jueves, agosto 24, 2017
viernes, agosto 18, 2017
Diario de Hendaye (3)
15 agosto. Cajón de Sastre
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Dolo Marina. "Bahía de Txingudi al atardecer". |
Me acerco, a curiosear pero el pez ya está a buen recaudo, como si fuera un secreto. “Plaza Eva Forest”, pon en un cartel sobre una tapia, allí mismo. Eva Forest fue la mujer de Alfonso Sastre, y estuvo involucrada en el atentado de Eta de la calle Correo y en el de Carrero Blanco. Parece que fue ella quien escribio "Operación ogro". En aquello años todo estaba muy mezclado, todo parecía anti franquismo, pero la pareja de Eva y Alfonso cortaron pronto con el PCE, por considerarlo reformista y apoyaron siempre a la izquierda abertzale, justificando las fechorías de Eta, sin desfallecer nunca. A juicio de Lidia Falcón, que los conoció bien en los años duros “Eva era la activista y Alfonso le intelectual”. Cuando en 2009 una ETA en su fase final asesinó al socialista Froilán Elespe, en uno de sus últimos atentados, Sastre, el intelectual, escribió uno de sus artículos en Gara, amenazante como todos, advirtiendo que si el gobierno se empecinaba en no negociar con Eta, cosas así se iban repetir. “Lo que se llama terrorismo es una forma particular de la guerra. En cualquiera de los casos, sin embargo, se trata de matar al enemigo, así como suena: de matar al enemigo”, había escrito en los 80. “Quienes hacen esas acciones, a veces atroces, tienen una conciencia moral muy fuerte y son más sensibles a los sufrimientos humanos, a pesar de que los provoquen, de la que tienen esos que los condenan”, nos ilustró en los 90 sobre el noble carácter de los terroristas.
Sastre y Eva vivieron en Fuenterrabía durante años, con el apoyo del entramado abertzale, que los mimaba y los exhibía. Ambos tuvieron puestos políticos representando a HB. Forest murió hace unos años, y sus cenizas se lanzaron, al parecer, a esta bahía de Txingudi. Sastre todavía vive. Recibe homenajes, en los que aparece satisfecho, con la boina puesta. Fue un dramaturgo notable, al menos durante una época, que comenzó con Alfonso Paso y tuvo una gran diatriba con Buero Vallejo, que no veía el teatro como un arma de combate. El caso de Sastre confirma la ceguera y el sectarismo de muchos intelectuales y escritores, la tendencia a remediar el mundo a su antojo, la superioridad intelectual, la simplificación de las cosas, el radicalismo verbal, la tendencia a vivir –bastante bien- al abrigo de una causa que les dota de un salvoconducto de superioridad moral. “Sastre es autor genial, pero, al igual que Bergamín, se ha encerrado en una ideología”, escribió Francisco Nieva.
Miro Fuenterrabía allí enfrente, donde acaba de aterrizar el avión. Se ve la parroquia en la que de vez en cuando dan las horas. Me pregunto quien decidió, en Francia, poner este nombre al muelle, a la plaza. Con el tiempo, nadie recuerda de quien se trata, me consuelo. Luego, miro el agua que pasa lenta y recuerdo que por esta misma zona donde el Bidasoa termina y acaba en el mar, venía a pasear Unamuno cuando estuvo exiliado en Hendaya, para poder ver dese aquí un trozo de España, la cercana Fuenterrabía que parece al alcance de la mano. "Paseo de Don Miguel de Unamuno", podría ser una alternativa más justa.
El pescador de la gorra, el tercero, el francés, no ha logrado nada, recoge y se acerca a los otros dos que esperan quietos junto a las grandes de cañas fijas. Hablan en francés entre ellos, aunque uno de los españoles traduce de vez en cuando al otro. Hablan de capturas, de día buenos, de que parece que ayer alguien sacó una gran dorada allí cerca. Deux pecheurs et deux chasseurs, quatre menteurs, dice el francés sonriendo. Bajo el puente, dice luego señalando hacia el puente de Santiago, que franquea el paso sobre el Bidasoa entre Francia ya España, hay siempre grandes peces. La pareja asiente. Uno de ellos, el más joven, moreno, sin tatuaje, recuerda que un día había allí un gran pez que no atendía a nada, por mucho que se acercara cebo de quisquilla, de cangrejo, gusano, pasaba impertérrito frente a todo, hasta que de pronto, dice el chico moreno, se acercó un viejo y puso despacio un grillo vivo en el anzuelo, luego lanzó al agua y en cuanto el grillo tocó e agua el pez entró sin dudarlo y el viejo lo cobró. ¡Un grillo!, dicen los otros, extrañados. La verdad es que cuesta creerlo.
