viernes, agosto 18, 2017

Diario de Hendaye (3)

15 agosto. Cajón de Sastre

 

Dolo Marina. "Bahía de Txingudi al atardecer".
Fiesta en todas partes. Voy al viejo puerto de Caneta a ver pescar. Desde el muelle, dos hombres jóvenes han lanzado sus cañas y esperan. Cuando se ha lanzado una caña y no se hace nada, ese no hacer nada se llena de contenido, es un estar distinto, una espera que está  justificada y permite  la pura contemplación.  Por el paseo, junto  la bahía de Txingudi, pasa gente sin parar que dejan a su paso el reguero de una conversación. De vez en cuando sobrevuela  una familia de cormoranes. Uno de los pescadores jóvenes lleva pantalones piratas y un tatuaje en la pantorrilla. Me siento un poco apartado, en el banco, y observo  a un tercer pescador con visera que lanza la caña una y otra vez con un señuelo. De vez en cuando da un tirón y el señuelo aparece sobre la superficie, como un pez que salta. La tarde es fresca y nubosa, a ratos se despareden unas gotas de lluvia. Un avión entra de improviso desde el mar y  desciende de golpe para aterrizar en el aeropuerto de Fuenterrabía, que parece construido en un lugar imposible, como si se hubiera hecho sitio a codazos. Pasa el rato. El pescador del tatuaje deja el cigarro, va rápido a una de las cañas y va recogiendo. “Esta trae algo”, dice, excitado. Pronto aparece un pez plateado que se debate y enseguida da vueltas sobre si mismo sujeto al hilo. Enseguida el pescador lo desprende del anzuelo. “Una lubineta”, dice.
Me acerco, a curiosear pero el pez ya está a buen recaudo, como si fuera un secreto.  “Plaza Eva Forest”, pon en un cartel sobre una tapia, allí mismo.  Eva Forest fue la mujer de Alfonso Sastre, y estuvo involucrada en el atentado de Eta de la calle Correo y en el de Carrero Blanco. Parece que fue ella quien escribio "Operación ogro". En aquello años todo estaba muy mezclado, todo parecía anti franquismo, pero la pareja de Eva y Alfonso cortaron pronto con el PCE, por considerarlo reformista y apoyaron siempre a la izquierda abertzale, justificando las fechorías de Eta, sin desfallecer nunca. A juicio de Lidia Falcón, que los conoció bien en los años duros “Eva era la activista y Alfonso le intelectual”.  Cuando en  2009 una ETA en su fase final asesinó al socialista Froilán Elespe, en uno de sus últimos atentados, Sastre, el intelectual,  escribió uno de sus artículos en Gara, amenazante como todos, advirtiendo que si el gobierno se empecinaba en no negociar con Eta, cosas así se iban  repetir. “Lo que se llama terrorismo es una forma particular de la guerra. En cualquiera de los casos, sin embargo, se trata de matar al enemigo, así como suena: de matar al enemigo”, había escrito en los 80. “Quienes hacen esas acciones, a veces atroces, tienen una conciencia moral muy fuerte y son más sensibles a los sufrimientos humanos, a pesar de que los provoquen, de la que tienen esos que los condenan”, nos ilustró en los 90 sobre el noble carácter de los terroristas.
Sastre y Eva vivieron en Fuenterrabía durante años, con el apoyo del entramado abertzale, que los mimaba y los exhibía.  Ambos tuvieron puestos políticos representando a HB. Forest murió hace unos años, y sus cenizas se lanzaron, al parecer, a esta bahía de Txingudi. Sastre todavía vive. Recibe homenajes, en los que aparece satisfecho, con la boina puesta. Fue un dramaturgo notable, al menos durante una época, que comenzó con Alfonso Paso y tuvo una gran diatriba con Buero Vallejo, que no veía el teatro como un arma de combate. El  caso de Sastre confirma la ceguera y el sectarismo de muchos intelectuales y escritores, la tendencia a remediar el mundo a su antojo, la superioridad intelectual, la simplificación de las cosas, el radicalismo verbal,  la tendencia a vivir –bastante bien- al abrigo de una causa que les dota de un salvoconducto de superioridad moral.  “Sastre es autor genial, pero, al igual que Bergamín, se ha encerrado en una ideología”, escribió Francisco Nieva.
Miro Fuenterrabía allí enfrente, donde acaba de aterrizar el avión. Se ve la parroquia en la que de vez en cuando dan las horas. Me pregunto quien decidió, en Francia,  poner este nombre al muelle, a la plaza. Con el tiempo, nadie recuerda de quien se trata, me consuelo. Luego, miro el agua que pasa lenta y recuerdo que por esta misma zona donde el  Bidasoa termina y  acaba en el mar,  venía a pasear Unamuno cuando estuvo exiliado en Hendaya, para poder ver dese aquí un trozo de España, la cercana Fuenterrabía que parece al alcance de la mano. "Paseo de Don Miguel de Unamuno", podría ser una alternativa más justa.
El pescador de la gorra, el tercero, el francés,  no ha logrado nada, recoge y se acerca a los otros dos que esperan quietos junto a las grandes de cañas fijas. Hablan en francés entre ellos, aunque uno de los españoles traduce de vez en cuando al otro. Hablan de capturas, de día buenos, de que parece que ayer alguien sacó una gran dorada allí cerca. Deux pecheurs et deux chasseurs,  quatre menteurs, dice el francés sonriendo. Bajo el puente, dice luego señalando hacia el puente de Santiago, que franquea el paso sobre el Bidasoa entre Francia ya España, hay siempre grandes peces. La pareja asiente. Uno de ellos, el más joven, moreno, sin tatuaje, recuerda que un día había allí un gran pez que no atendía a nada, por mucho que se acercara cebo de quisquilla, de cangrejo, gusano, pasaba impertérrito frente a todo, hasta que de pronto, dice el chico moreno, se acercó un viejo y puso despacio un grillo vivo en el anzuelo, luego lanzó al agua y en cuanto el grillo tocó e agua el pez entró sin dudarlo y el viejo lo cobró. ¡Un grillo!, dicen los otros, extrañados. La verdad es que cuesta creerlo. 

