jueves, diciembre 28, 2017

Diario de Hendaya (23)

26 diciembre. De sol a sol. 

 

El escritor José Jiménez Lozano

Callejeando por la mañana entro en una librería de libros usados (un libro, 3 €, dos por 5 €y cinco por 10 €, es el precio) y me hago por 3 euros con un libro de Armada: España de sol a sol, encuadernado en tela, con fotos en blanco y negro, un viaje en el verano del año 2.000 (¡han pasado 17 años!) por España. El primer  capítulo,  en el que vuela desde Nueva York, donde era entonces corresponsal de ABC,  se titula Fuga de muerte como el poema de Celan, lo que dice mucho sobre las aspiraciones del libro y me trae recuerdos (sobre Celan escribí algo en algún tiempo).  La prosa del libro es trabajada, empeñada en describir con precisión, con cielos de basalto y un gato muerto en la carretera junto a un puticlub. Es España. A secas, como el tema de Chick Corea, Spain.   Enseguida me paro en el capítulo que dedica a Jiménez Lozano, Guía espiritual de Castilla, se titula, como la obra de este escritor que alguna vez dijo que no quería ser escritor, sino escribir, y donde caben judío, moros y cristianos. Jiménez vive en Alcazarén, un pueblo minúsculo de Valladolid lindando con Ávila. Cuando Armada le visita tiene 70 años. Por entonces acaba describir Un hombre en la raya y una biografía de Fray Luis de León y sigue leyendo a su autores de siempre: Kierkegard, Simone Weil, Pascal, Juan de la Cruz.  Quizás este hombre sea la expresión de unos  tiempos en que las palabras  querían decir otra cosa. Sobre un azulejo pegado a la tapia, dice Armada, hay una inscripción con una cita de Emily Dickinson:

Si ya no viviese
Cuando los petirrojos vuelvan,
Dadle al de la corbata roja una miga en mi recuerdo.

Armada le lleva en coche por la planicie castellana -esta parte podría tanto ser Jutlandia como Castilla, dice Jiménez mirando por la ventanilla esas extensiones sin un árbol- hasta su pueblo de nacimiento, Langa, y allí, junto al cartel del pueblo, sentado en el suelo y encendiendo un cigarro,  posa para una foto insólita. Hago cálculos y me digo que hoy, si vive, tendría 87 años. Entro en internet y compruebo que acaban de darle un premio, o una condecoración para laicos en la Iglesia, que le ha otorgado este Papa. El ya estuvo de corresponsal en el Vaticano II y siempre ha sido un cristiano heterodoxo (quizás la única forma de ser cristiano).  Representa la tentación mística, la religión inaprensible, la esperanzada llama en el vacío. En el vídeo de la concesión de la medalla se le ve muy mayor dentro de un traje con chaleco que le siente mal, con un cuello de la camisa rebelde que se le levanta y se va hacia un  lado, como si bizquease. Recuerda a Ferlosio recibiendo el Cervantes, pero más pequeño y rechoncho, como un sapo sabio. Sigue teniendo unos ojos azules en una mirada plácida, un poco vidriosa ya. Mirando aquí y allá  encuentro una referencia suya a Unamuno, escrita en 1986, en el cincuentenario de su muerte: "Unamuno es alguien que emite un mensaje directamente emanado de su existencia,  en lugar de dedicarse a una construcción intelectual respecto a la existencia",  que es algo que se dijo también de Kierkegard, el danés.
A veces pienso que debería dejar de escribir, se despide Jiménez, pero ¿qué haría entonces? 

sábado, diciembre 16, 2017

Diario de Hendaya (22)

14  diciembre: muñecas rusas


Como se hace una novela es una falsa novela que recuerda a las muñecas rusas. Unamuno escribe el libro en Paris, recién desterrado, en diciembre de 1924 y se lo entrega a su amigo Jean Cassou en el verano de 1925. Cassou lo traduce al francés -lo mete dentro de otra muñeca-,  y lo publica con el título Comment on fait un roman en la revista Mercure de France, con un prólogo suyo: "Portrait de Unamuno". También entrega el texto original en español a un editor alemán, para que lo traduzca y publique allí. En estas idas y  venidas el texto  se pierde, y cuando Unamuno vuelve a él en Hendaya, en su habitación  del hotel Broca, en 1927, ha de servirse de la versión francesa de Cassou, porque la muñeca primera se ha perdido.  En Hendaya  Unamuno amplía   considerablemente la novela. Allí está más sereno que en París. La visión de la cercana España, los paisajes vascos, dice que le hacen bien. También su empecinada oposición  al Directorio de Primo  le mantiene en tensión. No acepta invitaciones para ir a Europa o a América, ni para volver a España. Sigue en la frontera, negándose a traspasar la línea.  Se mantiene firme, lejos de su familia, sin aceptar siquiera publicar en la prensa española, escribiendo en el hotel, dando paseos a paso rápido. Esbelto –escribe Cassou en  el Portrait-, embutido en su uniforme civil (se refiere a su traje oscuro que usa todos los días)  firme la cabeza sobre los hombros que no han podido sufrir jamás, ni aun en tiempos de nieve, un sobretodo, marcha siempre hacia adelante, indiferente  a la calidad de sus oyentes…"
 Como  se hace una novela es una novela que no es propiamente novela, un texto  con añadidos y digresiones. Un artefacto moderno, podemos decir, en un hombre que no lo es. Una novela eternamente interrumpida, se ha dicho, que se va destapando,  y donde los prólogos y epílogos también son parte del mecanismo, como  patas de un cienpiés. En su Portrait  Cassou dice que Unamuno ha apartado todo lo que no es él mismo, y le tilda de "accidente"  (¿Para qué las coyunturas del mundo habrían de haber producido este accidente, Miguel de Unamuno, sino para que dure y se eternice?),  es pues  una especie de roca en el mar, como las que hay en Hendaya,  indiferente al ir y venir de la marea; un hombre, dice Cassou, formado, dibujado en su realidad física. Algo así como un cabo, o un promontorio. Es ante todo un cuerpo, en el sentido de que tal cosa  no es solo una entidad fisiológica, un mero organismo, sino  una construcción del tiempo, algo hecho tanto de órganos, como de ánimos,  palabras, decisiones, voluntad y azar. Un cuerpo, como dice el Zuagzhi, hecho de nuestras facultades, de nuestras  fuerzas conocidasy desconocidas. Este cuerpo, según Cassou, marcha derecho llevando por donde quiera que vaya su inacabable monólogo, siempre el mismo, a pesar de la riqueza de sus variantes. Un hombre siempre tras una idea y un propósito,  que no duda,  un hombre con la necesidad de hacerse, de crearse a sí mismo, de novelarse, de hacer de sí mismo  la auténtica obra. Vamos sacando una a una las muñecas y dentro está siempre él, bajo todas las capas.

lunes, diciembre 04, 2017

Diario de Hendaya (21)

3 diciembre. Messiaen

 

