar en un nuevo tiempo que lo trastoca todo, que interrumpe drásticamente el transcurso de los días y el trabajo e introduce al sujeto en un tiempo distinto, incluso en un no-tiempo, podemos decir, no en vano dice Han que en la fiesta se ha eliminado casi el tiempo, que el tiempo en ella es imperecedero. 
    Todo lo cual me ha llevado de inmediato a recordar la concepción de la Fiesta como ámbito y lugar de lo sagrado que debemos a Roger Caillois. A la imposibilidad que vino a explicarnos de entrar ya en un tiempo sagrado, pues el mundo se ha vuelto profano. 
    Esta equiparación de la fiesta y lo sagrado la explicita muy bien Caillois -un escritor que merece la pena, con muchos vínculos además con Hispanoamérica- en su libro “El hombre y lo sagrado”, texto espléndido y conciso, con deudas a otros autores. 
    “Es una gloria para Durkheim”, escribe Caillois, “haber explicado fiesta frente a los días de trabajo por la distinción entre lo sagrado y lo profano”. Para Caillois, así, la fiesta es el ámbito de lo sagrado. Lo profanos es la inercia acomodaticia del día a día. Lo sagrado es la fiesta, lo profano el día de labor. La fiesta consiste en transgresión y exceso, desgaste y dispendio. Lo contario del cuidado habitual. La fiesta huye de la normalidad, rompe el discurrir del tiempo y pone en riesgo la vida. La atmósfera sacrificial es la de la fiesta, dice. Lo sagrado, explica, es aquello a lo que uno no puede aproximarse sin morir. La dialéctica de la fiesta duplica y reproduce la del sacrificio. 
    Con todo ello se refiere sin duda a la antigua fiesta hoy casi perdida; la fiesta ancestral que ha ido decayendo hasta casi desaparecer y cuyos restos todavía podemos encontrar, más o menos reconocibles, en algunas fiestas que subsisten, degradadas, cómo sería el caso de los sanfermines, por lo que hace unos años dediqué un libro a este residuo de la fiesta bajo el título: Fin de fiesta. Crónica de una muerte del encierro, donde hablaba de cómo este rito del encierro en los sanfermines -lleno de riesgo y gozo de salir vivo-, conserva los rasgos de la vieja fiesta, participa de ella y puede que exprese mejor que ninguna otra cosa, como un resto de cerámica que permite recomponer un vaso completo, lo que era la fiesta.
    Por eso, en las fiestas más auténticas que todavía subsisten a duras penas, en las francachelas y carnavales, en las ceremonias y días grandes del ámbito rural, se contienen rastros de la antigua fiesta visibles en su forma de dilapidar tiempo y recursos, desterrar los horarios y obligaciones, poner todo patas arriba, permitir el exceso en comida y bebida, entregarse a la embriaguez y la desinhibición, incluso jugarse la propia vida, para volver luego a la vida ordinaria.
    Así, la fiesta auténtica que se vislumbra tras estos restos sería siempre exceso y sacrificio, paroxismo que purifica y renueva la sociedad, hasta el punto, dice Caillois, que en sociedades más primitivas, cuando las fiestas han cesado bajo la influencia de la colonización, la sociedad perdido su lazo de unión disgregándose.
    Esta concepción original de la fiesta  contiene la idea de que es el tiempo del día a día, con sus obligaciones y labores, lo que extenúa, lo que hace envejecer, lo que encamina inexorable hacia la muerte, lo que desgasta. Frente a ello, la vieja fiesta tenía la labor terapéutica de agotar lo que hay, lo viejo, y renovar de nuevo el mundo y el tiempo. Se trta de renacer. Simbólicamente cada año, como en la naturaleza, había que renovar la vida, inaugurar un nuevo ciclo, volver a empezar. Para eso estaba la fiesta, como una actividad no productiva ni al servicio de nada, a veces destructiva e incontrolable, dionisiaca, pero cargada de sentido.
    ¿Es posible una festividad hoy en día? se pregunta también Han. Desde luego hay fiestas, dice, pero no son festividad en sentido propio. Son meros eventos o espectáculos. No tienen nada que ver con el carácter de celebración y la temporalidad especial de la fiesta. Ninguna relación con su antiguo vínculo con la belleza y el arte. Cita a Nietzsche, para quien el arte original era el arte de las fiestas. Con los griegos, explica, uno se preparaba y vestía para la fiesta, y allí los hombres mortales querían parecerse a los dioses. El arte original, señala, es manifestación de la fiesta, testimonio de aquellos momentos dichosos de una cultura en los que se cancelaba el tiempo habitual, monumentos de un tiempo sublime. Eran manifestación de la vida intensa, sobrexcedente, rebosante. Las obras de arte sólo existían dentro de los actos de culto. Pero en el mundo actual se ha perdido todo lo divino y festivo, se lamenta Han, nos dice en este último capítulo añadido, como una apostilla.
    A veces es la mañana festiva la que me viene mi memoria, límpida, luminosa, donde soy un niño lleno de asombro y el día parece el primero del mundo.