martes, agosto 08, 2017

Diario de Hendaya (2)

1 de mayo. Hôpital Marin



Llego de nuevo a Hendaya. La luz de mayo es como un empaste de pintura dorada sobre el mar. La playa, ya tarde, parece hecha de nuevo, distinta a cuaquier otro día. Tuerzo a la altura del Resto de l´ Ocean, cerrado, y paso por el Hôpital Marin para ir a a casa y veo de nuevo esos grandes pabellones de otra época, esa arquitectura de sanatorio o de centro de reclusión  que ocupan una gran extension frente al mar, al final de la playa. Es un vasto complejo que data de finales del XIX, cuando unos médicos comisionados de Paris instalaron un gran sanatorio con ideas higienistas, laicas y benefactoras, en el espíritu de la época, para traer niños enfermos, y que luego ha ido acogiendo distintas patología. Un gran centro que siempre se ha dedicado a atender lo mas grave: el grand handicapé, las lesiones medulares, tetraplejias, las enfermedades degenarativas, síndromes de nombres inciertos, la esclerosis lateral, demencias, psicosis;  enfermos que apenas pueden andar y valerse por sí mismos, hombresy mujeres presos de una agitación continua, que gritan de noche aullidos ininteligibles, mas allá de todo significado, o esos seres ensimismados, quietos en un espacio cercado frente al mar, algunos flacos como un suspiro,  otros obesos, incapaces de  tenerse en pie por sí solos,  que permanecen allí sin hablar.  Este viejo y enorme hospital remozado, sus internos y visitantes, dan  a la playa de Hendaye en verano un caracter muy especial. Hombres en sillas de ruedas conducidas con la boca, o jóvenes retorcidos en la silla acompañados por una enfemera vienen y van por el paseo. Se diría que aunque se hagan esfuerzos por pasar de largo, están ahí.  Una legión de asistentes acuden también  para poder atenderlos. Toda la playa frente al hospital -la handiplage-  se llena cada día  de enfermos del hospital y también de minusvalidos de otros sitios que vienen a bañarse.  La playa, así, adquiere un carácter insólito, como si un obstinado principio de realidad   se impusiera  a la ligereza del tiempo vacacional. Somos mortales, somos de frágil carne y hueso, parecen recordarnos. Son el recordatorio del cuerpo, atravesado siempre por una biografía particular, una historia, lleno de marcas. Ahora, recién estrenado mayo, ya se ven algunos enfermos en el hospital.  La temporada ha empezado y las paredes de los pabellones parecen recién pintadas, dispuestas para la llegada de muchos más. Vienen a tomara las aguas del mar, como los primeros bañistas románticos, como aquellos primeros niños que sacaban de la ciudad fétida y sus vapores contaminados, para respirar la brisa del mar, llena de sal y de iodo.  

jueves, agosto 03, 2017

Diario de Hendaya (1)


14 abril. Luz de invierno

La casa está muy fría, y cuando piso con los pies descalzos noto el suelo gélido, incapaz de calentarse a pesar de la calefacción.  Me quedo solo, con todo el tiempo para mí. Una sensación extraña. Siempre, en Semana Santa, hay una sensación de estar fuera del tiempo, una necesidad de que ocurra algo, que no sean días sin más, algo de nostalgia de lo sagrado. Por la tarde decido ir a oficios a la iglesia de Hendaye. Antes, veo el comienzo de "Luz de invierno", una película de Bergman que me descargué antes de venir. Un Pastor luterano celebra el oficio de Semana Santa ante apenas unos pocos fieles. La escena es larga, prolija. Luego pasa a la sacristía y escucha los reproches de su amante hasta que una pareja pide hablar con él. Corto la película y voy a oficios. Por el camino, como tengo tiempo, me paro en la playa. El mar bajo el sol tiene un color plateado sobre el que se deslizan los surferos. Luz de primavera. Hace fresco. En la Iglesia reparten un cuadernillo con la Pasión en francés que luego leerán. Sigo el oficio con el texto, embelesado. Como la lectura es la misma que en español y como llevo un tiempo estudiando francés entiendo todo. Al final recogen los cuadernillos y no me atrevo a quedármelo. Vuelvo a casa, preparo algo de cena y veo lo que queda de la película. El hombre que visita al Pastor está desesperado. No tiene ganas de vivir. Su mujer le ha traído para que el Pastor le diga algo que le dé ánimos,  pero el pastor es incapaz pues también él es un  hombre sin ilusión, que parece vivir pegado  a unos rituales vacíos y que no cree en nada. La pareja se marcha y la amiga del Pastor vuelve y le reprocha que no la ame. No quiero contar el final. La película es desnuda, profunda, inquietante. Es difícil encontrar hoy algo así. Seguramente, pienso,  es una buena forma de  celebrar la Semana santa. Al poco de terminar oigo el coche que llega.