Oliver Messiaen
Día gélido en Hendaya. Por el camino el paisaje está blanco, y se ven los árboles con la nieve prendida, salpicados de un blanco impoluto, como si un pintor meticuloso hubiera pasado por cada uno, hubiera repetido el gesto.  La playa está batida por olas grandes y un viento helado  que las despeina. Es raro aquí este frío. Vamos hasta el final de la playa, hasta las dunas y a la vuelta comienza a granizar, luego llueve y para, como si el día no se decidiera, quisiera probarlo todo.  De pronto aparece una enorme luna llena pálida sobre la corniche, como si también hubiera nevado sobre ella. Una luna mucho mayor que lo habitual, que parece de tramoya, como si fuera un efecto óptico. Puede que la luna se esté acercando a la tierra y por eso se vea mas, me alarmo. Como si el choque fuera inevitable. Seguramente una tontería. Luego, en casa, veo que es algo así: estos días la elipse que traza la luna le acerca a la tierra y se ve mucho mayor. Al estar en fase de luna llena, el efecto es impactante. A la noche salgo un momento a la terraza por si la veo de nuevo, pero ya no está. Una capa blanca ha caído sobre el suelo y sobre los coches, una capa de hielo erizado. De dentro me llega la música extraña de Messiaen.
Por la mañana vamos a Sara. Caseríos pintados de rojo, restos del otoño en el bosque al abrigo de los montes que hacen frontera. El dulce y extendido paisaje de Sara, quizá el sueño de un país perdido, armónico, bello,  que hay quien busca toda su vida, como una utopía que queda detrás, en el pasado. El camino hasta Zugarramurdi, por la senda, el pueblo de las brujas. Bajo la gran bóveda de la cueva los turistas, bien abrigados, se sacan fotos. Al sol del mediodía tomamos un bocado. Un petirrojo, con el pecho naranja, merodea y al rato mordisquea un resto de manzana con su pequeño pico. Su pareja va y viene sin tenerlas todo consigo. El pájaro me hace pensar en Messiaen.   En 1940, cuando era joven soldado francés , Olivier Messiaen fue apresado por los alemanes y enviado a un stalag en Silesia. (El stalag es un campo para prisioneros de guerra). Allí compuso su “Cuartero para el fin  de los tiempos”, una obra para piano,  violín, violoncelo y clarinete, que eran los instrumentistas con los que contaba en el campo. Messiaen estimaba a los pájaros como los mejores compositores y siempre trató de imitarlos. Además, toda su obra responde a un intenso sentimiento religioso. Es un compositor con un afán profundamente espritual, un católico convencido. El cuarteto se inspira en una cita del Apocalipsis:
     “Vi entonces a otro ángel vigoroso que bajaba del cielo envuelto en una nube; el arco iris aureolaba su cabeza, su rostro parecía el sol y sus piernas columnas de fuego. Plantó el pie derecho en el mar y el izquierdo en tierra, levantó la mano derecha al cielo y juró por el que vive por los siglos de los siglos diciendo: Se ha terminado el tiempo".
La obra se ejecutó por primera vez en enero de 1941, en el propio stalag, frente a un auditorio de prisioneros y vigilantes, unas 5.000 personas.  "Nunca he sido escuchado con tanta atención y comprensión” cuenta  Messiaen, quien añade también:
 "El frío era atroz, el stalag estaba cubierto por la nieve. Los cuatro tocábamos con instrumentos rotos: el violoncelo de Etienne Pasquier sólo tenía tres cuerdas, las teclas del lado derecho de mi piano bajaban y no se levantaban más. Nuestras vestimentas eran inverosímiles: se me había disfrazado con un traje verde completamente desgarrado, y tenía puestos unos zuecos de madera….”
El “Cuarteto para el fin de los tiempos” es una obra difícil, vanguardista, impregnada de claves espirituales. No hay ninguna concesión a la melodía o un desarrollo armónico. No es un himno para elevar la moral de la tropa cautiva, ni una opereta para divertirla. Es una prueba de la profunda convicción de alguien en el valor de su obra y en la función de la música –y del arte en general- para elevar al hombre y salvarlo. Una prueba de pasión y determinación.

martes, noviembre 28, 2017

Diario de Hendaya (20)

26 noviembre. En la cantera

 

Camino desde la cantera.

Domingo. Voy a la cantera de Alaiz temprano, donde transcurre el final de RC. (Donde Luis ensaya el arma y dispara con la pistola de alférez). Comienzo a caminar entre los riscos de la escuela de escalada. El día es frío y las nubes tapan la cima del monte. Recuerdo que un día de año nuevo estuve aquí con Esteban camino de un monte con un nombre que nos daba risa. Putrenaiza. No se ve un alma por este pequeño desfiladero. Miro las paredes y la posibles vías  de escalada y siento de nuevo   el antiguo pánico de alguna  escalada en Echauri, sobre todo un día que se enganchó una cuerda y no podíamos bajar. Más adelante me encuentro con tres paseantes, dos mujeres y un hombre que vienen de Unzué. Uno de ellos lleva un transmisor con el  que escucha las conversaciones  de los  cazadores del pueblo, que están al jabalí.  Hace poco, les digo, he oído  algún tiro. Me cuenta, satisfecho, señalando el aparato que lleva en el bolsillo, que la batida  ya se ha cobrado tres piezas. Más deberían matar, dice el otro. Hay mucho jabalí,  se queja,  y fastidian los campos. Lo remueven todo. También hay mucho corzo dice el primero.  Hablamos del sabor de la carne de corzo, muy fuerte para su gusto. El monte está abandonado. Jabalís por todas partes, corzos, también algún ciervo.  Incluso uno dice haber visto ayer mismo  un muflón. Como me extraño me cuenta que los muflones viajaban  en un camión, camino de alguna parte y como el conductor se enteró de  que había un control de la policía los soltó en la Valdorba. Ahora aparecen de vez en cuando, van de aquí para allá. Como son fauna extraña, no se sabe si han podido contagiar algo a otros bichos, puede que a las ovejas. Por eso la policía advirtió a los cazadores para que si los veían los matasen,  y luego les avisaran. No muy lejos en la ciudad, la gente pone abriguitos y lleva al dentista  a sus mascotas, pienso.  Todavía queda gente de verdad. Esto podía ser un tema para un cuento, me digo, esta doble sensibilidad. El pasado que hace chorizos con la carne de jabalí  y el presente, totalmente alejado de la naturaleza y que trata a los animales como personas.  Enseguida pienso en S que ayer mismo me contó que no sabía si regalarle a su mujer unas clases de piano, porque ella tiene la carrera pero hace muchos años que no toca. Le pregunté por qué y me dijo que no quiere hacerlo a pesar de tener un piano en casa -un piano que nadie toca- pues teme haber perdido la habilidad, no tocar como antes, no estar a la altura. Esto también se presta a un buen relato. No querer algo si no es como antes, tener miedo a no estar a la altura. Una lógica cruel que lleva a desperdiciar el talento. La lógica de nuestra mente es implacable.  No atiende a la utilidad o la moral. Así que ella no quiere en realidad tocar el piano ya.  Le digo que en ese caso debería consultarle antes de regalarle las clases de piano, ya que puede tomarse como una especie de reproche.  Él me da la razón y luego me cuenta que una amiga canadiense  que también tenía la carrera de piano  no podía tocar en Pamplona y él le invitó a su casa, pues allí estaba  el piano al que nadie hacía caso y quedaron un día, pero ella no acudió y luego le confesó que le daba pánico tocar delante suya y de su familia y no hacerlo tan bien como antes, pues aunque ellos no supieran como tocaba antes, ella sí lo sabía y no soportaba no hacerlo igual de bien. En realidad yo entendí el caso perfectamente. No es sino la historia del tiempo que nos va sorprendiendo restándonos facultades. El caso es que ella, la canadiense,  no lo podía soportar. Entonces él buscó una solución y le dio una llave para que acudiese a su casa a una hora que ellos no  estaban para tocar el piano a sus anchas, pero no sabe si llegó a  ir, no se lo comentó nunca. 
Después de despedirme de los paseantes tuerzo a la izquierda y subo por una senda muy empinada un buen rato,  hasta toparme con la niebla. Cuando miro atrás veo los campos de la Valdorba como lienzos verdes. De pronto, un poco más arriba, hace más frio, el aire es distinto y allí es donde comienzan las hayas. Es el paso de la influencia  mediterránea a la atlántica, el paso de una frontera de verdad.  Ahora se ve poco, y entre las hayas todo es más ceremonioso y los pies hacen sonar la hojas caídas como si pasaran hojas de un libro.  Más adelante hay una campa de hierbas altas y secas donde corren a refugiarse los pájaros. Cuando vuelvo al bosque, entre la niebla, aparece un animal parado mirándome Por un momento creo que es un muflón, pero cuando se mueve se oye un badajo. Es un gran potro, los ojos tapados por las crines blancas. Sigo por la senda y más arriba encuentro una balsa vacía, porque este otoño apenas ha llovido todavía. Apenas queda un charco en el fondo y barro. Escribir, recuerdo,  es un trabajo cotidiano que se hace y se decide frase tras frase, un trabajo que no puede definirse, un trabajo que impugna los clisés expresivos. Eso es así. Al escribir es tan importante lo que se pone como los que se quita porque no funciona y no suena bien. No hay que cometer errores fatales. La materia de la escritura es muy equívoca. Yo mismo, me digo pisando las hojas con cuidado, como si hubiera  debajo una trampa, en cierto modo con una precaución parecida a la que es preciso tener al escribir,   voy a tientas. No se trata de conceptos ni de historias. Es un trabajo de percepción.  El mar, los caminos del bosque. Una voluntad de explicarse.  De contar lo que es. Porque lo que es, es  asombroso.  Expresar lo que hay es lo más difícil. Es un esfuerzo por levantar una realidad.  La prosa conduce el curso del pensamiento, es la fuente  a través de la cual entender a los demás y a uno  mismo. Es el sustento de nuestra interioridad. Hay que batallar por la consistencia de la prosa. Escribir de forma prosaica, fuera del concepto, más entre las cosas,  en medio del mundo, fuera de la cháchara incesante, con palabras que vuelven a cobrar sentido.
Desde la balsa vi en un segundo cómo se abría la niebla y  la cima allí cerca, rocosa. Quedarían unos 10 minutos, quizás algo más  pero me entró una extraña prisa (que suele atacarme cuando voy solo), y un deseo intenso de no llegar hasta arriba para así tener excusa y poder volver otro día. Algo así como no tocar el piano pudiendo hacerlo. Así  que di la vuelta y volví sobre mis pasos hasta llegar de nuevo de vuelta a la cantera.