viernes, diciembre 04, 2020

Cafe Iruña

El poeta Eloy Sánchez Rosillo llegó a Pamplona y se sentó en la terraza del café Iruña. Lo cuenta en su último libro “La rama verde”. Rosillo es un poeta profundo que escribe con palabras sencillas. Lo suyo no son fuegos de artificio. En sus versos habla de una pared con sol, de las manos dulcísimas de la madre, del viento de la edad, de la visita de un gorrión a su jardín que mueve la cabeza para mirarle. Es un poeta murciano, de la huerta y sus olores, que mira al mar y luego al cielo por el que pasa una gaviota. Como tiene ya unos años hace balance. A mi amigo R, a quien también le gusta mucho, le parece que su poesía es celebratoria de la vida, y que transmite el asombro y la felicidad ante lo que hay, lo que es una gran muestra de sabiduría. Yo creo que Rosillo medita, si bien a su manera, porque no hay manera para meditar, y luego lo cuenta y por eso habla de entrar en el silencio y dice que el fondo de las cosas está a la vista, en lo inmediato. Rosillo pasó por Pamplona un 24 de abril, él lo precisa, y se sentó en el Iruña con una cerveza. Antes había paseado por la ciudad y aparte de las muchachas que vio, resurgidas del invierno, dice, y de hombres con grandes boinas étnicas, dice, le gustó ver las filas de castaños en plena floración. Ahora está en la plaza del Castillo, un recinto inmenso y recatado, donde no pasa nada. Disfruta del sol y de la cerveza, y sigue atento. Se diría que dentro del poema está escribiendo otro, como en un juego de espejos. Quizás aquel en que se recuerda como un adolescente, una lejana y plomiza tarde de verano en que solo se oía a las cigarras. Sin embargo, aquel fue un momento crucial, escribe, en el que de pronto, medio amodorrado por la siesta, le vinieron nítidos recuerdos del pasado y vislumbró también algo del futuro, como si fuera un instante más allá del tiempo, hasta que volvió en sí. Ahora tengo 70 años y ha pasado la vida, escribe mentalmente en el Iruña, apurando la cerveza, y siente un dolor en la espalda que le hace cambiar de postura, pero no le amilana. Lo importante es vivir, aunque vivir nos duela, dice, estar vivos del todo mientras dure la vida.

viernes, noviembre 20, 2020

CAM


  
 
La parte de la izquierda que ya se bajó del coche oficial está justamente escandalizada con este gobierno de Sánchez, que sigue un hilo conductor muy reconocible, desde la tesis doctoral hasta el grosero intento de quitarse a los jueces del medio. Pero dentro del partido nadie chista. O casi. Entre los detractores ilustres destaca Cesar Antonio Molina, CAM, fino poeta, ex ministro de Zapatero, ex director del Cervantes, además de notable articulista que acaba de publicar un demoledor “yo acuso” contra este gobierno -no es la primera vez- haciéndole grandes reproches, sin duda justos, desde el desprecio a la verdad o su utilización de la guerra civil, hasta su indecencia con Bildu.  Sin embargo, hasta ahora la crítica es algo inútil, porque al otro lado no hay nadie.  Están en otra cosa. Cuando se reprocha algo es porque se espera que el otro atienda a razones y vuelva al buen camino, para hacerle ver que no puede decir hoy frío y mañana caliente sin cambiar de cara, o sin que por lo menos se sonroje y prometa no volver a las andadas.  Para que conteste con razones.  Nada de esto ha ocurrido con este gobierno, al cual es imposible avergonzar de nada, todo le trae al pairo y debe jugar en otra liga, en un mundo de apariencias y mensajes calculados, y aunque se le coja en falta no se inmuta porque está más allá de los argumentos y, lo que es peor,  de los hechos, si estos le estropean la propaganda. Es un gobierno que cuando llevábamos un número insoportable de muertos se jactaba de haber salvado miles de vidas. Criticarlo es como comunicarse con un ciego mediante el sistema de banderas, ha escrito Félix Ovejero, tal vez el pensador más brillante de una izquierda racional y cosmopolita, una izquierda que ya pasó a mejor vida.  Ante un gobierno así, ha dicho Ovejero, es inútil seguir escribiendo artículos llenos de quejas y lamentos y llamadas a la cordura. No cabe hacerle ese honor del reproche, dice, defraudado. Pero el poeta CAM insiste en hacerle los honores, y puede que pronto ya no parezca un profeta que predica en el desierto.
 

lunes, noviembre 16, 2020

Cicerón

 
Tal como está la situación, lo mejor es escuchar a  Cicerón en la voz de Jose Mª Pou. La charla al alimón es del amigo Francho Pina, que lo borda.  
 

miércoles, noviembre 11, 2020

Tristeza

 

Foto E. Buxens
Foto E. Buxens

Paseo por Pamplona a última hora, de vuelta a casa:  los bares están cerrados, pasan contados transeúntes que van a lo suyo, sin que se les vea las caras, todos con mascarilla. Si hubiera escrito esto el año pasado por estas fechas se leería como un cuento de ciencia ficción, una novela fantástica.  ¿Qué pasa después? También me lo pregunto yo mientras camino notando que los coches pasan más despacio y la gente habla en voz baja. Hay, desde hace días, una sensación de decaimiento general, de tristeza incluso, que se acrecienta por la luz otoñal que lo impregna todo y las hojas por el suelo, voladizas. De pronto todos los planes, los proyectos vitales, las tareas ineludibles se han venido abajo, resultan también un poco tristes, de menos color, como los granates y amarillos desvaídos de final de octubre.  Cada año escribo un artículo sobre el otoño y en éste es como si la corriente de la sangre se hubiera detenido. Todo se ve tras una lente, difuminado, distinto, falto de sentido. Es como una comida sin sal, un almuerzo sin vino.  Hasta el móvil recibe menos mensajes y los grupos que antes no paraban, enmudecen. No hay vida real sino confinamiento perimetral, unidad convivencial, test serológico, prevalencia de virus, distancia social, estado de alarma, frontera cerrada, botellones clandestinos, porcentajes en UCI, aforos reducidos. El mundo se volvió triste de pronto, escribió el novelista de ciencia ficción.  Hasta entonces la tristeza estaba prohibida, era de mal tono, había que estar animado siempre, poder con todo, gritar que sí, que sí se puede. Pero todo se paró. Estar animado ahora es ser iluso.  Estar triste es una forma de tomarse un respiro, un acto elegante, una defensa frente a la realidad. Llega el día de difuntos más difunto que nunca, un día maldito en este momento en que sobrevivir se ha convertido en el principal objetivo. No contagiarse, no fiarse, no salir, no llenar las ucis. La supervivencia, he leído, nos va a hacer olvidar la buena vida, la que se hace con los demás, en comunidad, en intercambio, en proximidad.  La vida de la polis. Extraña ciudad sin nadie, el viento de invierno que quiere colarse.