martes, agosto 01, 2017

Barceló

Al final de la tarde sofocante me senté en el Plaza Mayor, por ver si el gran elefante que Barceló ha instalado allí boca abajo, haciendo equilibrios sobre su trompa, saludaba con un cuesco, y miré hacia arriba, hacia  el azul del cielo y aquella luz intensa me trajo de nuevo los colores violentos que había visto todo el día en la gran exposición de Barceló repartida por toda la  ciudad, y que celebra los 800 años de la Universidad de Salamanca, pues son las últimas obras del mallorquín las que se muestran aquí y allá:  el gran cuadro del  Arca de Noé, lleno de  animales y  frutos, en Fonseca, junto al amarillo de las arenas o  el azul del paraíso de las acuarelas que pintó para ilustrar  la Divina Comedia, y esos formatos enormes con frutas y protuberancias, repletas de todo lo que se vierte, chorrea, se superpone, brilla, comienza a pudrirse, reverbera,  estalla, se replica, se vuelve blanco, cae al fondo, se deshace, se vierte, resbala, se comba, se aplasta, se pega, flota en el mar; lo que se toca y se huele y sale del cuadro, lo que se consume y persiste retorcido como esas enormes cerillas a medio quemar que se parecen, en el patio plateresco de las Escuelas Menores, a  las estilizadas estatuas de Giacometti, metáfora de la vida que se consume enseguida en su llama y tras la que solo  queda un breve fulgor; todo esto me venía de nuevo a la cabeza allí en la plaza, sentado por fin, solo entre los demás, recogido, lo que me hizo recordar los versos de Aleixandre: hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado; allí en la plaza miré al cielo y volví a ver todas las  ocurrencias de ese niño grande que juega con el barro y los colores, un bromista muy serio, pues solo el arte que tiene la ligereza y la penetración del humor puede decirnos algo, mientras las gentes pasaban a mi alrededor, iban y venían, unos niños formaban una fila habalndo en francés,  los vencejos chillaban, desfallecía la tarde  y en el reloj del ayuntamiento daban las campanadas  de  las nueve y de pronto aquel elefante blanco de ocho metros erguido sobre su trompa, tal vez la imagen de nuestra vida siempre en la cuerda floja y  que pese a todo se sobrepone y busca su equilibrio y se las arregla para seguir adelante,  soltaba una ráfaga de humo  por el ano que ascendían  al cielo y se difuminaba enseguida en el aire, hasta hacerse invisible.

miércoles, julio 19, 2017

viernes, mayo 19, 2017

Making of

(Texto solicitado sobre cómo escribí RC)

El 30 de mayo de 1985 una bomba explotó en un portal de la parte vieja de Pamplona, justo cuando Alfredo Aguirre, un chico de 13 años, entraba en el portal de su casa. La bomba iba dirigida a unos guardias que habían acudido a una falsa llamada de socoro, y fue detonada desde la distancia por unos etarras apostados allí. La explosión de la bomba, que estaba dentro de una bolsa de basura en el portal, destrozó a Alfredo e hirió de gravedad al policía Francisco Sánchez, que había acudido a llamada y que moriría poco después en el hospital. La madre de Alfredo bajó corriendo y se abrazó primero al policía agonizante, creyendo que era su hijo, y luego al ver unas zapatillas que no le eran desconocidas en el otro cadáver comprendió su error. Al día siguiente, los  compañeros de Alfredo, a quien apodaban Godo, su clase de 7º de EGB del colegio de Jesuitas, pintaron espontáneamente en la pizarra de su clase: GODO  nunca te olvidaremos. En una foto de entonces, un profesor de espadas contempla en silencio la pizarra. 25 años después, aquellos muchachos se reunieron para decir que todavía lo recordaban.