martes, agosto 08, 2017
Diario de Hendaya (2)
1 de mayo. Hôpital Marin
Llego de nuevo a Hendaya. La luz de mayo es como un empaste de pintura dorada sobre el mar. La playa, ya tarde, parece hecha de nuevo, distinta a cuaquier otro día. Tuerzo a la altura del Resto de l´ Ocean, cerrado, y paso por el Hôpital Marin para ir a a casa y veo de nuevo esos grandes pabellones de otra época, esa arquitectura de sanatorio o de centro de reclusión que ocupan una gran extension frente al mar, al final de la playa. Es un vasto complejo que data de finales del XIX, cuando unos médicos comisionados de Paris instalaron un gran sanatorio con ideas higienistas, laicas y benefactoras, en el espíritu de la época, para traer niños enfermos, y que luego ha ido acogiendo distintas patología. Un gran centro que siempre se ha dedicado a atender lo mas grave: el grand handicapé, las lesiones medulares, tetraplejias, las enfermedades degenarativas, síndromes de nombres inciertos, la esclerosis lateral, demencias, psicosis; enfermos que apenas pueden andar y valerse por sí mismos, hombresy mujeres presos de una agitación continua, que gritan de noche aullidos ininteligibles, mas allá de todo significado, o esos seres ensimismados, quietos en un espacio cercado frente al mar, algunos flacos como un suspiro, otros obesos, incapaces de tenerse en pie por sí solos, que permanecen allí sin hablar. Este viejo y enorme hospital remozado, sus internos y visitantes, dan a la playa de Hendaye en verano un caracter muy especial. Hombres en sillas de ruedas conducidas con la boca, o jóvenes retorcidos en la silla acompañados por una enfemera vienen y van por el paseo. Se diría que aunque se hagan esfuerzos por pasar de largo, están ahí. Una legión de asistentes acuden también para poder atenderlos. Toda la playa frente al hospital -la handiplage- se llena cada día de enfermos del hospital y también de minusvalidos de otros sitios que vienen a bañarse. La playa, así, adquiere un carácter insólito, como si un obstinado principio de realidad se impusiera a la ligereza del tiempo vacacional. Somos mortales, somos de frágil carne y hueso, parecen recordarnos. Son el recordatorio del cuerpo, atravesado siempre por una biografía particular, una historia, lleno de marcas. Ahora, recién estrenado mayo, ya se ven algunos enfermos en el hospital. La temporada ha empezado y las paredes de los pabellones parecen recién pintadas, dispuestas para la llegada de muchos más. Vienen a tomara las aguas del mar, como los primeros bañistas románticos, como aquellos primeros niños que sacaban de la ciudad fétida y sus vapores contaminados, para respirar la brisa del mar, llena de sal y de iodo.