jueves, octubre 29, 2020

Cansancio

El filósofo Byung-Chul Han

  Como tengo la pierna mala, llevo una vida doblemente confinada: primero porque estamos aislados, sin poder salir de Navarra -en realidad casi sin poder salir de casa- y nos piden además que restrinjamos los contactos. Después, porque no puedo ir muy lejos. Hay una suerte de decaimiento general que se acompaña con el decaimiento de la luz este otoño qué está haciendo frío, un tiempo oscuro, lluvioso, tal vez premonitorio. El sábado sale bueno y voy al monte, doy un paseo corto por que no puedo andar más. Voy temprano y tras superar la niebla miro los montes que emergen sobre ella, velados, y escucho el sonido que parece una fina lluvia del agua que resbala por los árboles que han estado hasta hace poco cubiertos de vaho. El monte me da vigor, me produce un cansancio grato, algo que me permite luego recogerme en casa e intentar escribir. Es un tiempo felizmente aprovechado.  Es la búsqueda del día logrado. Ahora vuelvo a Byung-Chul Han, del que ya leí “La sociedad de la transparencia”. Quizás, he oído, es el pensador que mejor ha identificado las cuestiones claves del mundo en que vivimos, donde el panóptico que soñaron ciertos filósofos, en el cual podíamos ser observados por un vigilante, se ha convertido en una red en que nos mostramos a cualquiera, y todos somos vigilantes y vigilados. Quizás esto que hago aquí sea la prueba.  

Han es un filósofo que triunfa en los medio por medio de frases redondas extraídas de sus libro, que son breves también y sentenciosos. “Ahora uno se explota a sí mismo, y cree que está autorrealizándose”, ha dicho. Vivimos en un  exceso de positividad, añade, refiriéndose a la adición al trabajo, al exceso de información, al imperativo de estar siempre bien.  El efecto de este exceso es el cansancio, sobre el que ha escrito uno de su libros, pero se trata de un cansancio muy distinto al del paseo por el monte, me digo: es más bien el agotamiento que se muestra en los vagones de metro de Seúl que aparece en el reportaje que le hizo Isabel Gresser,  y que tiene que ver con tener que rendir hasta la extenuación, con la angustia de no hacer siempre todo lo que uno puede; unos trabajos forzados, podemos decir, para los que, paradójicamente, ya no hace falta la coerción de un agente externo.  

 “El exceso de rendimiento se agudiza, y se convierte en auto-explotación. Esto es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues se ve acompañado de un sentimiento de libertad”, escribe. 

Se diría, pues, que la libertad ha llevado a esclavizarnos. Que el proyecto de la libertad ha fracasado. Para Han esto lo confirma el hecho de que  las sociedades liberales de occidente resultan poco operativas, son un engorro para el control biopolítico del individuo que, como se ha visto ahora, parece necesario para controlar el virus, algo que sí han logrado las sociedades orientales, en especial China. 

 Frente a todo esto, me digo, estaría un cansancio distinto. El cansancio que es a la vez descanso. El ir sin intención que es por si mismo el camino. Como tenía la pierna mal he tenido que demorarme, parar en el bosque y escuchar el resbalar de la gotas de lluvia, y así poder percibir los detalles sin apresurarme, sino de forma pausada: cambiar lo más por lo menos, el objetivo de distancia por el paseo modesto, el tacto del musgo por el jadear en la cuesta, el quedarse en el inicio frente al cubrir la distancia prevista, lo macro por lo micro, la demora frente a la prisa. Un paseo que apenas sirve como paseo verdadero de monte, me digo sin culpa.  Haz uso de lo inservible, dice Byung-Chul Han que decía Zuangzhi.


lunes, octubre 19, 2020

El mejor relato jamás contado

 “Apuntar más lejos tal vez signifique hacer obra con menos”.
Chantal Mainard

        Le dije a R que si me invitaban a participar en el ciclo sobre “El mejor relato jamás contado” -en el que él ya lo había hecho con “La dama del perrito”- elegiría uno de Monterroso. Tal vez no el famoso del dinosaurio sino otro. El caso es que cuando finalmente me invitaron y rescaté sus  libros de la biblioteca -en realidad, su obra apenas cabe en dos libros no muy grandes-   enseguida me detuve en “Obras completas” y confirmé  que era un relato  muy indicado para la ocasión,  pues trataba el abismo que existe entre la escritura de creación y toda la erudición que se hace a partir de ella, entre el saber y el saber hacer, que son cosas distintas, pero a la vez pensé que  elección no dejaba de ser caprichosa,  que “Obras completas” no era el mejor cuento que yo hubiera leído nunca, pero sí del que quería hablar.
Elegir un cuento entre todos, después de años de lectura, me dije, era una elección muy comprometida, casi imposible; “lo mejor” “lo perfecto” en literatura no existe, y muchas veces lo perfecto debe ser algo imperfecto, porque a veces lo que vemos imperfecto con el tiempo nos ofrece su razón y su ventaja. A cualquier creación, pensé, le cuadran más palabras como justeza,  emoción,  revelación, antes que la de ser “lo mejor”, pero lo cierto,  comprendí, es que  elegir un solo cuento para el ciclo era en el fondo un ejercicio de crítica literaria, una ocasión de reconocer qué escritores y qué estilos me habían ayudado a mí a ser el escritor que soy, y reflexionar de paso sobre el momento actual de la literatura,  sobre qué y cómo escribir en el futuro.