Aquellos eran los años de plomo de Eta, que mataba cada tres días,  con una saña que hoy cuesta trabajo imaginar. Mi generación ha tenido que convivir toda la vida con esta violencia nada ciega, sino certeramente dirigida a amedrentar a la sociedad para que cediera por la fuerza  a sus pretensiones. A base de bombas, tras esa pesadilla,  se iba a construir una Arcadia feliz.  Nada nuevo. Después  de Aguirre todavía  vinieron muchos más. Imposible retener tantos. En Pamplona esto se vivía con una especial intensidad, desde el centro del huracán, con una parte de la población que disculpaba esas muertes, o se inhibía, por miedo o comodidad,  como si no pasara nada. 
Mucho tiempo después, hacia 2007, cuando el terrorismo estaba en su final, sentí la necesidad de escribir algo sobre este tiempo, esa larga época de violencia, sobre sus víctimas y sus autores. Era algo difícil de evitar y a la vez difícil de abordar para un escritor. Como si faltaran las palabras para hacerse cargo. Como si fuera todo demasiado cercano. Sin embargo, comprendí que no podía escurrir el bulto, que escribir consiste en contar lo que  no procede,  aquello en que nos va la vida. Si no, ¿para qué hacerlo? Sin embargo, no tenía claro el cómo, me sentía incapaz de inventar algo que lo resumiera todo, buscaba una historia significativa. Por azar me topé con un asunto en el que  un etarra, después de salir de la cárcel, encuentra un trabajo e intenta alejarse de su pasado.  Pero de pronto, una orden judicial ordena embargar parte de su sueldo  para  hacer frente a su RC,  a su responsabilidad civil, a la indemnización que debe a la víctima. La cuestión es que dejarse embargar era tanto como  aceptar que había algo que reparar,  reconocer el  mal causado,  admitir  que no hubo razón para matar. Eso, cuando la consigna en ese mundo era rechazar  cualquier beneficio penitenciario, cualquier forma de reinserción que viniera a reconocer que la violencia terrorista no era lícita o no estaba justificada. Dejarse embargar era sencillamente  colaborar con el enemigo. Una traición. Un ejemplo que no se podía permitir.
Antonio, el preso,  se ve presionado para que  deje el trabajo de inmediato y debe elegir entre hacer lo que le mandan o salirse  de la fila. También Luis, el padre del niño, debe elegir entre pasar página y no reclamar, para que el preso se reinserte, para pacificar las cosas, o seguir demandando lo que se le debe. Aquello, comprendí,  concentraba todas las cuestiones en juego que se iban a suscitar enseguida: la muerte, el dolor, la culpa, el duelo, la responsabilidad, el perdón;  en suma,  como íbamos a cerrar la larga etapa del terrorismo. Y las reunía no de una manera teórica, sino narrativa: en un dilema real.  Empecé a escribir. Tenía el etarra que sale de prisión, Antonio, un pobre tipo hijo de un emigrante de Zamora que quiere integrase como sea,  no un héroe aguerrido y cruel, como se presenta  a veces a los terrorista, sino un buen ejemplo de la banalidad del mal y necesitaba al otro lado a una víctima de su  desvarío.  Entonces me acordé de Alfredo, Godo, y me valí de él, para arrancar la novela y crear el personaje de Luis, su padre, enfrentado a un duelo imposible.  El que empieza ese día maldito en que un niño da una patada a una bolsa de basura en el portal.  Luego, escribiendo, comprendí que aquello, más allá de la anécdota, la época y el contexto, adquiría un rango superior, como si fuera aplicable a otras víctimas y otras situaciones, como si fuera parte de una historia mayor que viniera de muy atrás.
Alfredo fue el detonante de esta historia, un niño que apenas aparece en la primera página pero deja un rastro imborrable. Un agujero negro.  En el fondo, aunque no salga más que al inicio,  todo lo que ocurre  depende directamente de él: el desconsuelo y el alejamiento de sus padres, incapaces de soportar su falta; el largo proceso de Antonio, en la cárcel,  que poco apoco va sentirse culpable; el devenir de un mundo en que él ya no está y que pese  a todo sigue girando; la historia  de ambos, Luis y Antonio, víctima y asesino,  que van a reunirse por fin un día, frente a frente, por su causa.
Todo es ficción en la novela: la historia, los personaje, y   a la vez todo es verdad, pues responde  a lo que ocurrió. Cada día, sin faltar uno,  hay alguien que recuerda a un ser querido que le fue arrebatado sin razón.  Quizás la deuda que tenemos con él sea contar lo ocurrido y que eso consiga darle un poco de consuelo. 




martes, marzo 14, 2017

La vida lenta

De un día para otro ha vuelto el frío, y después de unos días luminosos la temperatura ha caído más de diez grados, lo que resulta obligado anotar, no en vano leo estos días La vida lenta, los dietarios de Pla, llenos de notas sobre el tiempo, los vientos –ese pánico a la tramontana- el garbino, el mistral; sobre el calor y el frío; los cielos verdosos, violáceos, gélidos, clarísimos, plácidos; la nieve y las tormentas. Son notas para tres diario: 1956, 57 y 64, a razón de 10 líneas cada día: secas, precisas, sin elaborar, que buscan fijar cosas para que no se escapen. Un tiempo distante, irreconocible, en un Ampurdán remoto, sin turismo ni glamour. El lejano franquismo, el miedo a la censura, el mundo de ayer. Paso la tarde y la noche en la masía entre el fuego y la cama, con los viejos papeles, anota. Eso es más o menos su programa de vida: levantarse tarde, escribir un rato, esperar que Teresa, o quien toque, le haga algo de comer,  leer a Voltarire, a Chateaubriand, al doctor Johnson, a Montaigne, a Léautaud.   Al final de la tarde ir a  Palafrugell, a la tertulia y luego  cenar en Can Miquel -una corvina,un congrio, trigueros, caracoles, carn d`olla- donde bebe demasiado y luego se lo reprocha al volver al Mas, a escribir o leer un poco más. En esa última hora, ya casi amaneciendo,  es cuando se preocupa de anotar casi telegráficamente  el día. Donde ha ido, que ha hecho, si llovía o no, que ha pasado por delante. Un material para elaborar, un guion, un boceto, un negaivo. Todo tiene  un tono algo melancólico, descreído, con toques de humor. La situación del país, la vida literaria, el tiempo que pasa, la sensación de hacerse viejo. Es un hombre sin máscara que se sincera -hasta cierto punto-, y en esa verdad cotidiana nos sentimos reflejados y entramos a la perfección, no en vano nuestra vida es la  vida diaria.   Pero no es una  confesión, ni hay intimidad que desvelar;  no hay  exhibición, como ocurre hoy con cierta  literatura, incluso con cierta posición en la vida, en donde todo se hace público, todo es transparente y a la vista de todos –tenemos el modelo extremo de Knausgard- y no hay que ocultar nada.  Desnudarse es la obsesión de la época. Contarlo todo, no tener pudor, llamar la atención como sea. Pero la intimidad, en realidad,  es algo poco interesante. No es la oscuridad, sino el exceso de iluminación lo que oculta las cosas.  Lo interesante, más bien,  es lo velado, lo que hay que descubrir,  lo que se revela y permite  relaciones y sugerencias. Lo importante es siempre cuestión de detalle, porque en él aparece algo vivo.  Viento de garbino cuaresmal que trae el olor de las mimosas y de las primeras violetas, leemos. ¡Ay, cuantos sabores y olores!  En el Cuaderno gris se comía, recuerdo, mucho pollo con langosta y en un veraneo en La Escala yo encontré un cocinero que se prestó a preparar  una cazuela que nos duró varios días. Estaba magnífica, como diría Pla. Para que luego digan que leer no sirve para nada.     

