miércoles, septiembre 23, 2020

Memoria



Entre viejos papeles, amarillento, encontré por fin el artículo que a sus 89 años Carl Schmitt, el legendario filósofo y jurista alemán que debatió con Kelsen, el hombre cuyas teorías utilizaron los nazis a su antojo, y que sobrevivió al tiempo y sus terribles enseñanzas, tal vez a sus propios remordimientos,  envió a un periódico entonces de reciente creación,  El  País. Era el 21 de enero de 1977, cuando en España se estaba debatiendo la Ley de Amnistía, un auténtico clamor de la Izquierda para superar el pasado de una vez, y que terminaría aprobándose en octubre de ese año. Fue Marcelino Camacho, como se ha recordado,  el orador más brillante y generoso en esa ocasión. El viejo Schmitt que escribe al periódico, sin duda muy atento a lo que sucede en ese momento en España,  tiene claro  que la amnistía es la única manera de terminar  una  guerra civil. El perdón mutuo de ambos bandos. La única vía para tratar de impedir la cadena de venganzas y reproches sin fin, el antídoto para dejar de tratar al otro como criminal,  y abrir un nuevo tiempo. Es la manera, dice,  de que el vencedor no siga sentado encima de su derecho como encima de un botín.  De que el perdedor renuncie a cobrarse su venganza.  Pero algo así no es muy común, dice Schmitt. Por eso está tan atento esos días y aporta  precedentes, desde Homero,  de esta inusitada concordia que a veces supera al odio. No es casualidad que los ingleses, señala, que no han tenido una guerra civil desde Cromwell, en 1660, le hubieran puesto fin con la vuelta del rey y una ley de “descarga y olvido” que renunciaba a toda revancha. Terminar una guerra civil requiere la fuerza de una autentica amnistía. De un acto de mutuo olvidar. De un encuentro para no volver a las andadas. Quien acepta la amnistía, advierte  Schmitt en aquel  1977, cuando todo está por hacer, también tiene que darla y quien concede la amnistía tiene que saber que también la recibe. Es cosa de dos. Así se logrará, dice  “la fuerza y la gracia del mutuo olvido, vestigio de  un viejo derecho sagrado”.  ¿Quién nos dará la fuerza y quien nos enseñará el arte del buen olvidar?, se pregunta todavía desde el ajado papel. 

martes, septiembre 15, 2020

Mar

Estela de Oteiza en Agiña

Me encontré en el hayedo a un paseante con uno de esos perros  collies  inquietos e inteligentes, a veces más que sus amos, y después de señalarme el mejor camino, pues era de la zona, me contó que estaba jubilado y había sido marino, pero que después de tantos años embarcado, ahora quería vivir lejos del mar y pasear por el monte. Me imaginé que habría recorrido medio mundo, y que tendría muchas anécdotas de todas partes, pero no quiso entrar en detalles. En aquellos años, me dijo, había habido de todo, pero ahora los veía alejarse como se ve la estela del barco desde la popa. Esta imagen me la dijo con medía sonrisa, como si acabara se desembarcar, y se veía que el mar, que tantas veces se nos aparece con una imagen romántica, y que es sinónimo de libertad, no deja de ser algo muy distinto cuando se tiene que soportar la vida estrecha y solitaria de los marineros. En el mar no se sueña sino en volverá a casa. Casi todo lo que elegimos, pensé, no deja de ser fruto de una confusión; rodeamos una profesión o un proyecto de un aura que los cubre, de una esperanza o un prestigio que luego, a la hora de la verdad, no se compadecen con la realidad. Es el justiciero tiempo el que pone todo en su justo término. Pero esa ilusión inicial, es necesaria. Estuvimos charlando un rato más, en la fronda, observados por algún potro.  En el fondo le quedaba algo de marino, porque veía el mundo, el propio país del Bidasoa que cabalga sobre naciones y comarcas distintas, como un lugar sin fronteras, abierto, transitable como un mar abierto, pero el perro estaba ya inquieto y se fueron. Luego seguí hasta la escultura que Oteiza hizo en el alto al Padre Donostia, un círculo, y la pequeña ermita en la que en vez de un Cristo hay una rama que parece una cruz sobre el suelo.  Todo allí es escueto e intemporal. A lo lejos, bajo una niebla caliginosa,  se veían los montes ondulados que de pronto parecían un mar. Cualquier paisaje en la distancia, hasta el desierto, tiene aspecto de mar, me dije, y me quedé un buen rato mirando, como si todo se hubiera detenido.  
 