jueves, agosto 03, 2017
Diario de Hendaya (1)
14 abril. Luz de invierno
La casa está muy fría, y cuando piso con los pies descalzos noto el suelo gélido, incapaz de calentarse a pesar de la calefacción. Me quedo solo, con todo el tiempo para mí. Una sensación extraña. Siempre, en Semana Santa, hay una sensación de estar fuera del tiempo, una necesidad de que ocurra algo, que no sean días sin más, algo de nostalgia de lo sagrado. Por la tarde decido ir a oficios a la iglesia de Hendaye. Antes, veo el comienzo de "Luz de invierno", una película de Bergman que me descargué antes de venir. Un Pastor luterano celebra el oficio de Semana Santa ante apenas unos pocos fieles. La escena es larga, prolija. Luego pasa a la sacristía y escucha los reproches de su amante hasta que una pareja pide hablar con él. Corto la película y voy a oficios. Por el camino, como tengo tiempo, me paro en la playa. El mar bajo el sol tiene un color plateado sobre el que se deslizan los surferos. Luz de primavera. Hace fresco. En la Iglesia reparten un cuadernillo con la Pasión en francés que luego leerán. Sigo el oficio con el texto, embelesado. Como la lectura es la misma que en español y como llevo un tiempo estudiando francés entiendo todo. Al final recogen los cuadernillos y no me atrevo a quedármelo. Vuelvo a casa, preparo algo de cena y veo lo que queda de la película. El hombre que visita al Pastor está desesperado. No tiene ganas de vivir. Su mujer le ha traído para que el Pastor le diga algo que le dé ánimos, pero el pastor es incapaz pues también él es un hombre sin ilusión, que parece vivir pegado a unos rituales vacíos y que no cree en nada. La pareja se marcha y la amiga del Pastor vuelve y le reprocha que no la ame. No quiero contar el final. La película es desnuda, profunda, inquietante. Es difícil encontrar hoy algo así. Seguramente, pienso, es una buena forma de celebrar la Semana santa. Al poco de terminar oigo el coche que llega.
miércoles, agosto 02, 2017
martes, agosto 01, 2017
Barceló
Al final de la tarde sofocante me senté en el Plaza Mayor, por ver si el gran elefante que Barceló ha instalado allí boca abajo, haciendo equilibrios sobre su trompa, saludaba con un cuesco, y miré hacia arriba, hacia el azul del cielo y aquella luz intensa me trajo de nuevo los colores violentos que había visto todo el día en la gran exposición de Barceló repartida por toda la ciudad, y que celebra los 800 años de la Universidad de Salamanca, pues son las últimas obras del mallorquín las que se muestran aquí y allá: el gran cuadro del Arca de Noé, lleno de animales y frutos, en Fonseca, junto al amarillo de las arenas o el azul del paraíso de las acuarelas que pintó para ilustrar la Divina Comedia, y esos formatos enormes con frutas y protuberancias, repletas de todo lo que se vierte, chorrea, se superpone, brilla, comienza a pudrirse, reverbera, estalla, se replica, se vuelve blanco, cae al fondo, se deshace, se vierte, resbala, se comba, se aplasta, se pega, flota en el mar; lo que se toca y se huele y sale del cuadro, lo que se consume y persiste retorcido como esas enormes cerillas a medio quemar que se parecen, en el patio plateresco de las Escuelas Menores, a las estilizadas estatuas de Giacometti, metáfora de la vida que se consume enseguida en su llama y tras la que solo queda un breve fulgor; todo esto me venía de nuevo a la cabeza allí en la plaza, sentado por fin, solo entre los demás, recogido, lo que me hizo recordar los versos de Aleixandre: hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado; allí en la plaza miré al cielo y volví a ver todas las ocurrencias de ese niño grande que juega con el barro y los colores, un bromista muy serio, pues solo el arte que tiene la ligereza y la penetración del humor puede decirnos algo, mientras las gentes pasaban a mi alrededor, iban y venían, unos niños formaban una fila habalndo en francés, los vencejos chillaban, desfallecía la tarde y en el reloj del ayuntamiento daban las campanadas de las nueve y de pronto aquel elefante blanco de ocho metros erguido sobre su trompa, tal vez la imagen de nuestra vida siempre en la cuerda floja y que pese a todo se sobrepone y busca su equilibrio y se las arregla para seguir adelante, soltaba una ráfaga de humo por el ano que ascendían al cielo y se difuminaba enseguida en el aire, hasta hacerse invisible.