lunes, marzo 06, 2017

Rulfo, o la maldición de la obra maestra

El escritor mexicano Juan Rulfo.
Se vuelve a  hablar de Juan Rulfo, a los cien años de su nacimiento, y su figura se engrandece en la lejanía mexicana, en el recuerdo de aquella deslumbrante  narrativa de América –la mejor novela española se escribió fuera de España-, y en su caso llama la atención que este hombre haya pasado a la gloria literaria con apenas dos obras: la novela corta Pedro Páramo y los relatos de El llano en llamas, tras lo cual se sumió en el silencio, como si se tratara de unos de sus personajes enmudecidos. Rulfo supo poner voz a lo que nunca antes se había escuchado: la voz del indio, el pensamiento inaccesible del indígena; esa rumia de algo que no podemos concebir; lo que se esconde  tras ese rostro circunspecto, inexpresivo; algo que viene de muy lejos, de antes de la conquista, de lo profundo  de la selva y el altiplano. Un mundo atemporal,  un lugar que nos está vedado. Hasta él, teníamos la novela del indigenismo bienintencionado que reivindica al autóctono de las américas, al indio, pero que lo hace desde fuera, queriendo  salvarle incluso de sí mismo, sin tratar de entenderlo. La obra de Rulfo penetra la mentalidad del indio  y  va tendiendo, como él,  a lo lacónico, al silencio, a las visiones entre el sueño y la vigilia, a las figuras fantasmales y la mezcla de  pasado y futuro. Su Pedro Páramo fue la irrupción de algo nunca intentado y que no ha tenido  herederos.     Rulfo vivió bajo la maldición de esta obra el resto  de su vida, incapaz de escribir nada más por el miedo a no estar a la altura –lo peor que le puede pasar a un creador-, eclipsado  por sí mismo, lamentando  la mala suerte de haber logrado la perfección. Pero no cayó en esta trampa de volver a escribir una y otra vez Pedro Páramo, como esos  artistas que se repiten hasta el hartazgo, y  eso lo ensalza. Siguió alrededor de la vida literaria, aplastado por su obra. ¿Para cuándo un nuevo libro, maestro? le preguntaban, y él decía que pronto, ahorita, y callaba. Aquellos años donde no escribió fueron en realidad –si se leen algunos testimonios- muy duros. Fue un hombre introvertido, con tendencia depresiva, entregado al alcohol y al tabaco que al final lo matarían. Viajó por México haciendo unas fotos espléndidas, en blanco y negro, con rostros que parecían paisajes torturados y paisajes que parecían rostros llenos de arrugas, que no necesitaban  palabras. Murió en su país, donde se había convertido  en vida en una vieja gloria,  hace tiempo. 

Eurodiputado

En Diario de Navarra

martes, febrero 28, 2017

Verdú

Verdú junto a Rato en febrero 2012
No todo el mundo tiene un precio, y este es el caso de Francisco Verdú, el único que rechazó la tarjeta black de Caja Madrid –otros dos tampoco la usaron-,  con la que se podía gastar sin justificación y  sin dejar rastro en Hacienda,  a  la que no pusieron pegas los 65 condenados en este asunto, la mayoría de ellos representantes políticos. Verdú fue fichado por Rato en el momento de lanzar Bankia, y fue el propio Rato quien le ofreció esa tarjeta. “Le dije que no podía aceptarla porque era una mala praxis. En 30 años en banca no había visto una cosa así”. El testimonio de Verdú ha sido muy clarificador, según la sentencia, y desmonta en buena parte el argumento de que esta tarjeta era una formula aceptable, y no una prebenda.  Verdú era un hombre muy bien pagado en Bankia, pero sobre todo alguien capaz de trazar esa línea que detecta algo incorrecto y no lo admite, aunque los demás lo hagan. En aquellos días de vino y rosas, los consejeros que debían controlar la entidad  decidieron que a nadie amarga un dulce y tiraron de tarjeta, algunos de forma moderada y   otros, como  el de IU, sin freno. En la banca privada, de donde Verdú venía, no había esta barra libre. En su salida a Bolsa, las  cuentas auditadas y bendecidas de Bankia acreditaban una solvencia que no era tal,  lo que puso en duda los controles y el rigor del sistema. En realidad, como el caso de Verdú demuestra, ningún sistema vale si no hay gente dispuesta a tomárselo en serio. Si el mundo rueda y mejora, lo hace gracias a un puñado de hombres libres que se limitan a cumplir con su deber, y resisten la tentación del dinero y el poder. Hay muchos ejemplos. Un hombre negro se negó a ceder su sitio a un  blanco en el bus; un puñado de gente salió por fin en el País Vasco, entre la indiferencia general, a  decir no a Eta. Después de ellos, vino una marea, como si hubieran dado permiso. Verdú es un tipo de Alcoy, de origen sencillo, que llegó a la cima y que ahora se ha ido a vivir a Miami. En sus ratos libres escribe poemas muy crudos. Llegué allí arriba/  a un despacho con vistas/ el Audi y el chofer  a la puerta/ cojones, que despacho/, escribe. 
(Publicado Diario Navarra 27/2/17)