¿Cómo había llegado hasta ese cuento, como lo había decidido casi sin dudarlo? Lo primero, sin duda, porque se trataba de un cuento en mi propio idioma. Seguramente lo cuentos de Flannery O´ Connor, o los de John Cheever, por poner dos cuentistas soberbios que me vinieron enseguida  a la cabeza,  habían escrito relatos  superiores a los de Monterroso,  pero para mí era imposible entenderlos “de verdad”, captar todos los matices que contenían en su propia lengua de origen y todo el contexto en que habían sido escritos. ¿Cómo entender lo que significa el profundo sur americano, el cinturón bíblico y la huella profunda de la guerra de secesión,  del que nacen las obras de O´Connor,  o el tormento alcohólico de Cheever al retratar la clase media americana?  Únicamente soy capaz de leer “de verdad” en mi propia lengua, únicamente en español puedo apreciar los matices, el sustrato, las referencias culturales, las afinidades con otros autores, la sonoridad del idioma, el ritmo, todo aquello que enriquece y complejiza la lectura. Me afecta más, entiendo mucho mejor, paladeo de otra forma, un relato de Ignacio Aldecoa,  por ejemplo ese “Chico de Madrid” que leí durante el confinamiento, un cuento conmovedor y a la vez lleno de compasión hacia un muchacho que deambula por los suburbios de Madrid, que cualquier texto en otra lengua.

Debía, pues, hablar de un cuento en español. Y recordé que en los últimos tiempos había disfrutado mucho con autores mexicanos. Pensaba que era una especie de debilidad, un capricho, una casualidad, pero no lo era. Desde luego que yo tenía en mente la literatura en español de América, había leído a los grandes: desde aquel Cortázar que nos impactó tanto de jóvenes, hasta por supuesto Borges, Rulfo, Bioy Casares, García Márquez, o Julio Ramón Ribeyro pero, sin planearlo, últimamente  había vuelto por casualidad o necesidad a Ibargüengoitia -ese antídoto contra la solemnidad- y otros mexicanos como Arreola, o José Emilio Pacheco, que me atrapó con los deliciosos relatos de su libro “El principio del placer”.  Todos ellos estaban en la misma casa que la mía: la casa del español, pero de un español pasado por el océano, ultramarino, distinto, dulcificado,  lleno de términos y de giros nuevos que me hacían sonreír. Era como volver a viajar por México,  como gritar viva México, sonreí. Disfrutaba con esa mezcla de lo indígena y lo hispano que también me trajo a la cabeza la película Roma, y  entendí que a la hora de elegir el mejor cuento para la ocasión, tenía que ser  en mi  propio idioma, y además americano, preferentemente de México. Entre ellos podía incluir sin reparos a Monterroso, que vivió casi toda su vida allá, y tenía además mucho en común con el resto, algo que resultaba fundamental. Todos esos autores representaban un tipo de literatura, comprendí,  que se resumiría en  una apuesta por la ligereza,  por el humor,  por la brevedad y la concisión y, desde luego, una apuesta por la primacía del lenguaje frente a cualquier trama.

II


 Monterroso era una apuesta por un humorista de estirpe  cervantina,  por un escritor armado con el  bisturí del humor que rebana la realidad de arriba abajo. Era, sin duda, la opción más extrema por la ligereza frente a la pesadez. Y todo esto, de pronto,  me trajo a la cabeza a Ítalo Calvino y  su famoso texto sobre “Seis  propuestas para el próximo milenio” unas  propuestas que, según volví a repasar, serían la levedad, la rapidez, la exactitud, la visibilidad, la multiplicidad. Fue al comienzo de ese libro -que  todavía mostraba su vigencia, una vez adentrados en el siguiente milenio- donde Calvino explica claramente que  su trabajo de escritor  “ha consistido en quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades. He tratado sobre todo de quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje”.
Más adelante también dice: “estoy convencido de que escribir prosa no debería ser diferente de escribir poesía, en ambos casos se trata de la búsqueda de una expresión necesaria, única, densa, concisa, memorable”. Son la rapidez y en la concisión, asegura, las que agradan al presentar al espíritu una multitud de ideas y sugerencias simultáneas.  Así que prefiere la sugestión del resumen descarnado, donde todo queda librado a la imaginación. Por eso es tan amigo del cuento popular, como lo será por cierto también en las fábulas Monterroso.

Así pues, la columna del estilo que auguraba Calvino para el próximo milenio, consistía en QUITAR; y quitar, de algún modo,  era la preceptiva, pensé, que yo también había seguido, el modelo estilístico para mí había sido también el de la concisión, la exactitud la rapidez, la brevedad. El de exprimir la lengua, contar mucho con poco. El de las quintaesencias.