lunes, noviembre 20, 2017

Diario de Hendaya (18)

19 noviembre

 


Vamos a Hendaya muy tarde, de noche, tras ver la función del Brujo. La noche es fría, estrellada, sin luna. Cerca de Pagozelai, como ocurre tras algunos días de sol, hay una pizca de niebla que se mueve y  que desaparece enseguida. Al entrar en Francia, a medianoche, el país parece como siempre a esas horas desierto, sin vida, sin nadie en las calles y las casas tienen  las contraventanas (les volets) echadas. La casa está fría y la hierba del jardín empapada de rocío. Por la mañana vuelvo a la Corniche. En la pequeña cala de difícil acceso, a la que nunca he bajado, hay tres pescadores que van hacia la rompiente con sus cañas. Se hablan unos a otros, moviéndose con rapidez. Debe ser un buen lugar para pescar, pero no les veo sacar nada. La marea está bajando y el mar crea un paisaje de rocas y algas que sobresalen del agua y que parecen flotar y moverse sobre ella. Saco una foto y al verla no se sabe si es un charco o un archipiélago. La foto parece un cuadro. Da rabia que sea tan fácil lograr algo así. Encima de unos de los bunker medio en ruinas hay una pareja joven. El hombre consulta unos planos con un aparato junto a él. Un dron. La mujer le mira en silencio. Un poco más adelante hay otro bunker casi volcado sobre la pendiente que cae al mar. Encima, hay una escultura que hace zig-zags sobre el cemento y que parece representar los vientos. Mirando  a la derecha se ve la costa que se recorta hasta  Biarritz. La luz aquí, pienso, siempre está matizada, rosácea. No es una luz que hiere sino que se posa. Tiene las propiedades del tiempo, que pasa. Todo reside en la luz.  Cuando vuelvo escucho el sonido del dron allí arriba pero no lo veo. Pienso en el dron volando con una cámara, un ojo que lo ve todo, como Dios, del que es imposible esconderse.  Una conciencia absoluta.  Por la playa me vienen  historias de la función del Brujo: nada existe, salvo la luz, dijo.  También la luz se fijó en esa única foto del gurú que por sí sola curó a Yogananda de niño. Bastó que mirara la foto con ese propósito. Esa foto costó mucho, es la única,  ya que en otras ocasiones, a pesar de que el fotógrafo estaba seguro de haberla tomado, el yoghi no salía en ella. Hay al parecer  una reunión de yoguis y santones que se hace cada 12 años en la India. Si allí, en occidente, se dijo, que son tan adelantados,  pudieran incluir también esta sabiduría oriental, el mundo podría salvarse. Eso me llama la atención. Como si fuera una salida. Tal vez oriente es lo que pueda evitar que el mundo se precipite. La sabiduría necesaria para privarse de hacer algo, y no estar condenados a perseguirlo. Recuerdo a Billeter y las lecciones sobre Zuang Zhui, a las que tengo que volver. 
Más tarde veo a  J. C.  en la esquina del paseo, parapetado tras el chiringuito cerrado, tomando el sol en su silla de ruedas. Cuando me acerco me pide enseguida que saque un cigarrillo del paquete, algo que no puede hacer él solo, y se lo ponga en el artilugio que usa para fumar con una mano y se lo encienda. Cuando a JC se  le pregunta como va la cosa, siempre dice que bien, con una sonrisa.

lunes, noviembre 13, 2017

Diario de Hendaye (17)

Sobre la verdad y las visiones del final 

 

G.Arcimboldo. Autum.
En la comida de viejos camaradas del colegio, una especie de vista atrás, un viaje a otro tiempo, A. me cuenta que él tuvo que trabajar en casa desde pequeño, y que antes de ir a colegio debía dar  de comer a los cutos o acarrear sacos.  Hoy algo así sería impensable, sería una suerte de maltrato. Sin embargo A reconoce que fue lo que le forjó el carácter y le hizo ser lo que es. Una ética práctica sobre el valor del esfuerzo y el propio valor de las cosas. Había que hacerlo, y ya está. Un  día, con 16 años, fue conduciendo el  camión a por alfalfa hasta un pueblo de la Ribera y a la vuelta le paró la guardia civil y le pidió el carnet. "No tengo", contestó llanamente. Ya hacía tiempo que su padre le había dicho que si le paraban alguna vez, dijera la verdad, que no tratara de ocultarla. El guardia pareció desconcertado "¿Pero cómo? ¿Conduciendo sin carnet? ¡No se da usted cuenta de que está prohibido!" "Lo sé", admitió A. "Había que cargar el camión para dar  de comer a los animales" dijo, "y mi padre no podía". El guarda estuvo un rato en silencio, mirándole, meneó la cabeza y le hizo por fin una señal para que siguiera adelante. "Anda", le dijo, "que no quiero volver  a verte sin carnet". He comprobado que la verdad descoloca siempre, que la otra parte no lo tiene previsto y se desbarata toda su estrategia. Hay que probar a veces a decir la pura verdad y cosechar los resultados.
Otro día, A. acompañó a su padre al médico. Era la primera vez que iba en muchos años. Su padre reconoció ante el médico que bebía un litro de vino al día. A se acuerda perfectamente de cómo su padre  llenaba la bota todos los días y se la bebía en las comidas, nunca entre horas. Beber agua, decía,  le dejaba el estómago triste, que era una dolencia que aquejaba antes a muchos hombres, sobre todo los que trabajaban de sol a sol.  Bien mirado el agua  es una cosa floja, insípida, como se reconoce en su propia definición. El vino -es claro- apaga una sed distinta a la del agua. El médico le dijo que tenía que bajar la ingesta de vino a la mitad. "Desde ahora le digo" –replicó de inmediato el padre- "que eso no lo voy a  hacer". Era raro ver a ese hombre desafiar  así  la autoridad de un médico,  pero le debían haber tocado el punto flaco. Cuando ya era mayor fueron de visita a una bodega y se pararon delante de un gran depósito de vino, de acero inoxidable, brillante,  recién estrenado, una novedad por entonces, donde se albergaban cientos de litros.  Al principio su padre no se creía que pudiera haberse bebido uno de esos en su vida. Luego hicieron  las cuentas y salían dos.  A veces yo he fantaseado con que a la hora de morir se me aparecía, en grandes montones, todo lo que había comido y bebido en la vida. Es una visión terrible, acusatoria, de La grand bouffe, que nos sorprendería a todos ¿Todo esto me he tragado? se pregunta el agonizante, incrédulo.  Damos, en nuestra vida,  con una gran cantidad de todo:   kilos de carne, peces variados, ríos de leche y aceite, montañas de verduras y legumbre, de pan, de sal y de pimientos. Arcimboldo es quein mejor nos ha retratado. Ver todo lo que hemos comido y  bebido (el agua no cuenta), aun cuando esto último no llegue ni de lejos a la cifra del padre de A , debe ser una visión de pesadilla, un susto monumental que no suscita, antes de irse al otro mundo, sino incredulidad y culpa. ¿Cómo es que la  tierra puede alimentar a tantos?, se preguntará uno, in extremis.  ¿Cómo es que he tenido tiempo para tanto?