lunes, febrero 20, 2017

Vientre de alquiler

Tanto en el reciente  congreso del PP, como en el de Podemos,  aparentemente tan distintos, se ha planteado a la vez un  asunto, en apariencia menor, como el de los vientres de alquiler, con el que ninguno de los dos sabe qué hacer. Pagar a una mujer para que tenga el niño que una pareja, o alguien solo, no puede –o no quiere- tener hace saltar alarmas, no en vano no permitimos que alguien venda el riñón o su propia sangre, y lo sacamos del comercio, pues no todo se puede comprar y vender, aunque alguno se sorprenda. Hacer cargar a alguien con la gestación y el parto, y desconocer el vínculo que se crea con ello y las consecuencias que acarrea, debería hacernos cautelosos,  pero como no es posible poner puertas al campo y ya hay quien lo ha apañado fuera y el niño ya está entre nosotros, no tenemos tiempo para pensarlo.  Si puede hacerse, ¿Por qué no aquí?  Todo lo que la ciencia está en condiciones de hacer, termina haciéndose, aunque esa  faz inquietante no queramos verla. Pero lo que  todo esto desvela, en realidad, es  la falta de  deseo de tener hijos que nos aqueja, salvo quizás entre aquellos que no pueden tenerlos, y eso les espolea. "He apostado todo a este proyecto", escuché a una diseñadora de moda que pugnaba por un Goya. "Ni pareja, ni hijos, ni nada que no sea mi trabajo". La necesidad de triunfar,  el brillo profesional, el todo se puede, son el modelo que  se nos propone por todas partes.  Es difícil que así quepa un niño, o que no se supedite a otros anhelos,  y resulta lógico que la engorrosa tarea de traerlo al mundo se quiera trasladar a otros.  No tener hijos es  un gran problema en nuestro país, un lugar cada vez más avejentado y picajoso que no va a poder pagar  sus hospitales y pensiones. Pero todo problema, en realidad, engendra su solución, como un vientre en que crece algo nuevo, podemos decir. Vivimos en un mundo confortable al que tocan a la puerta miles de inmigrantes, justo cuando  más necesitamos que vengan y que tengan los hijos que aquí no queremos tener. Al menos, hasta que se acomoden y se vuelvan tan perezosos y tan trabajadores a la vez, como nosotros.
(Publicado hoy Diario de Navarra)

lunes, febrero 13, 2017

Voz

Cesó la voz de Pérez de Arteaga, la voz del concierto de año nuevo y sobre todo la voz de tantos programas de Radio Clásica,  esa emisora a la que uno puede huir solo moviendo el dial y abandonar todo el ruido y la furia y sobre todo toda la tontería del mundo, y entrar en ese país vecino y a la vez distante de la música, cuyo idioma nos es desconocido pero a la vez entendemos a la perfección, y  que él iba descubriendo con su voz envolvente, algo aguda, que tenía algo de erudición y a la vez de fiesta,  como la de un niño embelesado con su juguete, y esa voz, al revés de lo  que ocurre  casi siempre, se correspondía con la de su imagen cuando la vi el otro día por primera vez: un hombre con perilla y gafas,  afable, con chaqueta, como un científico o un musicólogo despistado, que es lo que era; la propia voz es algo siempre extraño,  basta grabarse un momento en el móvil y escucharse para ver que parece la de  otra persona, y casi siempre imaginamos alguien distinto cuando oímos solo su voz; hay voces que imprimen carácter, como la del gran Fernán Gómez, o que son un obstáculo, como la del juez Garzón, y casi todas tienen la ventaja de comunicar mucho más de lo que dicen; algunas, demasiado  solemnes, por ejemplo, suenan ridículas; otras, que son rotundas y no admiten réplica, resultan falsas y hoy escuchamos a quienes  niegan lo evidente sin inmutarse, porque negar la verdad resulta rentable; hay voces que son historia, como la Franco en sus últimos años, quebrada y asustadiza, como su régimen, o la de Mao, un hombre que tenía en sus manos a otros mil millones,  y que debía ser de pito. Recuerdo muy bien la voz de Arteaga, su  manera de introducirnos en la profundidad de una música,  y a veces, en la radio, en algún día complicado, a punto del desánimo,  me dejaba llevar por su  voz de pícaro y de sabio a la vez, y así  podía escapar de esa otra voz  que nos persigue; esa voz interior que nos juzga y nos manda tanto, la que nos impide gozar con lo que hacemos y estar en paz,  a la que hay que mantener a raya.
(Publicado Diario deNavarra 13/II)