miércoles, julio 19, 2017
RC en formato electrónico
Aquí tenéis ya RC en formato Epub
https://espacioulises.com/libreria/rc-epub/
https://espacioulises.com/libreria/rc-epub/
viernes, mayo 19, 2017
Making of
(Texto solicitado sobre cómo escribí RC)
El 30 de mayo de 1985 una bomba explotó en un portal de la parte vieja de Pamplona, justo cuando Alfredo Aguirre, un chico de 13 años, entraba en el portal de su casa. La bomba iba dirigida a unos guardias que habían acudido a una falsa llamada de socoro, y fue detonada desde la distancia por unos etarras apostados allí. La explosión de la bomba, que estaba dentro de una bolsa de basura en el portal, destrozó a Alfredo e hirió de gravedad al policía Francisco Sánchez, que había acudido a llamada y que moriría poco después en el hospital. La madre de Alfredo bajó corriendo y se abrazó primero al policía agonizante, creyendo que era su hijo, y luego al ver unas zapatillas que no le eran desconocidas en el otro cadáver comprendió su error. Al día siguiente, los compañeros de Alfredo, a quien apodaban Godo, su clase de 7º de EGB del colegio de Jesuitas, pintaron espontáneamente en la pizarra de su clase: GODO nunca te olvidaremos. En una foto de entonces, un profesor de espadas contempla en silencio la pizarra. 25 años después, aquellos muchachos se reunieron para decir que todavía lo recordaban.
Aquellos eran los años de plomo de Eta, que mataba cada tres días, con una saña que hoy cuesta trabajo imaginar. Mi generación ha tenido que convivir toda la vida con esta violencia nada ciega, sino certeramente dirigida a amedrentar a la sociedad para que cediera por la fuerza a sus pretensiones. A base de bombas, tras esa pesadilla, se iba a construir una Arcadia feliz. Nada nuevo. Después de Aguirre todavía vinieron muchos más. Imposible retener tantos. En Pamplona esto se vivía con una especial intensidad, desde el centro del huracán, con una parte de la población que disculpaba esas muertes, o se inhibía, por miedo o comodidad, como si no pasara nada.
Mucho tiempo después, hacia 2007, cuando el terrorismo estaba en su final, sentí la necesidad de escribir algo sobre este tiempo, esa larga época de violencia, sobre sus víctimas y sus autores. Era algo difícil de evitar y a la vez difícil de abordar para un escritor. Como si faltaran las palabras para hacerse cargo. Como si fuera todo demasiado cercano. Sin embargo, comprendí que no podía escurrir el bulto, que escribir consiste en contar lo que no procede, aquello en que nos va la vida. Si no, ¿para qué hacerlo? Sin embargo, no tenía claro el cómo, me sentía incapaz de inventar algo que lo resumiera todo, buscaba una historia significativa. Por azar me topé con un asunto en el que un etarra, después de salir de la cárcel, encuentra un trabajo e intenta alejarse de su pasado. Pero de pronto, una orden judicial ordena embargar parte de su sueldo para hacer frente a su RC, a su responsabilidad civil, a la indemnización que debe a la víctima. La cuestión es que dejarse embargar era tanto como aceptar que había algo que reparar, reconocer el mal causado, admitir que no hubo razón para matar. Eso, cuando la consigna en ese mundo era rechazar cualquier beneficio penitenciario, cualquier forma de reinserción que viniera a reconocer que la violencia terrorista no era lícita o no estaba justificada. Dejarse embargar era sencillamente colaborar con el enemigo. Una traición. Un ejemplo que no se podía permitir.
Antonio, el preso, se ve presionado para que deje el trabajo de inmediato y debe elegir entre hacer lo que le mandan o salirse de la fila. También Luis, el padre del niño, debe elegir entre pasar página y no reclamar, para que el preso se reinserte, para pacificar las cosas, o seguir demandando lo que se le debe. Aquello, comprendí, concentraba todas las cuestiones en juego que se iban a suscitar enseguida: la muerte, el dolor, la culpa, el duelo, la responsabilidad, el perdón; en suma, como íbamos a cerrar la larga etapa del terrorismo. Y las reunía no de una manera teórica, sino narrativa: en un dilema real. Empecé a escribir. Tenía el etarra que sale de prisión, Antonio, un pobre tipo hijo de un emigrante de Zamora que quiere integrase como sea, no un héroe aguerrido y cruel, como se presenta a veces a los terrorista, sino un buen ejemplo de la banalidad del mal y necesitaba al otro lado a una víctima de su desvarío. Entonces me acordé de Alfredo, Godo, y me valí de él, para arrancar la novela y crear el personaje de Luis, su padre, enfrentado a un duelo imposible. El que empieza ese día maldito en que un niño da una patada a una bolsa de basura en el portal. Luego, escribiendo, comprendí que aquello, más allá de la anécdota, la época y el contexto, adquiría un rango superior, como si fuera aplicable a otras víctimas y otras situaciones, como si fuera parte de una historia mayor que viniera de muy atrás.