lunes, septiembre 07, 2020

Sendero

Ibón de Acherito

Seguí el sendero hasta el ibón en un día de mucho calor, y comprobé que, como dicen, este verano el Pirineo está más lleno que nunca, que hay gente por todos lados, aunque, como siempre, basta salirse de los caminos más trillados, basta subir más arriba, para encontrase solo,  y una vez en el ibón, sudoroso, entré con cuidado en las frías aguas pisando el limo del fondo  del que escapaban los cabezones, y esa agua fría y pura me llenó de energía y tuve entonces la ilusión de que allí arriba no había ya Covid ni cuarentenas, que ese baño ritual curaba de todo; algo de eso, me dije,  debe pensar también la gente que sube hasta aquí, donde no hay mascarillas y las distancias son naturales, y lo que todos buscan, sin duda, es  escapar de abajo, desentenderse, pues cuando se  pasea por el monte, con esfuerzo y a la vez con placer, sin extremismos, la mente se alivia de pronto de  sus opresiones y logra expandirse, se relajan los miedos y la comprensión  de las cosas es más fácil y, con suerte, alguna  revelación nos alcanza, como la brisa fresca nos llega de pronto al llegar a un collado; y es un placer seguir, como yo hice tas el baño, por el sendero del otro lado, más escondido, casi sin nadie; el camino colgado de la ladera entre la alta hierba amarilla de agosto, los cardos y los brezos exhaustos, casi quemados, que las vacas hocicaban sin parar; es justamente el sendero, pensé, mientras caminaba a mis anchas, atento a mi alrededor, a la nube que pasaba por el cielo y a la forma de un árbol seco; es la senda la que nos libera de la necesidad de ir buscando el rumbo; es el sendero ya trazado lo que permitió en la noche de los tiempos que el hombre levantara la cabeza del suelo y mirara alrededor y hacia lo alto sin miedo a tropezar,  hasta pueda que sea el origen del pensamiento, lo que le hizo filósofo, pues pensar es levantar la cabeza, desentenderse de lo de abajo, atisbar el horizonte, ejercitar la mirada mientras se camina seguro, sin perderse,  con ligereza,  como la que yo sentí al llegar así  al coche,  como si hubiera perdido lastre inútil, un poco más reconciliado con el mundo.

 

sábado, julio 18, 2020

Garrapata

Templo de Ise. Japón
Volví del monte y me descubrí varias garrapatas en brazos y piernas que hubo que sacar después con cuidado, pues es un bicho pequeño pero que puede dar mucha guerra y como el monte ha estado sin gente en este tiempo, ha proliferado todo, incluidas ellas. Eso lo comprobamos enseguida, pues mientras subíamos vimos como maleza crecía a sus anchas, y grandes helechos arborescentes estaban a punto de tragarse el camino. Es posible que, si nos confináramos durante bastante tiempo, la vegetación se terminara comiendo el mundo, borrando las carreteras, enmarañando las ciudades, castigando nuestro orgullo, por no hablar de los animales a su anchas. Supongo que la garrapata se alojó en mí cuando a la bajada paramos en un gran claro del bosque -seguramente en las inmediaciones de la cabaña de algún filósofo-, aunque más exactamente junto a las bordas llamadas de Kabuki. Allí sentado miré el panorama que en la tardía primavera pirenaica tiene un tono de esmeralda, mientras bebía un trago de agua tibia y posponía el momento de levantarme. El nombre de aquellas bordas, Sabuki, sonaba a japones y tal vez por ello mi acompañante me habló del templo de Ise, en Japón, un templo sintoísta que es derruido cada 20 años y se construye de nuevo justo al lado, en un claro del bosque, con la misma forma desde hace más de mil años.  Es un signo de la impermanencia de todo. De la renovación de la naturaleza. Estuve un rato allí, junto a Sabuki, viendo pasar la nubes por el cielo, atento al zumbido de los mosquitos y al canto incesante de los pájaros.  Era el último día del estado de alarma y todavía no se podía salir de Navarra, pero a la vuelta, sin quererlo, tomamos la carretera del pantano y nos vimos de pronto en Aragón. Todo estaba desierto, apenas se veía algún coche aparcado en un recodo, puede que de alguien que tomaba los barros en el embalse. Era como cometer un pecado. Pensé que si nos paraba la policía diríamos que no nos habíamos dado cuenta, lo que era verdad, pero no pasó nada. Al llegar a casa la cara me ardía por el día de sol y esfuerzo.  En nada volveremos a la normalidad, me dije, y nos tocará construir el templo en otro lado.