lunes, febrero 06, 2017

Caídos

Una docta comisión ha propuesto destinar los Caídos a museo de la ciudad, y su propuesta, llena de buenas razones y mejor voluntad, no puede sino ser acogida con alborozo y recuerda a esa otra de la comisión madrileña que está depurando el callejero, de cambiar el nombre de la calle Millán Astray por la de la inteligencia, algo lleno de fina ironía. Pero este edificio  no están para ironías, sino condenado y no me parece fácil hacer algo allí. Será porque toda mi vida lo he visto cerrado a cal y canto, sin gracia, demasiado grande, como uno de esos trastos que se heredan en una casa y nadie se atreve a quitar. Los Caídos, con su cúpula que parece desfallecer, tan solemne y solitario, es como un barco arrumbado, un pecio, y tal vez serviría como una gran  estación de metro,  con gente que viene y va, por fin lleno, pero si no tenemos  metro y el AVE no va a llegar, no hay nada que hacer; o podría acoger una pista de patinaje, se me ocurre, para deslizarse sobe el hielo bajo su bóveda, como en una película rusa. Hacer otro museo da un poco de pereza, y puede que el continente pese demasiado y se cargue el contenido, pero yo me someto a la comisión, que es la que  sabe,  y tiene razón en que, una vez desprovistos de viejas simbologías, a estos edificios que conmemoran gestas que ahora nos resultan incómodas, hay que darles uso.  Como la Plaza Roja, con su tumba de Lenin embalsamado, que sigue ahí, como si nadie se decidiera quitarlo. Algo parecido le ocurre a los Caídos, que basta verlo a lo lejos para sentir de pronto el peso de otro tiempo y la necesidad  de no volver a las andadas, porque en Navarra, como escribió alguien,  hay quien ha cambiado de ideas pero no de forma de pensar, y este edificio sirve  para recordarnos que ya no es posible imponer la verdad por la fuerza, aunque ahora sea una verdad de signo opuesto. Los Caídos son el  pasado que viene a vernos, un testigo molesto de una guerra terrible en la que, como dice un personaje de Trapiello, muchos lucharon en el lado bueno con las peores razones y otros en el lado malo con los mejores propósitos.
(Publicado Diario Navarra 6/2)

lunes, enero 30, 2017

Reverte

Jorge M. Reverte -el otro Reverte-,  cronista de la historia reciente y de la guerra civil, publicó un libro hace poco sobre la matanza de Atocha de la que ahora se cumplen 40 años, en que entrevistaba a los protagonistas de aquellos días en que todo pendía de un hilo y que fue sin duda el momento clave de la transición.  Los pistoleros que mataron a cinco abogados de CCOO querían reventar el frágil avance hacia la democracia y provocar una respuesta militar que desbaratara el proceso y, de hecho, el propio gobierno de Suarez, desbordado por la situación,  acuciado por todas partes,  reconoció que aquellos días  no era capaz de garantizar siquiera la seguridad de los heridos ni  el cortejo fúnebre.  Sin embargo,  aquel atentado logró lo  contrario que pretendía. “Sirvió para consolidar el camino a la democracia” explica Ruiz Huerta, el abogado que sobrevivió a la bala que chocó contra el bolígrafo que llevaba encima. “El ADN de la democracia está en Atocha”, dice. El orden estricto de aquel desfile con los féretros por las calles de Madrid, lleno de dignidad y silencio,  fue a cargo del PCE, que a los pocos meses estaba legalizado. Paca Sauquillo, cuyo hermano fue uno de los asesinados,  recuerda la enorme tensión de aquellos días, la violencia que acuciaba desde todos los lados, el miedo reinante. Quien hoy desprecia aquello, no sabe lo que dice.  El libro de Reverte confirma la idea de que la transición no fue un guion escrito, sino un proceso frágil y costoso, lleno de incertidumbre, y que las cosas podían  haber salido de otra manera. Es la confirmación de que la historia no está escrita, sino en nuestras manos, que nada está determinado del todo. Esto ocurre también para la vida de cada uno, cuya deriva  no podemos  atribuir sin más  a las circunstancias o al destino.  Con lo que nos toca, podemos hacer cosas distintas. Cuando escribía el libro de Atocha, Reverte sufrió un ictus que le llevó al borde de la muerte.  El mismo sintió en un instante que podía dejarse  llevar, o volver. Volvió, y terminó el libro. Desde entonces, por encima de sus secuelas y dificultades, no ha parado. Da gusto leerle.
(Publicado Diario Navarra 30/I)

lunes, enero 23, 2017

Semana negra


Mientras en el Baluarte de Pamplona se celebraba la semana negra, en la que novelistas, forenses,  y expertos hablaban del género y daban vueltas  a la potencia narrativa del  crimen y de su tratamiento en el cine y la literatura, fuera del Baluarte teníamos un caso práctico, la realidad mostraba su lado oscuro, y una mujer moría al parecer a manos de su pareja y era arrojada al río envuelta en una alfombra. El crimen nos horroriza y nos espanta, y nos levantamos contra él, pero al mismo tiempo nos atrae y nos produce una extraña fascinación. Por eso hay jornadas sobre el crimen que suscitan tanto interés, puede que más que cualquier otra cosa, y de qué sino del crimen tratan la mayoría de películas y series que vemos, llenas de asesinos en serie, policías corruptos y cadáveres en el armario.  Del crimen queremos saberlo todo y entrar en detalles que nunca nos bastan, y por eso los medio le dedican grandes espacios, junto con las catástrofes de todo tipo; aviones que caen, tornados, terremotos, que serían como un crimen sin autor o con un autor anónimo o genérico como la naturaleza, o el destino, por no hablar del género de las desapariciones, que son enigmas en los que intuimos un final fatal  y, que nos mantienen en tensión. Es como si tuviéramos dos almas: una amorosa y compasiva y otra que encuentra algún tipo de satisfacción en lo contrario, dos caras de la montaña, una de luz y otra en sombra, que van variando a lo largo del tiempo, dos pulsiones dentro de nosotros. La dificultad de vivir con los otros,  el fenómeno contagioso del odio, la patología del crimen, son también parte de nuestra naturaleza. Para ilustrar lo que es vivir en sociedad, Freud se refirió a un cuento en el que un grupo de erizos enfrenta una noche heladora y se juntan para darse calor, pero entonces las púas de unos y otros se clavan y vuelven a separarse, hasta que el frío les hace juntarse de nuevo  y volver a hacerse daño. Buscar la distancia precisa, salvarse uno solo y a la vez con los demás, como los erizos, esa es la cuestión.
(Publicado Diario Navarra 23/I)