Alfredo fue el detonante de esta historia, un niño que apenas aparece en la primera página pero deja un rastro imborrable. Un agujero negro. En el fondo, aunque no salga más que al inicio, todo lo que ocurre depende directamente de él: el desconsuelo y el alejamiento de sus padres, incapaces de soportar su falta; el largo proceso de Antonio, en la cárcel, que poco apoco va sentirse culpable; el devenir de un mundo en que él ya no está y que pese a todo sigue girando; la historia de ambos, Luis y Antonio, víctima y asesino, que van a reunirse por fin un día, frente a frente, por su causa.
Todo es ficción en la novela: la historia, los personaje, y a la vez todo es verdad, pues responde a lo que ocurrió. Cada día, sin faltar uno, hay alguien que recuerda a un ser querido que le fue arrebatado sin razón. Quizás la deuda que tenemos con él sea contar lo ocurrido y que eso consiga darle un poco de consuelo.
El 30 de mayo de 1985 una bomba explotó en un portal de la parte vieja de Pamplona, justo cuando Alfredo Aguirre, un chico de 13 años, entraba en el portal de su casa. La bomba iba dirigida a unos guardias que habían acudido a una falsa llamada de socoro, y fue detonada desde la distancia por unos etarras apostados allí. La explosión de la bomba, que estaba dentro de una bolsa de basura en el portal, destrozó a Alfredo e hirió de gravedad al policía Francisco Sánchez, que había acudido a llamada y que moriría poco después en el hospital. La madre de Alfredo bajó corriendo y se abrazó primero al policía agonizante, creyendo que era su hijo, y luego al ver unas zapatillas que no le eran desconocidas en el otro cadáver comprendió su error. Al día siguiente, los compañeros de Alfredo, a quien apodaban Godo, su clase de 7º de EGB del colegio de Jesuitas, pintaron espontáneamente en la pizarra de su clase: GODO nunca te olvidaremos. En una foto de entonces, un profesor de espadas contempla en silencio la pizarra. 25 años después, aquellos muchachos se reunieron para decir que todavía lo recordaban.
Aquellos eran los años de plomo de Eta, que mataba cada tres días, con una saña que hoy cuesta trabajo imaginar. Mi generación ha tenido que convivir toda la vida con esta violencia nada ciega, sino certeramente dirigida a amedrentar a la sociedad para que cediera por la fuerza a sus pretensiones. A base de bombas, tras esa pesadilla, se iba a construir una Arcadia feliz. Nada nuevo. Después de Aguirre todavía vinieron muchos más. Imposible retener tantos. En Pamplona esto se vivía con una especial intensidad, desde el centro del huracán, con una parte de la población que disculpaba esas muertes, o se inhibía, por miedo o comodidad, como si no pasara nada.
Mucho tiempo después, hacia 2007, cuando el terrorismo estaba en su final, sentí la necesidad de escribir algo sobre este tiempo, esa larga época de violencia, sobre sus víctimas y sus autores. Era algo difícil de evitar y a la vez difícil de abordar para un escritor. Como si faltaran las palabras para hacerse cargo. Como si fuera todo demasiado cercano. Sin embargo, comprendí que no podía escurrir el bulto, que escribir consiste en contar lo que no procede, aquello en que nos va la vida. Si no, ¿para qué hacerlo? Sin embargo, no tenía claro el cómo, me sentía incapaz de inventar algo que lo resumiera todo, buscaba una historia significativa. Por azar me topé con un asunto en el que un etarra, después de salir de la cárcel, encuentra un trabajo e intenta alejarse de su pasado. Pero de pronto, una orden judicial ordena embargar parte de su sueldo para hacer frente a su RC, a su responsabilidad civil, a la indemnización que debe a la víctima. La cuestión es que dejarse embargar era tanto como aceptar que había algo que reparar, reconocer el mal causado, admitir que no hubo razón para matar. Eso, cuando la consigna en ese mundo era rechazar cualquier beneficio penitenciario, cualquier forma de reinserción que viniera a reconocer que la violencia terrorista no era lícita o no estaba justificada. Dejarse embargar era sencillamente colaborar con el enemigo. Una traición. Un ejemplo que no se podía permitir.