A ello no era ajeno el hecho de que yo fuera, desde hace mucho tiempo, escritor de artículos, sobre todo de columnas, en las que tenía que ceñirme a un máximo de 2000 caracteres: ese era  mi límite, mi frontera; ahí dentro es donde tenía que meterlo todo. Fue en ese momento, de la mano de Calvino, cuando recordé de pronto algo que me había ocurrido hacía poco, cuando después de un paseo por el monte, en concreto después de subir ahí donde Oteiza, en el alto de Agiña, entre Lesaka y Oyarzun, había levantado su capilla al padre Donostia, en medio de los montes que se extienden en el horizonte hasta el mar y que cuando acudí estaban bajo una leve neblina,  irreales, casi como si hubieran sido creados hacía poco, allí, digo, me surgió un adjetivo para un posible artículo,  una palabra comodín, a cuyo alrededor a veces se construye todo,  que aparecía  entre los megalitos y la estela de Oteiza, la palabra “telúrico”, y  entonces pensé, entusiasmado,  que tenía que escribir un artículo para incluir esa adjetivo que me sonaba a Chile, a Neruda, a estratos geológicos, a temblores y sismos, a tierra  primigenia.

Sin embargo cuando escribí el artículo, como siempre de forma laboriosa, quitando muchas cosas e intentando sintetizar,  ahorrando imágenes y materiales, puse telúrico, pero al releerlo me di cuenta que no pegaba, que chocaba con la intención de sencillez y a la vez de profundidad, como la estela de Oteiza, que yo quería transmitir de aquel paisaje. Telúrico era demasiado artificial, demasiado culto, era ponerse unos centímetros por encima de muchos de los lectores del periódico que, con suerte, conceden unos minutos a una columna, y a los que hay que facilitar las cosas.   Así que quité telúrico. Quitar, quitar, quitar: esa es la cuestión. Eso supone para el escritor un sacrificio, sin duda. Otro, o quizás yo mismo en otro tiempo,  hubiera dejado telúrico. El escritor es muy avaro le cuesta prescindir de lo que ha conseguido aunque dude. Yo prescindí de lo más preciado. Y ese sacrificio mereció  la pena. Ese quitar resumía la labor del escritor, que es fundamentalmente podar, esculpir sobre todo lo que ha salido a borbotones, eso que a veces las emociones llenan de demasiadas palabras, porque solo al quedar en menos es cuando el texto embridado gana, se convierte en más.


III


Tenía por tanto ya mis buenas razones para elegir a Monterroso, ya no tenía dudas. Incluso esa elección casi caprichosa me había llevado a plantearme una idea más general sobre la literatura y su futuro, algo sin duda un poco pretencioso, pero que se traducía enseguida para mí en algo más concreto y pertinente: la pregunta sobre cómo merecía la pena escribir en el futuro. Y eso sí que me afectaba.
Echando la vista atrás, y aun con el peligro de simplificar, se me apareció  un camino que estaba en gran medida agotado: el camino de la literatura, y sobre todo la novela que, después del espléndido siglo XIX  y comienzo del XX,  llega hasta Faukner y se topa con el callejón sin salida de la vanguardia que se va volviendo ininteligible. Después del auge viene, como no podía ser menos, la decadencia, y lo que a partir de entonces se produce ya es la repetición, la versión,  la parodia, el homenaje, la autoreferencia, la copia, el agotamiento. Hoy esa repetición extenuante se advierte en la enorme oferta de géneros como la novela histórica, o lo policíaco, todo eso que es más de lo mismo, que busca un éxito comercial y que se repite sin pudor. Pero también hay una sensación más general que se manifiesta a menudo. Uno lee la pestaña de una libro en la mesa de novedades que habla sobre una saga familiar de un hombre entre las dos guerras mundiales al qué suceden grandes peripecias durante 800 páginas y cuando lo toma en sus manos se pregunta: pero esto, ¿no está ya  escrito muchas veces? ¿Es qué puede hacerse mejor que como se hizo en su día?

Podemos decir, como balance general, que la producción en estos momentos ha vencido a la creación.Toda esa larga tradición de la novela de indagación psicológica, el realismo en todas sus vertientes, más o menos exacerbadas,  los grandes temas que se han tratado como la culpa, el Edipo familiar, el ajuste de cuentas con el padre,  todo lo que viene de la corriente simbólica y metafísica, del propio  Shakespeare,  o de la mera atmósfera sugerente y pesimista de Chejov, todo lo que corresponde ya en cierto modo ya otra época.

En este punto me vino a la cabeza César Aíra,  un escritor prolífico y travieso,  qué dijo con razón que “libros buenos hay muchos lo difícil es hacer algo nuevo” y eso es verdad: lo difícil es encontrar nuevas vías, lo difícil es hacer algo auténticamente original.
La pregunta, por tanto, que resultaba procedente en estos momentos, era hacia dónde va la literatura, qué es lo que puede darnos que no nos den otras artes, cómo va a conseguir nuevos lectores apasionados, qué va a hacer que subsista.  Y Monterroso  aparecía ahí como alguien capaz de hacer algo nuevo, aunque fuera de forma modesta, sin hacer ruido. Porque en él, apenas sin que lo notemos,  hay una ruptura. No se empeña en lo mismo. Pero esa ruptura no es desde un vanguardismo elitista e indescifrable, sino desde una literatura que puede leer cualquiera, aunque no todos, desde luego,  la lean de la misma forma. En Monterroso es donde auténticamente reina la teoría del iceberg, donde solo vemos la punta y lo que se lee no es todo lo que hay, sino que en el existen niveles de lectura y uno puede quedarse en la primera planta o en la quinta tranquilamente. Todo en él es comprensible, todo es sencillo, todo es verdad. En él podemos decir con razón que la creación ha vencido a la producción. Enseguida me vino a la cabeza a  Cioran, que decía que para lograr un aforismo tenía que escribir primero un folio. El lector, dice Monterroso, siempre tiene que creer que es más inteligente que el escritor, aunque para conseguir esto haya que hacerlo de una forma muy inteligente.