lunes, enero 16, 2017

Rescate

Ang Rita. Sherpa.
En 1980 llegó Pamplona el sherpa Ang Rita, invitado por varios montañeros de Pamplona a quienes había acompañado en el asalto al Dhaulagiri, un clásico del Himalaya,  y su visita levantó mucha expectación. Para empezar, Rita y un compañero llegaron a Barcelona en avión,  pero sin equipaje, pues al parecer no vieron necesario traer ropa de recambio  o puede que no estuvieran seguros del clima de Pamplona,  no en vano era la primera vez que salían de su pueblo. La impresión ante una ciudad europea y moderna debió ser mucha, pero lo que más les llamó la atención,  por encima de cualquier otra maravilla, fue subir en un ascensor, lo que hicieron varias veces,  para comprobar cómo iba arriba y abajo cada vez. Eran, sin duda, otros  tiempos, los montes y los viajes se hacían con más calma,  regían las distancias y quedaba  alguna gente feliz.   Cómo nos ven los otros es algo que da muchas pistas de lo que realmente somos. Hay un hombre negro,  por ejemplo, que llegó hace tiempo del Camerún también sin equipaje, y que se dedica a la venta de collares y baratijas por los bares –me pregunto quién monta todo esto-, y que al llegar a Pamplona un otoño,  lo que más le  sorprendió fue que había gente cuyo trabajo era recoger las hojas que habían caído de los árboles. Cómo serán de ricos aquí, escribió a su familia, que pagan a alguien por barrer las hojas del suelo. Tenía razón. En África y en gran parte del mundo, la basura se amontona en cualquier parte, se vierte a los ríos, y las hojas se las lleva el viento muy lejos, a veces perseguidas por esos perros famélicos que sobreviven a duras penas y que ladran a todo lo que se mueve. Pero si ese hombre llegara hoy a nuestra ciudad,  no serían  las hojas barridas, sino la historia  del rescate de un perro con un helicóptero, que hemos conocido sin inmutarnos estas navidades, lo que le dejaría pasmado. El equipo de rescate  se descolgó de una peña cercana para no asustar el can, y se lo entregó a su dueño. Si este hombre cuenta esto a los que siguen allí en el Camerún, no van a creer que él siga a duras penas  vendiendo por los bares.
(Publicado Diario Navarra 16/I/17)

lunes, enero 02, 2017

Mesías

Fragmento del Mesias copiado por Beethoven.
El Teatro Real de Madrid se llenó para escuchar el Mesías esta Navidad, una obra que siempre es un acontecimiento, pero ya desde el principio se vio que William Christie, su director,  un tipo exigente, estaba molesto  con las toses de la platea, aunque lo peor vino más tarde, en el aria He was despised, cuando  el  contratenor proclama que el Mesías fue  "despreciado y rechazado por los hombres”, momento en que se oyó nítidamente un móvil en un palco cercano al escenario. No era la primera vez,  y Christie hizo callar de golpe la música. "Acaba usted de cargarse uno de los pasajes más bellos de una de las obras más hermosas jamás escrita", dijo enfurecido. Tal vez Händel en ese momento dio un respingo en su tumba.  En su época  no es que hubiera un gran silencio: la gente pateaba las obras, entraba y salía, cuchicheaba.  Pero el móvil logró lo que nadie antes: detenerla.  Puede que esto, ante la magnitud de problemas del mundo, parezca una minucia, pero no es así.   Pasan los años, se acumulan los dramas, las guerras se repiten, las generaciones se renuevan,  pero el Mesías sigue brillando sobe el escenario y su música, una vez empezada, sabemos que no se detendrá hasta el final, lo mismo que el día no termina hasta la noche. Esto no es en vano. La primera vez que oyó el Mesías, el rey inglés Jorge II se levantó de pronto en el Aleluya, conmovido, dicen que para  estar unas pulgadas más cerca del cielo.  Cuando Händel compuso esta obra estaba en bancarrota,  sufría una apoplejía y arrastraba una crisis creativa. Era un hombre acabado. Sin embargo, algo le hizo dejar de lamentarse, salir de la cama y acabarla en catorce días febriles, sin parar.  La otra noche, el Real  contuvo el aliento cuando Christie detuvo  la música.  Al poco se oyeron murmullos y la gente rompió a aplaudir. La orquesta atacó entonces el He was despised, y el mundo volvió a girar. Las toses callaron y los móviles, por una vez y sin que sirva de precedente, pues no es posible curar una epidemia, cesaron también, mientras  la música fluía a sus anchas, como un hombre liberado por fin de una gran carga.
(Publicado Diario de Navarra 2/I/17)