Antonio, el preso, se ve presionado para que deje el trabajo de inmediato y debe elegir entre hacer lo que le mandan o salirse de la fila. También Luis, el padre del niño, debe elegir entre pasar página y no reclamar, para que el preso se reinserte, para pacificar las cosas, o seguir demandando lo que se le debe. Aquello, comprendí, concentraba todas las cuestiones en juego que se iban a suscitar enseguida: la muerte, el dolor, la culpa, el duelo, la responsabilidad, el perdón; en suma, como íbamos a cerrar la larga etapa del terrorismo. Y las reunía no de una manera teórica, sino narrativa: en un dilema real. Empecé a escribir. Tenía el etarra que sale de prisión, Antonio, un pobre tipo hijo de un emigrante de Zamora que quiere integrase como sea, no un héroe aguerrido y cruel, como se presenta a veces a los terrorista, sino un buen ejemplo de la banalidad del mal y necesitaba al otro lado a una víctima de su desvarío. Entonces me acordé de Alfredo, Godo, y me valí de él, para arrancar la novela y crear el personaje de Luis, su padre, enfrentado a un duelo imposible. El que empieza ese día maldito en que un niño da una patada a una bolsa de basura en el portal. Luego, escribiendo, comprendí que aquello, más allá de la anécdota, la época y el contexto, adquiría un rango superior, como si fuera aplicable a otras víctimas y otras situaciones, como si fuera parte de una historia mayor que viniera de muy atrás.
Alfredo fue el detonante de esta historia, un niño que apenas aparece en la primera página pero deja un rastro imborrable. Un agujero negro. En el fondo, aunque no salga más que al inicio, todo lo que ocurre depende directamente de él: el desconsuelo y el alejamiento de sus padres, incapaces de soportar su falta; el largo proceso de Antonio, en la cárcel, que poco apoco va sentirse culpable; el devenir de un mundo en que él ya no está y que pese a todo sigue girando; la historia de ambos, Luis y Antonio, víctima y asesino, que van a reunirse por fin un día, frente a frente, por su causa.
Todo es ficción en la novela: la historia, los personaje, y a la vez todo es verdad, pues responde a lo que ocurrió. Cada día, sin faltar uno, hay alguien que recuerda a un ser querido que le fue arrebatado sin razón. Quizás la deuda que tenemos con él sea contar lo ocurrido y que eso consiga darle un poco de consuelo.
viernes, mayo 12, 2017
martes, marzo 21, 2017
martes, marzo 14, 2017
La vida lenta
lunes, marzo 06, 2017
Rulfo, o la maldición de la obra maestra
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El escritor mexicano Juan Rulfo. |
martes, febrero 28, 2017
Verdú
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Verdú junto a Rato en febrero 2012 |
(Publicado Diario Navarra 27/2/17)
lunes, febrero 20, 2017
Vientre de alquiler
Tanto en el reciente congreso del PP, como en el de Podemos, aparentemente tan distintos, se ha planteado a la vez un asunto, en apariencia menor, como el de los vientres de alquiler, con el que ninguno de los dos sabe qué hacer. Pagar a una mujer para que tenga el niño que una pareja, o alguien solo, no puede –o no quiere- tener hace saltar alarmas, no en vano no permitimos que alguien venda el riñón o su propia sangre, y lo sacamos del comercio, pues no todo se puede comprar y vender, aunque alguno se sorprenda. Hacer cargar a alguien con la gestación y el parto, y desconocer el vínculo que se crea con ello y las consecuencias que acarrea, debería hacernos cautelosos, pero como no es posible poner puertas al campo