domingo, noviembre 05, 2017

Diario de Hendaya (16)

29 octubre. Corniche.

 

Deux jumeaux. Hendaye.
A la tarde, la playa está llena de algas rojas que huelen a chucrut. Los niños las recogen y las apilan sobre las tablas y luego las van amontonando sobre la arena. El mar está tranquilo, ligeramente rizado, como una manta con bolos. Anochece pronto. Temprano salgo a la Corniche. Ha cambiado la hora y todavía es más temprano y no hay casi nadie. Paso por la casa del parque donde anuncian una exposición sobre la guerra, con una foto de un soldado alemán junto a uno de los búnkeres que todavía se encuentran por aquí, vigilantes. En cuanto asciendo un poco veo el mar tranquilo. Dos cormoranes pasan uno tras otro, pisándose los talones, con el cuello estirado.  Recuerdo un pequeño poema de Prevert –que leímos en clase de francés- sobre lo necesario para hacer el retrato de un pájaro. (Peindre d`abord une cage/avec une porte ouverte/peindre ensuite/quelque chose de joli/quelque chose de simple). Sigo andando por los caminillos que bordean el acantilado. A lo lejos, mar adentro, se ven pequeños puntos que deben ser barcos de pesca. La visibilidad hoy -según veo en el móvil, en la página  de las mareas- alcanza los 15 km. Asomado al bode se ve la pequeña cala allí abajo que la marea va amenazando. Junto a un sitio así uno piensa en el valor que hace falta para tirarse. Recuerdo que hace poco, yendo al monte, pasamos junto a un mirador cerca de Garralda, y A me dijo que desde allí se tiró E, una mujer que había sido amiga  nuestra en la adolescencia. Dejó una carta y luego se lanzó   al vacío. Debía tener grandes dolores de espalda, pero eso es solo una anécdota. Nunca se sabe por qué  alguien toma una decisión así. Ahora veo en el mar, ahí abajo, un punto naranja. Afino la vista por si es G que está nadando y hoy, aprovechando que hay poco mar,  ha llegado hasta aquí, pero debe ser un buzo. Enseguida llega un kayak que avanza a golpe de palas muy deprisa. El agua de la cala es verdosa, transparente, vista desde arriba parece muy limpia. Se ven las piedras del fondo. Vuelvo al camino y tras una revuelta veo muy cerca las dos gemelas, los dos promontorios que salen del mar y que dan carácter a este paisaje. Desde cerca se distinguen los estratos superpuestos uno sobre otro, como una tarta de muchos pisos. Ahora se escucha el sonido rítmico del agua que viene y va alisando las rocas que sobresalen del fondo y que va ganando la marea. El ritmo del lenguaje. (Une fille nue nage dans la mer/ Un homme barbu marche sur l`eau/ Où est la merveille des merveilles/ Le miracle annoncé plus haut?) Prevert.  Recuerdo que el viernes, de improviso, nos encontramos con una pareja muy excitada y que él, a quien conozco por motivos editoriales, hacía aspaviento y preguntaba si no era evidente que todo seguía igual, que el que  Cataluña hubiese declarado  la independencia no había ocasionado un cataclismo. Al principio no supe  a qué se refería,  qué es lo que esperaba ver. Ahora supongo que se reía de quienes les alarma que acabe España. Es mi caso, pero no le entendí. Le dije algo sobre el corazón y se rió. Se jactaba de que todo siguiera igual, pese a lo agoreros.  Luego  dijo que llegaba una nueva época,  y que íbamos a un periodo  constituyente. En estos casos me reprocho no tener  la rapidez de un polemista agudo para contestarle, pero mi tiempo es más lento. Hablamos algo más, en registros distintos, sin entendernos y luego nos fuimos. El encuentro me dejó mal sabor de boca. Como si fuera imposible que la gente viera lo que tiene delante de sus narices. La fanática potencia destructora del nacionalismo. Hay  quien todavía vive con  la revolución pendiente.  Ahora, a lo lejos, ví que comenzaban  a salir  barcos tras el espigón que resguarda el puerto,  desplegando unos grandes spinaker de colores, juntos, como pequeñas manchas de pintura -pensé en Turner-, en la marina.  

viernes, octubre 27, 2017

Diario de Hendaya (15)

De viaje, intenté dormir en el hotel, pero a cada rato se oían pasos y risas por el pasillo, la cisterna del bañó no dejaba de gotear, y yo tenía en la cabeza todas las palabras que había pronunciado ese día hablando de libros junto a otros autores,  como una ensalada de muchas hierbas, y en la habitación de al lado comencé  a oír que la cama crujía , luego suspiros entrecortados, alguien gritó “por favor, por favor”, y a partir de ahí los gemidos fueron subiendo y bajando como una montaña rusa. Aquello duraba bastante y yo tenía pudor así que intenté pensar en otra cosa y recordé que un escritor con quien  había cenado esa noche me contó que hace años se había separado de su mujer, pero que hacía poco había vuelto con ella, porque ambos no se habían olvidado, pero cada uno vivía en su piso, y solo se juntaban los fines de semana. El día a día, mata, dijo. Mejor así. Esto no es desde luego raro, es algo que vengo oyendo bastante, una nueva forma de vida en pareja, donde se evita la convivencia. Quizás la pareja de al lado, pensé, cuando volvían a la carga, estaban casados hace años y vivían cada uno en una punta de la ciudad, y tuvieran e citas furtivas en el hotel cada cierto tiempo. Durante la separación, me contó mi amigo en la cena, tuvo una relación muy intensa por internet con una mujer extranjera, no en vano era escritor ya sabía utilizar las palabras adecuadas, hasta que quedaron en verse. El momento en que ella apareció en el aeropuerto y el la vio fue de una gran intensidad, me dijo, algo así como traspasar al pantalla del ordenador y estar al otro lado. Luego la llevó a un bar elegante de Madrid a invitarle a un dry Martini, y fueron a  su casa a hacer lo que la pareja de al lado había hecho un buen rato, aunque ahora  parecía haber una pausa en las que se le oía hablar en bajo, como si fuera el momento de las confidencias semanales. El lío con la extranjera no duró mucho, me dijo el escritor. Como si pasar al mundo real lo hubiera estropeado. Al rato debí dormirme, hasta que me despertó un portazo. Alguien salió de la habitación de al lado. Se oyeron sus pasos apresurados por el pasillo, de vuelta a casa.

domingo, octubre 22, 2017

Diario de Hendaya (14)



15 octubre Fohn.