IV


Además de este agotamiento de la literatura, de la narrativa en general en nuestros días, existía otra poderosa amenaza hacia lo  literario, y era la existencia de competidores muy poderosos que ya hacían mejor lo que antes era monopolio suyo.  La literatura, sin duda, había perdido gran parte de la influencia y del valor que tenía para indagar y explicar el mundo, y su testigo había sido tomado por otros.  En este punto recordé lo que apenas unos días antes había declarado el escritor Martínez de Pisón al presentar su nueva novela. Se quejó de que los escritores realistas como él, “lo tenían mal”, porque hoy en día “la tele lo hace mejor que Galdós”, es decir, que a día de hoy, a esa literatura qué tenía casi el monopolio de la representación del mundo, le había surgido  la competencia insalvable de la televisión, de lo audiovisual, de las series que en este momento son capaces de construir personajes de largo aliento y una narrativa que atiende a los detalles, reconstruye épocas, complejiza tramas y crea suspenses, es decir, utiliza todos los mecanismo literarios a la perfección, pero con unos recursos mucho más potentes y fáciles de consumir.

A literatura de creación, pensé, puede aguardarle el destino del ballet, o del propio teatro, por ejemplo, que son artes muy estimables, pero que se encuentran ya en los márgenes de la cultura, fuera del main stream, como algo exquisito y celebrado por sus fieles amantes, pero sin capacidad ya de influir, generar debates o  pesar en el mundo.

También Calvino lo advierte en sus Seis propuestas: “En los tiempos cada vez más congestionados que nos aguardan, la necesidad de literatura deberá apuntar a la máxima concentración de poesía y del pensamiento”. Es decir, que la literatura deberá abandonar aquello que otras artes le han arrebatado, o en que le van comiendo terreno y dedicarse a lo que le es más propio, tendrá que refugiarse en ofrecer textos con  la  máxima concentración de poesía y de pensamiento.

 Es como si ante la competencia de la narrativa audiovisual  lo  literario tuviera que optar entre dos vías para subsistir, como un organismo en riesgo de extinción que tiene que adaptarse al medio: encogerse o ensancharse, hacerse más pesado o mejor aligerarse, como propone Calvino y ejemplifica Monterroso. La otra vía de engrosarse, de llegar mediante el descenso al detalle del lenguaje, a la descripción pormenorizada donde nada e banal, allí donde la imagen no puede pararse, me trajo a la cabeza la escritura pródiga de un Franzen o de Foster Wallace, incluso de  alguien como el noruego Knausgärd, que nos da  el hiper detalle en una autobiografía total en que no hurta nada, en una desnudez en la que la imagen no puede entrar. En una iluminación que lejos de mostrar las cosas, las hace desaparecer.  

“Desde pequeño fui pequeño”, dice Monterroso en una entrevista que encontré en YouTube, con Sánchez Dragó.  Es como si él también fuera a escala con su obra, que tampoco abulta mucho: un par de libro de cuentos, otro de fábulas, algún texto inclasificable y una novela, si se puede llamar así,  “Lo demás es silencio”, sobre la vida y obra de una suerte de alter ego literario. Monterroso, por otra parte, se considera un escritor perteneciente al l boom de la literatura hispano americana, pero marginal, de menor medida -más pequeño, de nuevo- enfrentado en realidad a la mayoría de esos autores, más bien dados a  lo torrencial, a lo barroco, al realismo mágico, a la sobreabundancia tropical. Es su enmienda a la totalidad. Sobre todo, para el gran público,  es un autor aplastado por un cuento, el del dinosaurio,  de apenas línea y media, que cuenta, eso sí, con comentarios eruditos de varas decenas de páginas.
“Desde pequeño fui pequeño”, dice Monterroso mirando a Dragó tras sus grades gafas de pasta, con apenas un atisbo de sonrisa malévola. Luego cuenta cómo ya de muy joven trabajó en Guatemala en una carnicería, de donde salía después de muchas horas de trabajo para acudir a la Biblioteca Nacional. Una biblioteca, cuenta a Sánchez Dragó, “que era  tan pobre que sólo tenían libros buenos”. Allí, a falta de novedades,  lee a los clásicos españoles y  también latinos, a Horacio, y se detiene en las fábulas, en los epigramas. De esa biblioteca de pocos y selectos volúmenes es de donde surge su afición por lo breve, por lo conciso. La elección de ese estilo no es tanto una elección,  sino una exigencia; un encuentro con algo que se le impone. A partir de ahí la inspiración, como decía Benet,  será posible dentro de un estilo.

Pronto tiene que salir Monterroso de su patria, relata a Dragó,  pues unido a otros opositores al tirano del momento, Jorge Ubico, es perseguido y tiene que emigrar México. Según cuenta, una noche  pintó en una tapia, como protesta,  “No me ubico” lo que adelanta ya, desde luego, el escritor que va ser.

Esa predilección por lo breve la explica en un pequeño texto que se titula “La brevedad”, donde dice: “Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos en que la imaginación no tenga que trabajar, en qué hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busque se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción al  punto y coma, al punto. A ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo, que respeto y que odio”.
Hay seguramente otro apoyo a la decisión estilística de Monterroso por lo breve y es la de Borges. La primera lectura de Borges le lleva a explicarlo así: “Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido tan conciso tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado lo ve de pronto en la calle más vivo que nunca”.