y ya hay quien lo ha apañado fuera y el niño ya está entre nosotros, no tenemos tiempo para pensarlo. Si puede hacerse, ¿Por qué no aquí? Todo lo que la ciencia está en condiciones de hacer, termina haciéndose, aunque esa faz inquietante no queramos verla. Pero lo que todo esto desvela, en realidad, es la falta de deseo de tener hijos que nos aqueja, salvo quizás entre aquellos que no pueden tenerlos, y eso les espolea. "He apostado todo a este proyecto", escuché a una diseñadora de moda que pugnaba por un Goya. "Ni pareja, ni hijos, ni nada que no sea mi trabajo". La necesidad de triunfar, el brillo profesional, el todo se puede, son el modelo que se nos propone por todas partes. Es difícil que así quepa un niño, o que no se supedite a otros anhelos, y resulta lógico que la engorrosa tarea de traerlo al mundo se quiera trasladar a otros. No tener hijos es un gran problema en nuestro país, un lugar cada vez más avejentado y picajoso que no va a poder pagar sus hospitales y pensiones. Pero todo problema, en realidad, engendra su solución, como un vientre en que crece algo nuevo, podemos decir. Vivimos en un mundo confortable al que tocan a la puerta miles de inmigrantes, justo cuando más necesitamos que vengan y que tengan los hijos que aquí no queremos tener. Al menos, hasta que se acomoden y se vuelvan tan perezosos y tan trabajadores a la vez, como nosotros.
(Publicado hoy Diario de Navarra)
(Publicado hoy Diario de Navarra)
lunes, febrero 13, 2017
Voz
Cesó la voz de Pérez de Arteaga, la voz del concierto de año nuevo y sobre todo la voz de tantos programas de Radio Clásica, esa emisora a la que uno puede huir solo moviendo el dial y abandonar todo el ruido y la furia y sobre todo toda la tontería del mundo, y entrar en ese país vecino y a la vez distante de la música, cuyo idioma nos es desconocido pero a la vez entendemos a la perfección, y que él iba descubriendo con su voz envolvente, algo aguda, que tenía algo de erudición y a la vez de fiesta, como la de un niño embelesado con su juguete, y esa voz, al revés de lo que ocurre casi siempre, se correspondía con la de su imagen cuando la vi el otro día por primera vez: un hombre con perilla y gafas, afable, con chaqueta, como un científico o un musicólogo despistado, que es lo que era; la propia voz es algo siempre extraño, basta grabarse un momento en el móvil y escucharse para ver que parece la de otra persona, y casi siempre imaginamos alguien distinto cuando oímos solo su voz; hay voces que imprimen carácter, como la del gran Fernán Gómez, o que son un obstáculo, como la del juez Garzón, y casi todas tienen la ventaja de comunicar mucho más de lo que dicen; algunas, demasiado solemnes, por ejemplo, suenan ridículas; otras, que son rotundas y no admiten réplica, resultan falsas y hoy escuchamos a quienes niegan lo evidente sin inmutarse, porque negar la verdad resulta rentable; hay voces que son historia, como la Franco en sus últimos años, quebrada y asustadiza, como su régimen, o la de Mao, un hombre que tenía en sus manos a otros mil millones, y que debía ser de pito. Recuerdo muy bien la voz de Arteaga, su manera de introducirnos en la profundidad de una música, y a veces, en la radio, en algún día complicado, a punto del desánimo, me dejaba llevar por su voz de pícaro y de sabio a la vez, y así podía escapar de esa otra voz que nos persigue; esa voz interior que nos juzga y nos manda tanto, la que nos impide gozar con lo que hacemos y estar en paz, a la que hay que mantener a raya.