 

El escritor asutriaco Thomas Bernhard
La tos no me deja dormir de noche –una molesta gripe antes de tiempo- y me levanto muy temprano. En la terraza sopla un viento muy cálido, de bochorno, insistente,  que me recuerda a aquel  Fohn, ese viento del sur que soplaba en Salzburgo del que habla Berhard, un viento que volvía loca a la gente y le empujaba hacia el delito. Un viento que ha perdido la humedad en los Alpes y trae sequedad y calor. Un viento que acaba enseguida con la nieve. Detrás de los árboles que sacude este Fohn amanece lentamente. Creo que en Austria el Fohn se considera una  atenuante en el código, es decir que si alguien comete un delito el día que sopla fohn, se le impone  una pena menor. Vuelvo a la cama pero al rato salgo de nuevo, angustiado. Noto la cabeza cargada, inquieta por un sueño que no recuerdo. Estoy expectante, como si algo fuera a suceder.  De pronto en el balcón de B, una vecina que está enferma, comienza a cantar un canario. Me calzo y bajo hacia la playa sin desayunar. Al pasar por l´ hôpital veo un cartel mal escrito en el que se denuncia a Monsieur Hirch, sea quien sea, porque sus medidas y  recortes que han causado el suicidio de siete enfermos. Un cartel muy ofensivo, seguramente injusto. (Es difícil saber el motivo de un suicidio). Desde lo alto el mar y el cielo tienen un color pastel, con la luz tamizada por una leve neblina. En el paseo hay aparcadas camionetas de surferos que ya se han levantado y desayunan de pie, mirando las olas del mar que está movido. Muy baja pasa una bandada de palomas en formación hacia el cabo de Higuer. Dicen que las palomas pasan ahora a menudo sobre el mar, para evitar cazadores. O tal vez sea el Fohn.  En la cresta de las olas el viento levanta cortinas blancas que retroceden por el viento sur, que sopla de frente, y se deshacen enseguida. Si uno  se fija, hay un momento en que en las gotas en suspensión la luz se descompone y crea  un arcoíris.   Camino un rato más pero me siento enseguida. Siento esa dejadez de ánimo del que está enfermo, y que apenas  comienza a recuperar el gusto y el relieve de las cosas. Me pregunto que será este día, adonde voy,    que es lo que me espera, como si fuera el último día. No pasa nada, me digo. Es el Fohn. Recuerdo que Bernhard era un escritor que prestaba mucha atención al ritmo, al sonido, a la eufonía de la escritura. Leía lo escrito, a ver si su alemán era suficientemente bueno. Eso es el auténtico pago.  Era un hombre hosco y brillante, permanentemente enfermo. Ahora las olas chocan con fuerza y son brochazos blancos sobre la arena. Estoy un rato más. Pienso que me resultaría difícil leer a Bernhard. Demasiado doloroso. Es lo que pasa a veces con algo muy bueno, que te hace parar y levantar la mirada, como si no fuera posible continuar o diera casi miedo.
Al rato, vuelvo a casa. Más tarde bajamos a la playa. El día es cálido, inusual aquí. Dan ganas de bañarse pero las olas dan respeto. Por fin me meto con cautela en el agua esquivando el oleaje. Nado un rato. Siento el mar como un monstruo en acción, curativo, potente. Me pregunto como G puede nadar 3 km. Espero a que las olas bajen un poco y salgo deprisa. El reflujo del  mar me frena, como si intentara avanzar contra una gran corriente de aire. La piel fría me activa. Ahora es como si el mar y el baño me hubieran vuelto al mundo, como si fuera posible seguir viviendo.  Desde hace más de 100 años, recuerdo,  la gente ha venido aquí a tomar baños de mar por su poder terapéutico;  traían a los niños malnutridos y tuberculosos de París, a los excombatientes exhaustos, para curarlos. Recuerdo que hace tiempo L me habló de  Quinton, alguien que  pensó que todas las enfermedades podían curarse con agua de mar. Incuso pensó que nosotros mismos éramos como el  agua de mar. Una gota en el océano.  

martes, octubre 17, 2017

En Getafe Negro

Mañana día 18 estaré en Getafe Negro hablando sobre mi novela RC con Lorenzo Silva, Edurne Potela y Juan Bas.


lunes, octubre 09, 2017

Diario de Hendaya (13)

1 de octubre. El nadador.


La playa tiene un color metálico, azul mate, y las olas grisáceas están repletas de surferos. Desde la cuesta el hospital, bajando, parecen una multitud de puntos que se acercan a la costa, como manchas en un mantel. Empieza a llover y paseamos hasta el puerto. A la vuelta veo a G saliendo del agua. Es un hombre enorme, alto, de cara redonda y cuerpo de luchador de sumo. Está un gran rato duchándose y luego se pone sus chancletas del 50 y se acerca. Cuando sonríe sus ojos se achinan. Casi todos los días G nada de un lado  a otro de la playa. Sale frente al antiguo hotel que está justo en mitad (el hotel donde estuvo el estado mayor nazi en la guerra, recuerda)  y va la izquierda hasta el espigón, vuelve y sigue hacia el otro lado, hacia la zona de los nudistas y el hospital. Toda la playa de un lado a otro son tres kilómetros, con vuelta seis. La distancia depende del día. Como hay tantos surferos, tiene que entrar bastante, para que no le molesten. Lo que más le preocupa son las motos de agua, que van a lo loco, haciendo eses y no le ven. Por eso suele arrastrar una boya de color naranja atada a la cintura que le señaliza. Hoy no la lleva porque como hay mucho mar, las olas se lo arrancarían. Además, hay una competición de socorrismo, y los participantes están entrando y saliendo continuamente desde la orilla con tablas y canoas, y no se puede cruzar frente a ellos, está vedado.  Las olas levantan y dejan caer a los surferos y a las balsas de socorrismo. Sobre la arena, se ven las tiendas de colores de los equipos participantes. De Hossegord, de Burdeos, de Biarritz. Van con unos gorritos de colores en la cabeza y bañador ceñido. Como pacientes de un balneario de otra época. Los puntos en el  mar que se aproximan y luego desparecen tras una ola recuerdan el desembarco de Normandía.

lunes, octubre 02, 2017

Diario de Hendaya (12)

6 septiembre. Marte

Como tengo más canales ahora encuentro películas sin problema. En la película el hombre viaja a marte en un viaje sin retorno, para instalarse allí. La vida en la tierra le ha decepcionado, está llena de conflictos, desigualdades, guerras, crueldad, pobreza. Puede que la tierra no resista mucho más, teme.  Hay que poner tierra –en este caso aire, o éter- de por medio. Mientras la nave avanza por aquellas soledades el hombre recibe mensajes de Houston, como en todo viaje al espacio que se precie, y vídeos que le han hecho llegar gentes  que quieren seguir su ejemplo e instalarse también en Marte, escapar de las estrecheces y angustias de la tierra. Poder empezar una nueva vida, aun en condiciones extremas, les motiva. El principal problema para el largo viaje y para la vida en marte es el agua pero el hombre lo ha solucionado,  pues viaja con un gran aparato que convierte la tierra en agua, extrayendo el hidrógeno y el oxígeno y combinándolos de nuevo. Es una torre metálica, como una gran planta, una araucaria de plata.  Es algo que el hombre ha experimentado antes, perdiéndose en el desierto de Atacama. Huir de la tierra, empezar de cero. Tomar el tren -en este caso la nave-  y escapar. Recuerdo que esta es la advertencia de Hawking, que dice que al hombre no le queda mucho en la tierra, que por culpa de algún conflicto nuclear, o de la imparable devastación del planeta,  el calentamiento global, la pura estupidez y la violencia, a medio plazo habrá que evacuarla, salir a otro lado. Marte, el planeta rojo. Ni una gota de  agua.

martes, septiembre 26, 2017

Diario deHendaya (11)