“La levedad para mí” dice Calvino,  “se asocia con la precisión y la determinación, no con la con la variedad y el abandono al azar”,  y cita aquello de  Valéry : Il faut être leger comme l´oisseau et no comme la plume. Ese Valéry que ha definido la poesía como “una tensión a la exactitud”.


V

 “Obras completas”, el relato que yo había elegido, es un título de un cuento que también contiene una broma, pues es el cuento que da título al libro, Obras completas, y es también el primer libro que publica Monterroso, como si anunciase en él su frugalidad.  Es un cuento que refleja bien lo dicho hasta ahora: la pugna entre producción y creación, entre saber y saber hacer, entre la fórmula repetida y lo nuevo. La apuesta por la ligereza: la de un pájaro, no la de una pluma.  Es un cuento de humor, pero de un humor cruel. Es, como hemos dicho sobre su obra, algo profundo pero escrito con palabras sencillas, teñido de ironía,  mucho más largo y premioso de contar que de leer.

 Estamos en la tertulia dominada por el gran erudito Fombona, cuya memoria, dice el narrador, “supliría la destrucción de las bibliotecas”. Los discípulos que se reúnen alrededor suya, dice, “sentían el peso de sus destinos gravitando sobre su conciencia”. A esta docta reunión, casi sagrada, llega el joven Feijoo, cuya timidez e inseguridad no pasa desapercibido a la “felina percepción de Fombona”. Un día, el joven Feijoo se atreve a enseñar unos versos sin que  Fombona se permita dedicarle ningún elogio. Algo le frena. Descubrimos entonces que en su juventud Fombona también intentó escribir versos, que es un escritor frustrado a quien los elogios hacían sonrojar. Los sinsabores de la creación fueron los que le llevaron a la erudición. Ahora, a diferencia de cuando trataba de escribir versos, es un hombre con criterio, tiene un saber y un prestigio. Enseguida surge una tensión soterrada entre Fombona y Feijoo, cuyos poemas van siendo mejores, hasta el punto de que Fombona no tiene más remedio que dedicarle por fin sus elogios, con el sordo placer de inquietarlo.  “Pertenecía a esa clase de personas” dice el narrador sobre Feijoo “a quien los elogios hacen daño”. Hay luego una descripción del café donde se reúne la tertulia: “saltemos sobre la ingrata descripción de este ambiente banal” dice el narrador, al presentarnos a los eruditos que discuten por una errata o un punto y coma.  Todos sienten que en ese café está en juego la cultura e incluso el destino de la humanidad.

Feijoo asiste callado a estas discusiones hasta que, en un momento oportuno, Fombona le pregunta por una cita concreta de Unamuno, y le encarga buscarla. Es un cebo. En el fondo, no soporta que Feijoo, sin mérito alguno, pueda llegar a donde él no pudo. Feijoo, por su parte, se apresura a complacer al maestro y lleva la cita exacta a la siguiente tertulia.  De pronto, era una pieza suelta, se convierte en una parte del del engranaje. Desde entonces, dice el narrador “los unió algo que antes no compartían: el afán de saber”, ahí donde a Fombona nadie le hace sombra.

Pero Fombona no puede evitar el remordimiento. En solitario, evoca sus intentos de ser escritor, aquellos tiempos de incertidumbre y vergüenza. Aquel tormento en que no hay nada previsto ni garantizado, podemos pensar. Allí donde nadie tiene más derecho que nadie por haber leído o tener un saber.  El escritor frustrado  que se oculta bajo las apariencias no puede evitar preguntarse “si todo su saber le compensaría del verso que no se atreve a decir y de una primavera vista siempre con ojos de otro”.

Feijoo, mientras tanto, va cayendo en sus redes, va haciéndose un estudioso, va abandonando los versos, mientras Fombona, con remordimiento, se dice a sí mismo: “muchacho escápate de mí, de Unamuno”.  En realidad, es él quien huyó del deseo que no se permitió, y el que no soporta que otro pueda hacer lo que él no pudo. Siente, sospechamos, que su vida está desperdiciada, y los versos de Feijoo no echan sino vinagre sobre la herida. El final, que no desvelaré, pone la guinda a esta lucha que hay que librar todos los días -escribir no es producir, sino ir más allá de lo que somos, de lo que sabemos, de lo que vemos, es fracasar- entre Feijoo y Fombona.


viernes, octubre 02, 2020

Miércoles en la Biblioteca

 

 

El proximo miercoles 7 de octubre, a las 6 h, hablaré sobre Monterroso y su cuento "Obras completas" en la Biblioteca General de Navarra, dentro del ciclo "El mejor relato jamás escrito".