(Publicado Diario deNavarra 13/II)
(Publicado Diario deNavarra 13/II)
lunes, febrero 06, 2017
Caídos
(Publicado Diario Navarra 6/2)
lunes, enero 30, 2017
Reverte
Jorge M. Reverte -el otro Reverte-, cronista de la historia reciente y de la guerra civil, publicó un libro hace poco sobre la matanza de Atocha de la que ahora se cumplen 40 años, en que entrevistaba a los protagonistas de aquellos días en que todo pendía de un hilo y que fue sin duda el momento clave de la transición. Los pistoleros que mataron a cinco abogados de CCOO querían reventar el frágil avance hacia la democracia y provocar una respuesta militar que desbaratara el proceso y, de hecho, el propio gobierno de Suarez, desbordado por la situación, acuciado por todas partes, reconoció que aquellos días no era capaz de garantizar siquiera la seguridad de los heridos ni el cortejo fúnebre. Sin embargo, aquel atentado logró lo contrario que pretendía. “Sirvió para consolidar el camino a la democracia” explica Ruiz Huerta, el abogado que sobrevivió a la bala que chocó contra el bolígrafo que llevaba encima. “El ADN de la democracia está en Atocha”, dice. El orden estricto de aquel desfile con los féretros por las calles de Madrid, lleno de dignidad y silencio, fue a cargo del PCE, que a los pocos meses estaba legalizado. Paca Sauquillo, cuyo hermano fue uno de los asesinados, recuerda la enorme tensión de aquellos días, la violencia que acuciaba desde todos los lados, el miedo reinante. Quien hoy desprecia aquello, no sabe lo que dice. El libro de Reverte confirma la idea de que la transición no fue un guion escrito, sino un proceso frágil y costoso, lleno de incertidumbre, y que las cosas podían haber salido de otra manera. Es la confirmación de que la historia no está escrita, sino en nuestras manos, que nada está determinado del todo. Esto ocurre también para la vida de cada uno, cuya deriva no podemos atribuir sin más a las circunstancias o al destino. Con lo que nos toca, podemos hacer cosas distintas. Cuando escribía el libro de Atocha, Reverte sufrió un ictus que le llevó al borde de la muerte. El mismo sintió en un instante que podía dejarse llevar, o volver. Volvió, y terminó el libro. Desde entonces, por encima de sus secuelas y dificultades, no ha parado. Da gusto leerle.
(Publicado Diario Navarra 30/I)
(Publicado Diario Navarra 30/I)
lunes, enero 23, 2017
Semana negra
Mientras en el Baluarte de Pamplona se celebraba la semana negra, en la que novelistas, forenses, y expertos hablaban del género y daban vueltas a la potencia narrativa del crimen y de su tratamiento en el cine y la literatura, fuera del Baluarte teníamos un caso práctico, la realidad mostraba su lado oscuro, y una mujer moría al parecer a manos de su pareja y era arrojada al río envuelta en una alfombra. El crimen nos horroriza y nos espanta, y nos levantamos contra él, pero al mismo tiempo nos atrae y nos produce una extraña fascinación. Por eso hay jornadas sobre el crimen que suscitan tanto interés, puede que más que cualquier otra cosa, y de qué sino del crimen tratan la mayoría de películas y series que vemos, llenas de asesinos en serie, policías corruptos y cadáveres en el armario. Del crimen queremos saberlo todo y entrar en detalles que nunca nos bastan, y por eso los medio le dedican grandes espacios, junto con las catástrofes de todo tipo; aviones que caen, tornados, terremotos, que serían como un crimen sin autor o con un autor anónimo o genérico como la naturaleza, o el destino, por no hablar del género de las desapariciones, que son enigmas en los que intuimos un final fatal y, que nos mantienen en tensión. Es como si tuviéramos dos almas: una amorosa y compasiva y otra que encuentra algún tipo de satisfacción en lo contrario, dos caras de la montaña, una de luz y otra en sombra, que van variando a lo largo del tiempo, dos pulsiones dentro de nosotros. La dificultad de vivir con los otros, el fenómeno contagioso del odio, la patología del crimen, son también parte de nuestra naturaleza. Para ilustrar lo que es vivir en sociedad, Freud se refirió a un cuento en el que un grupo de erizos enfrenta una noche heladora y se juntan para darse calor, pero entonces las púas de unos y otros se clavan y vuelven a separarse, hasta que el frío les hace juntarse de nuevo y volver a hacerse daño. Buscar la distancia precisa, salvarse uno solo y a la vez con los demás, como los erizos, esa es la cuestión.
(Publicado Diario Navarra 23/I)
lunes, enero 16, 2017
Rescate
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Ang Rita. Sherpa. |
(Publicado Diario Navarra 16/I/17)
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