Oro 

Vi que habían montado el puesto de libros de lance en el paseo, fente al mar, junto al chiringuito de churros y crêpes,  y después de un vistazo  compré por un euro un libro de Pennac, con una de esas portadas que tiene los libros franceses, escuetas como un hábito de monje, apenas el nombre del autor y el título en rojo sobre un fondo color arena, una declaración de principios, como si todo lo demás sobrara y cuando le  mandé una foto por el móvil a R, porque no me resistí a que lo viera, me contestó enseguida  que Gallimard siempre ha editado así, con una limpieza y austeridad admirables, y que le daban ganas de volver a leer el libro de Pennac, lo que no me extrañó, pues es difícil que R no haya leído algo, así que le comenté que me había  costado un euro, apenas nada, y que eso era algo un poco triste; con un euro ni siquiera se paga el papel o la tinta de un libro, un objeto que es casi un ser vivo, con alma, algo que ha sido pensado, escrito, pulido, repasado, en el que  alguien ha volcado su vida y sus anhelos, y luego  ha tenido que ser impreso y repartido por las librerías como una mercancía que, a la vez, es algo más que mercancía: pensamiento que entra por los ojos como un colirio capaz de cambiarnos por dentro, o historias capaces de alumbrarnos; que todo eso  valga un euro, me dije, es la prueba de que la cultura, tal como la conocemos, está ya a saldo, la prueba de que lo que de verdad vale no cuesta nada, en cuyo caso, de acuerdo a esa misma ley, lo que no vale nada es normal que adquiera precios astronómicos, así que pronto no será raro que quien se lleve un tomo de Gallimard reciba dinero en vez de pagar; y entonces R me contestó que cuando encuentra saldados, a precio irrisorio, como si fuera trapos a peso, libros que para él fueron decisivos, es como si encontrara oro que alguien ha tirado sin tener conciencia de su valor;  tal vez por eso él tiene tantos libros, pensé,  porque va recogiendo por ahí el oro que nadie ve a pesar de tenerlo  frente a las narices,  como la famosa carta robada de Poe, que estaba sobre el escritorio, a la vista, y que todos buscaban en sitios recónditos.

jueves, septiembre 21, 2017

Diario de Hendaya (10)

Hotel Broca




Tratando de evitar el tapón de coches me meto por el interior del pueblo y paso junto al "Hotel de la Gare", el antiguo Hotel Broca, donde Unamuno pasó la friolera de 4 años desterrado, sin volver a España. Desde este hotel, próximo a la estación, salía a pasear por Txingudi para ver del otro lado Fuenterrabía, y aspirar el aire de España. Quedan un par de fotos en las que se le ve sentado en una barca, posando apoyado en un bastón. Aquí en Hendaye escribió -o reescribió-  su libro "Cómo se hace una novela", que en absoluto explica tal  cosa y además, puntualmente, casi a diario,  añadía alguna entrada a su “Cancionero”, un largo compendio de pequeños poemas, una especie de diario en verso. Intuiciones, juegos de palabras, paisajes, visiones, lírica y política, España y Dios. Cosas del momento. "Nada dura más que lo que se hace en el momento y para el momento", escribe. Durante su estancia se publican además varios libros suyos fuera (entre otros la Agonía del Cristianismo), colabora en revistas y conspira sobre los asuntos de España. Entre el año 1925 al 1930, se opone a la dictadura de Primo de Rivera encarnizadamente, y es desterrado primero a Fuerteventura, desde donde escapa a Paris  y luego a Hendaya. Es un Don Quijote luchando a brazo partido. El Directorio militar español intenta convencer a Francia para que lo aleje de la frontera y recibe visitas conminatorias, pero se niega a marchar. En el Broca escribe, lee tumbado en la cama y sale pasear. Lleva siempre el mismo traje, ahorra  y muy de vez en cuando recibe la vista de su mujer y alguno de sus hijos. Al cabo de un tiempo no se sabe si sigue en Hendaye por obligación o por cabezonería. Parece que al gobierno no le importa su vuelta, le viene mal la insistencia de su exilio, pero tampoco parece dispuesto a devolverle la cátedra y él no quiere  dar su brazo a torcer. Solo volverá con la caída de Primo.  En Hendaya tiene una tertulia de  españoles exiliados o de paso  en un café junto al  ayuntamiento. El pintor Juan de Echeverria, durante un tiempo,  viene todos los días de San Sebastián, en el Topo, para  pintarle un retrato. A fin de cuentas, a su más de 60 años, es una figura venerable. Siempre ha sido y será un  profeta. En ningún momento este hombre testarudo, complejo, entregado siempre a graves disquisiciones, sorprendente y prolífico,  consta que se hubiere acercado a la playa de Hendaya que tenía allí al lado. Es difícil pensar en él en traje de baño. Se trata sin duda de una  frivolidad poco adecuada para un exiliado que está lejos de su familia y ocupado en graves asuntos. En realidad, en el más importante:  en él mismo.   "Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo es autobiográfico", escribe en su "Como  se hace una novela". 

lunes, septiembre 18, 2017

Diario de Hendaya (9)

13 mayo. Mikado

 


Como no funciona el router ni tenemos tv, estamos como fuera del mundo, oyendo una  radio portátil que apenas sintoniza,   y cuando cae la noche jugamos al Mikado, donde  hay que concentrarse mucho para levantar despacio un palito sin mover el resto. Todo está relacionado, parece decir el juego. Si tocas algo puedes perderlo todo.  Recuerda aquella máxima del Tao: gobernar un pais grande es como asar un pez pequeño: si lo tocas mucho, se estropea. Después de la partida voy a una esquina  de la terraza donde se pilla algo de línea y miro mis mensajes. Esa manía. Al lado del Mikado es como cambiar de siglo. Me acuerdo de M, y repaso sus mensajes. En enero me dice que ya tiene Wup, despuésde tanto tiempo,  y me pregunta si los reyes me han dejado el libro de un autor que me ha insistido mucho en que lea. Le digo que sí, pero que no lo he empezado, que estoy cansado y tengo problemas financieros.  Él afirma que las finanzas son agotadoras, que reducen el deseo a necesidad. Siempre M. va por el mismo lado. Comer sin deseo, solo para alimentarse, parece una especie de obligación, pienso.  Es como comer comida de perro, le digo. Si, si, contesta, como el régimen diabético: la comida no pasa por el deseo, se convierte en pura necesidad. Ya hace frío en la teraza pero continúo un rato. Ir detrá de algo que en realidad no necesitamos, ese es el juego.  El deseo es nuestro motor, lo que nos impulsa. Un hombre feliz, decía Stendhal, es un hombre que no ha visto cumplido sus deseos. 

miércoles, septiembre 13, 2017

Diario der Hendaya (8)

10 septiembre. Elke.

 

Rubens. "La caza del jabalí en Caledonia".

Voy a Elke con A. (no hemos ido a Hendaye, hay temporal). El día es pésimo, llueve, pero nos engañamos diciendo que ya veremos. Después de Aoiz comienza una Navarra despoblada, sin un alma, de grandes bosques de pinos y pueblos  deshabitados. Gran parte de Navarra –como gran parte de España- está vacía. De Oroz Betelu, donde no ha salido nadie a la calle, como si no  hubiera amanecido,  subimos en coche por un carretil hasta Gorraiz de Arce, cuatro casas sin gente.  Aparcamos. Como no llueve mucho vamos subiendo por una pista que al rato entra en un bosque de hayas en la que los grandes árboles parecen guardarse la distancia. Por esas soledades, según A., tiene que haber mucho jabalí. Luego me cuenta que a un chaval de Puente  la Reina que puso en la redes una foto con unos jabalís muerto tras una batida le han llovido los insultos. "Ojala te explote la escopeta en la cara", le escriben. El animalismo es un síntoma también de que se acerca el fin del mundo, pienso, de perdida de proporciones, de desenfoque de las cosas, de confusión. Humanizar  un animal es inhumano. Los jabalís, en realidad,  desde que el monte está abandonado, son una plaga. El camino asciende hasta un collado  en que hay una gran piedra, como un dado gigante cubierto de hiedras.  Subimos por la izquierda hasta la cima de Elke. De pronto,  la lluvia arrecia y las piedras están húmedas y peligrosas. En la cima hay un buzón y varias placas con epitafios, como si fuera un lugar de exvotos. Uno de ellos está dedicado a "J.M. León, El Turbio". "¿Ande andarás?", se pregunta en la placa, con humor negro. Cuando llegamos de nuevo a Gorraiz estamos calados y apenas hay donde refugiarse. De una  ventana sale de pronto una mujer y nos pregunta si hemos subido al monte. Seguramente nos da por imposibles. Luego nos dice que podemos ir a una borda allá al lado, para cambiarnos, pero da miedo salir de debajo del alfeizar.   Descendemos  luego en coche por el otro lado, por una carretera estrechas que traza grandes curvas, hacia el Urrobi, al encuentro de la carretera que viene Burguete sin cruzarnos con nadie.

domingo, septiembre 10, 2017

Diario de Hendaya (7)

 

26 de agosto. Le rayon vert. 