miércoles, septiembre 23, 2020

Memoria



Entre viejos papeles, amarillento, encontré por fin el artículo que a sus 89 años Carl Schmitt, el legendario filósofo y jurista alemán que debatió con Kelsen, el hombre cuyas teorías utilizaron los nazis a su antojo, y que sobrevivió al tiempo y sus terribles enseñanzas, tal vez a sus propios remordimientos,  envió a un periódico entonces de reciente creación,  El  País. Era el 21 de enero de 1977, cuando en España se estaba debatiendo la Ley de Amnistía, un auténtico clamor de la Izquierda para superar el pasado de una vez, y que terminaría aprobándose en octubre de ese año. Fue Marcelino Camacho, como se ha recordado,  el orador más brillante y generoso en esa ocasión. El viejo Schmitt que escribe al periódico, sin duda muy atento a lo que sucede en ese momento en España,  tiene claro  que la amnistía es la única manera de terminar  una  guerra civil. El perdón mutuo de ambos bandos. La única vía para tratar de impedir la cadena de venganzas y reproches sin fin, el antídoto para dejar de tratar al otro como criminal,  y abrir un nuevo tiempo. Es la manera, dice,  de que el vencedor no siga sentado encima de su derecho como encima de un botín.  De que el perdedor renuncie a cobrarse su venganza.  Pero algo así no es muy común, dice Schmitt. Por eso está tan atento esos días y aporta  precedentes, desde Homero,  de esta inusitada concordia que a veces supera al odio. No es casualidad que los ingleses, señala, que no han tenido una guerra civil desde Cromwell, en 1660, le hubieran puesto fin con la vuelta del rey y una ley de “descarga y olvido” que renunciaba a toda revancha. Terminar una guerra civil requiere la fuerza de una autentica amnistía. De un acto de mutuo olvidar. De un encuentro para no volver a las andadas. Quien acepta la amnistía, advierte  Schmitt en aquel  1977, cuando todo está por hacer, también tiene que darla y quien concede la amnistía tiene que saber que también la recibe. Es cosa de dos. Así se logrará, dice  “la fuerza y la gracia del mutuo olvido, vestigio de  un viejo derecho sagrado”.  ¿Quién nos dará la fuerza y quien nos enseñará el arte del buen olvidar?, se pregunta todavía desde el ajado papel. 

martes, septiembre 15, 2020

Mar

Estela de Oteiza en Agiña

Me encontré en el hayedo a un paseante con uno de esos perros  collies  inquietos e inteligentes, a veces más que sus amos, y después de señalarme el mejor camino, pues era de la zona, me contó que estaba jubilado y había sido marino, pero que después de tantos años embarcado, ahora quería vivir lejos del mar y pasear por el monte. Me imaginé que habría recorrido medio mundo, y que tendría muchas anécdotas de todas partes, pero no quiso entrar en detalles. En aquellos años, me dijo, había habido de todo, pero ahora los veía alejarse como se ve la estela del barco desde la popa. Esta imagen me la dijo con medía sonrisa, como si acabara se desembarcar, y se veía que el mar, que tantas veces se nos aparece con una imagen romántica, y que es sinónimo de libertad, no deja de ser algo muy distinto cuando se tiene que soportar la vida estrecha y solitaria de los marineros. En el mar no se sueña sino en volverá a casa. Casi todo lo que elegimos, pensé, no deja de ser fruto de una confusión; rodeamos una profesión o un proyecto de un aura que los cubre, de una esperanza o un prestigio que luego, a la hora de la verdad, no se compadecen con la realidad. Es el justiciero tiempo el que pone todo en su justo término. Pero esa ilusión inicial, es necesaria. Estuvimos charlando un rato más, en la fronda, observados por algún potro.  En el fondo le quedaba algo de marino, porque veía el mundo, el propio país del Bidasoa que cabalga sobre naciones y comarcas distintas, como un lugar sin fronteras, abierto, transitable como un mar abierto, pero el perro estaba ya inquieto y se fueron. Luego seguí hasta la escultura que Oteiza hizo en el alto al Padre Donostia, un círculo, y la pequeña ermita en la que en vez de un Cristo hay una rama que parece una cruz sobre el suelo.  Todo allí es escueto e intemporal. A lo lejos, bajo una niebla caliginosa,  se veían los montes ondulados que de pronto parecían un mar. Cualquier paisaje en la distancia, hasta el desierto, tiene aspecto de mar, me dije, y me quedé un buen rato mirando, como si todo se hubiera detenido.  
 

lunes, septiembre 07, 2020

Sendero

Ibón de Acherito

Seguí el sendero hasta el ibón en un día de mucho calor, y comprobé que, como dicen, este verano el Pirineo está más lleno que nunca, que hay gente por todos lados, aunque, como siempre, basta salirse de los caminos más trillados, basta subir más arriba, para encontrase solo,  y una vez en el ibón, sudoroso, entré con cuidado en las frías aguas pisando el limo del fondo  del que escapaban los cabezones, y esa agua fría y pura me llenó de energía y tuve entonces la ilusión de que allí arriba no había ya Covid ni cuarentenas, que ese baño ritual curaba de todo; algo de eso, me dije,  debe pensar también la gente que sube hasta aquí, donde no hay mascarillas y las distancias son naturales, y lo que todos buscan, sin duda, es  escapar de abajo, desentenderse, pues cuando se  pasea por el monte, con esfuerzo y a la vez con placer, sin extremismos, la mente se alivia de pronto de  sus opresiones y logra expandirse, se relajan los miedos y la comprensión  de las cosas es más fácil y, con suerte, alguna  revelación nos alcanza, como la brisa fresca nos llega de pronto al llegar a un collado; y es un placer seguir, como yo hice tas el baño, por el sendero del otro lado, más escondido, casi sin nadie; el camino colgado de la ladera entre la alta hierba amarilla de agosto, los cardos y los brezos exhaustos, casi quemados, que las vacas hocicaban sin parar; es justamente el sendero, pensé, mientras caminaba a mis anchas, atento a mi alrededor, a la nube que pasaba por el cielo y a la forma de un árbol seco; es la senda la que nos libera de la necesidad de ir buscando el rumbo; es el sendero ya trazado lo que permitió en la noche de los tiempos que el hombre levantara la cabeza del suelo y mirara alrededor y hacia lo alto sin miedo a tropezar,  hasta pueda que sea el origen del pensamiento, lo que le hizo filósofo, pues pensar es levantar la cabeza, desentenderse de lo de abajo, atisbar el horizonte, ejercitar la mirada mientras se camina seguro, sin perderse,  con ligereza,  como la que yo sentí al llegar así  al coche,  como si hubiera perdido lastre inútil, un poco más reconciliado con el mundo.