Amenaza lluvia pero bajamos al paseo. Ella a pie, yo remoloneando alrededor con la bici, porque el pie me duele. De pronto, veo a  R, sonriente, que viene a hacia mí. Nos abrazamos.  Es una causalidad. Está allí con su pareja y con su hermana, en un apartamento que tienen en  Hendaya  pueblo. Vamos andando, y nos cuenta que llevan días y se van mañana. En la playa, escuchando las olas, R ha escrito una  habanera. Recuerdo que en su espectáculo, en la "Pequeña Suite",  ya canta una que también compuso él, dedicada a Tabarca, esa pequeña isla en la que pintaba acuarelas en verano. Sobre el mar, que está allá enfrente, inevitable, se ve algún relámpago. Su zigzag granate aparece unos segundos en el cielo encapotado. Mientras miramos al mar, por si llega otro, alguien recuerda  "Le rayon vert",  (El rayo verde), esa película de Rhomer cuya última escena, en la que se adivina por un instante el rayo, sucedia en San Juan de Luz. Toda la película, esperando ese momento luminoso y minúsculo. (Recuerdo que alguien dijo que ver una película de Rhomer era como ver crecer una planta). R cuenta que justo han estado esa mañana en San Juan de Luz y han entrado en la tienda que se llama así, "Le rayon vert",  pero a la dependienta no le sonaba la película. Le rayon vert, La femme de l´aviateur,  Pauline á la plage,  Le genoux de Claire. De aquellas películas de Rhomer, cotidinas, minimalistas, tan francesas, solo recuerdo los títulos.  R y su familia veraneaban de pequeños en San Juan de Luz. Un día, cuenta, su padre volvió a casa y anunció que había comprado un apartamento en Hendaya, lo que era algo incongruente. El piso, además, estaba en el pueblo, lejos de la playa, cerca de la estación. Al pedirle explicaciones, R recuerda que su padre alegó algo acerca de que Hendaye era un buen sitio para escapar, para salir de allí en el primer tren hacia el norte, para salvarse si sucedía alguna  catástrofe.Quizás era un momento especial, comprometido, pero R no recuera nada especial.  Puede que si llega algo temible Hendaya sea un buen lugar para salvarse, o al menos  para perderse de vista. Un lugar en la frontera, en tiera de nadie. Una estación termini desde la que alejarse.  De pronto, la idea del fin del mundo me resulta familiar.  Seguimos andando hasta que efectivamente empieza a llover y nos despedimos.  Mientras subo pedaleando deprisa, caigo en cuenta que el fin del mundo tiene que ver con la película "Luz de invierno", la de Bergman, que de alguna manera todavía trabaja dentro de mí. 

miércoles, septiembre 06, 2017

Diario Hendaya (25)

1 enero 2017 HELADO


El mundo estaba helado cuando salí a dar mi paseo el primer día del año,  el paisaje envuelto en nieblas y blanco de cencellada, con el muérdago colgando de los árboles, y mientras andábamos deprisa tras el propio vaho que salía  de la boca, vimos a lo lejos la capilla  de  Eunate,  difuminada entre los árboles, cerrada a cal y canto, más extraña que nunca, como si fuera un templo de tiempos de Zoroastro y después de reponer allí fuerzas, subimos hacia las Nequeas, esos campos que parecen piezas de  patchwork, hechos de lienzos de cereal recién brotado entre  ribazos marrones, retazos de tela atravesados por pistas como cintas blancas.  Allí mismo debían estar los pueblos, pero no se veía nada a causa del puré de niebla que lo cubría todo y que había embarrado la senda que sube hacia Arnotegui.  Allí,  según me contó F., vivía  hace años un ermitaño que no tenía agua, ni luz, ni trabajo; era, el sí, un auténtico antisistema, alguien que se ha salido de la rueda, que ha vencido por fin al consumo y el dinero, que no vive de apariencias y embelecos, sino de lo esencial, algo a la vez valiente y deseable, un signo en este tiempo de locos, pero mientras ascendía con el corazón en un puño y la niebla seguía calándome los huesos, no pude dejar de preguntarme si  ese desprendimiento no sería también una trampa, más vicio que virtud, pues desentenderse del mundo,  ¿no es sobre todo una forma de escapismo?  ¿No se trata de algo muy egoísta? ¿Qué pasaría si todo el mundo desertara, si nadie tirara del carro y cargara con las cosas? Sí, me dije, todo es contradictorio, todo es doble, todo parece siempre oculto por una densa niebla: involucrarse o no,  abstenerse o mancharse las manos,  esa es siempre la cuestión, y ya en lo alto recordé de pronto la máxima  de que hay que estar en el mundo pero sin el mundo, es decir, que hay que emplearse a fondo y perseguir las  cosas, sí,  pero sin esperar nada a cambio, hacer simplemente  lo que uno debe, y confiar. Eso es todo. Así que  descendí bien ligero hacia el pueblo, a paso vivo, sin  quedarme en lo helado, sino yendo mejor al calor de los otros.

1 enero 2018 COMIENZO

 No había nadie en las Nequeas cuando pasamos de nuevo el día primero del año, y esta vez el sol lucía a ratos –no como el año pasado, en que había caído la cencellada y la niebla hacía todo indistinguible- de tal forma que los colores del campo, ese patchwork de verdes y marrones, esos violetas repentinos, el amarillo de las grandes pajeras, el marrón de los campos, el azul de las pequeñas flores estaban por doquier, pero de una forma muy tímida, como si no se atreviesen  a brillar y parecían más bien  recién pintados con los pequeños toques de un pincel finísimo, y viendo aquellas extensiones que se ondulaban hacia lo lejos: el pueblo de Mendigorría, el perfil de lejanas sierras, la líneas apenas intuidas del Moncayo, todo bañado en un luz  matizada, como si la luz del amanecer quisiera alargarse hasta el mediodía, hacían que el  paisaje pareciese recién estrenado, como el propio año nuevo en el que las desgracias todavía no habían ocurrido y todo era posible todavía, como sucede con aquello que deseamos pero no hemos emprendido, antes de que nos  muestre sus dificultades e imperfecciones, y mirando aquel paisaje recién hecho, sentí a la vez el orgullo de vivir en un sitio así,  de pasearlo de arriba abajo, buscar sus secretos  y escuchar su voces y a la vez de poder sentirme también ajeno a él, aligerado de todo su peso, casi como un extraño,  pues ya dijo  alguien que pertenece a la moral, es decir, que es un bien que hay que buscar, "no sentirse en casa al estar en  casa", sino sentirse siempre de otra parte, no ser dueños celosos del lugar que habitamos sino inquilinos que están un tiempo de prestado,  de paso, al cuidado de las cosas, pues todos vinimos de algún otro sitio hambrientos o huyendo y al poco tiempo, como suele ocurrir,  nos pusimos a levantar murallas que nos protegen y nos encierran  a la vez,  y peor que despojar a alguien de su origen, es impedir que se desarraigue y eche a volar, sea él mismo, cuando toque, me dije, mirando  los verdes y amarillos, los pequeños caminos, ribazos y sementeras, las piedras y los pájaros que parecían hablarse entre ellos,  siempre de aquí para allá,  sin equipaje.

martes, septiembre 05, 2017

Diario deHendaya (6)

3 de septiembre. Las Olas. 

 


El mar ha estado como un plato, pero hoy, cuando bajamos a la playa,  ha cambiado. Se nota enseguida porque hay más surferos y la línea de las olas, vista desde lejos,  mientras descendemos por la cuesta, con la imagen de los edificios del Hôpital recortada sobre el mar,  es más blanca, tiene un copete de espuma, como una cerveza bien tirada.  Vamos paseando hasta el espolón y vuelta. Cuando vamos de ida y vemos Fuenterrabía todo el rato, pienso en Unamuno y en una foto que me han mandado, en la que se le ve apoyado sobre una barca, mirando justamente lo que tengo enfrente al caminar.  La cara está afilada, blanquecina, con una barbita rala y lleva una  boina ladeada. Se parece a alguna de sus caricaturas. Un buen paseo junto al mar. Sería otra cosa si el pie no me doliera. Voy a la orilla y meto los pies en el agua, para calmarlos. Recuerdo que a mi padre también le dolían siempre los pies. Las olas chocan una tras otra contra las piernas, y se deshacen, se desparraman sobre la arena.  Su sonido al romper lo tapa todo. Es como entrar en una cápsula en la que puedo pensar con tranquilidad. Recuerdo que en  Mazarrón, un  mes de abril, grabamos en el I Pad el sonido de las olas en una playa llena de piedras  que,  al ir y venir,  las movían emitiendo un  sonido de cantos rodados, de cascada, como  un guiso que entrara en ebullición y luego volviera a calmarse. Era un sonido que, al ser escuchado después, tenía algo de música primitiva y de repetición hipnótica.
Ahora, de pie en la orilla,  es como si yo mismo estuviera  dentro del sonido de las olas,  con una extraña clarividencia, como si  mi percepción se abriera de pronto. Pienso en un mensaje de ayer de J, que está leyendo “Luz de agosto”, en el que me mandaba un  párrafo: “Él siguió tendido de espalda con los ojos abiertos mientras el globo suspendido brillaba con un resplandor doloroso, como en una casa en la que todos los habitantes estuviesen muertos”.
 "Metáfora", señala J en su mensaje. A veces manda metáforas, a veces Haikus que ha escrito él y que yo contesto.
Está muy bien, pienso, pero tiene algo de artificioso, de desplazar a los objetos una especie de consciencia.  Mientras lo pienso siento el golpear de las olas, que no descansan, como un perro que viniera una y otra vez con la pelota.
“La metáfora marca la diferencia, sí " -contesto a J, una vez en casa-  "es un efecto sobre el significado de las palabras, sobre sus relaciones novedosas, pero nos falta el efecto puro del lenguaje, más allá del significado; el del ritmo y las cadencias del idioma, el ir y venir de las los sonidos y acentos,  lo que solo se percibe en la lengua original”.   Son las olas.

viernes, septiembre 01, 2017

Diario de Hendaya (5)

14 agosto. Galerna


Galerna desde Hendaya.
Tras un día demasiado caluroso se levanta a la tarde una nube de arena en la playa de Fuenterrabía que al principio parece una niebla densa, desmayada,   que también se posa en la zona de Sokoburu y deja a salvo, entre ambas playas, la franja de casas del pueblo. Se acerca la galerna a Hendaya y la gente se levanta, recoge las tollas, y se va yendo despacio, mirando de vez en cuando hacia atrás, a punto de convertirse en estatuas de sal. El mar se ha encrespado de repente y está rizado, lleno de borregos, batido por un viento que se lleva por los aires toallas y sombrillas. Un windsurfista vuela sobre las olas. La gente sube en fila la cuesta de la corniche hacia los campings, en silencio, unos detrás de otros, acarreando sus pertenencias: parecen inmigrantes o refugiados que no saben bien donde se dirigen, que huyen. Alguien que los viera desde el espacio pensaría en una tragedia. Es como si la  turismofobia de este verano hubiera triunfado. En el jardín miro al cielo oscuro donde  la lluvia no acaba de romper, iluminado de vez en cuando por un relámpago. 

jueves, agosto 24, 2017

Diario de Hendaya (4)

12 junio. Mar de fondo

Monfornet. Edward Hopper.

 A la noche, A me dice que podemos quedar en Hendaye y salir en barco con C. Que me lo confirma mas tarde. La idea es muy buena. Llevo mucho tiempo queriendo ir a navegar,  pero el plan, ahora, también me desazona. Duermo mal, vigilante, como si tuviera una premonición.   A la mañana hemos quedado a las 11, pero no hay nadie. Me siento en un banco y pienso que no nos vamos a encontrar, que el paseo se va a la mierda, que tal vez sea lo mejor. Es un día brumoso, con la playa ya casi llena. Llegan. A no ha podido aparcar, todo está atestado. Voy con C al barco a esperarle. Es un velero de 7 metros con un pequeño camarote donde él ha dormido, con la escotilla abierta, mirando las estrellas. A la mañana, temprano, ha ido a nadar. Es la vida errante, en la naturaleza, sin compromiso, que parece tan atractiva, aunque seguramente no es así. Viene A y comemos algo de melón y queso que he comparado de paso en el Carrefour. Mientras almorzamos, se acerca un conocido de C y le dice que tenga cuidado, que hay mar de fondo, y que el viento va a subir. Los otros no parecen hacerle mucho caso, pero yo sí. Me pregunto si he hecho bien en venir, pero después de tantas vueltas ya me entrego a  lo que sea. Partimos. El pequeño motor nos lleva poco a poco, como si fuera un suspense,  hacia la bocana del puerto donde rompen las olas. C dice que nunca había visto que las olas rompieran allí. Que sea lo que Dios quiera, me digo. Enseguida, en el mar abierto, llega una racha de viento que escora el barco, aunque nadie parece inquietarse. C, que ve mi cara, me dice que no me apure, que el barco no puede volcar. O que en caso contrario habrá que pedir cuentas al armador, añade. Enseguida, me deja el timón para ir él a hacer algo. A está a proa, quieto, mirando de frente como si viera algo a lo lejos, ensimismado. El viento viene del noroeste, y lo llevamos de través. La ceñida es vibrante, la vela -que no tiene todo el trapo, por si acaso- se tensa y hay que hacer fuerza sobre el timón para mantener el rumbo. (Me pregunto de donde he sacado este vocabulario marinero, debe ser una especie de contagio). De frente, el mar se ondula en unas olas grandes, verdosas, que parecen insalvables. Sin embargo el barco asciende por ellas como si nada: sube y luego baja hacia el seno de la ola donde el viento, por un momento, para, y luego, al salir a la cúspide vuelve a soplar con fuerza. Poco a poco me voy calmando, recibiendo el aire y el sol en la cara, agarrándome con fuerza y haciendo todo el contrapeso que puedo, en tensión,  sintiendo las gotas de agua que de vez en cuando me salpican. Todo es mar y cielo y la mente se aquieta por fin, queda libre y se emplea en lo primario: gobernar el barco, trazar el rumbo, virar. Así que poco a poco voy  sintiéndome  fuera de todo lo demás, como debería en realidad ser, me reprocho;  con esa mezcla de ligereza y vacío que trae el estar menos pendiente de las cosas, menos absorbido por ellas, lejos de la tierra firme y de sus cuitas, me digo. Y sin embargo, escucho una vocecita dentro de mí, quiero volver ya.