miércoles, julio 15, 2020

Donostia Rebelde

 En primera línea, junto a los ejemplares de mi libro, de mi viaje a la utópica Fardelia, estaba el de Miguel Usabiaga, un autor de la casa, hijo de Marcelo Usabiaga, histórico dirigente comunista donostiarra, titulado Donostia rebelde, en el que repasaba el primitivo movimiento obrero  en San Sebastián, proveniente del cercano puerto de Pasajes, y el surgimiento de  las ideas comunistas en la ciudad. Allí aparecían nombres míticos: Larrañaga, Astigarrabía -único ministro comunista del Gobierno vasco durante la guerra-, Zapirain, Lizárraga, también  los Amilibia, socialistas, o los de Ignacio Campoamor y su hermana Clara, que tanto peleó por el voto de la mujer y que pidió ser enterrada en San Sebastián. Todos ellos tendrían gran protagonismo en tiempos de la república, muchos conocieron la cárcel de Ondarreta y todos ellos terminaron en el exilio o contra el paredón.
 Todo aquello, además de que el autor estuviera sin duda implicado en lo que cuenta, y quisiera rescatar la memoria paterna, tiene un aire mítico, de gran pureza; muestra un comunismo de tinte salvífico, todavía virgen, cuando apenas lleva unos años implantado en la Unión Soviética; una causa total a la que entregarse, de las que confieren sentido y finalidad a una vida. Una auténtica aventura utópica. Es también una historia escondida, imperceptible en una ciudad de veraneantes -de donde Toostky huirá enseguida, espantado de los precios-  subterránea. No hay más que leer las cartas que alguno de ellos, condenado a muerte, dirigen para despedirse, para ver el talante y el convencimiento de aquellos hombres, auténticos creyentes a los que nada, todavía, ha hecho mella en su ideal. Son cristianos primitivos que mueren contentos.
“Se bien lo que me espera”, dirá ante el Tribunal que le va a condenar a muerte Cristino García en 1946, “pero declaro con orgullo que cien vidas que tuviera las pondría al servicio de mi pueblo y de mi patria”.
Todos ellos, además, se insertan en la política española, se sienten españoles y conciben su trabajo a esa escala nacional, algo que hoy molesta, y se intenta disfrazar. La relevancia de la política vasca en España es muy grande en estos años.  La misma proclamación de la república española se gesta en el veraneo donostiarra del año 30, con una reunión de dirigentes políticos republicanos en el llamado “Pacto de San Sebastián”. Allí están los  Azaña, Prieto, Alcalá Zamora, Maura,  De los Ríos, Eduardo Ortega y Gasset. Luego, la primera localidad en proclamar la nueva república será Éibar.
En cuanto a los comunistas vascos en que se detiene el libro de Usabiaga, sin duda que su voluntad es cambiar el país, hacer la revolución, pero eso lo quieren hacer en y con el resto de España. Fundan el comunismo donostiarra, o irunés, pero como parte del comunismo español. La inclemente guerra que llega enseguida no es un enfrentamiento, como ahora quieren hacer creer, entre Euskadi y una España tenebrosa, sino un enfrentamiento dentro del propio País Vasco, como el que se produce en el resto de España, desgajada en dos bandos. Son muchos los gudaris que salieron en defensa de la república en Guipúzcoa, pero seguramente no fueron menos los voluntarios del requeté carlistas que se unieron al levantamiento de Franco. El enfrentamiento era netamente español. Era entre las dos Españas.
La prueba de ello es que aquellos hombres: Astigarribía, Larrañaga -que dio nombre a un famoso batallón, gemelo del Rosa Luxemburgo-, no entregaron las armas en Santoña, como hicieron los batallones nacionalistas, para  quienes,  tras la caída de Euskadi no merecía la pena continuar -craso error, pues su destino se jugaba en el destino de la república-, sino que siguieron luchando en otros frentes. Y acabada la guerra, son los que intentan entrar de nuevo en España bajo los auspicios de la Unión Nacional que crea el PCE . Tenemos el propio caso de Usabiaga, hecho preso en Valencia y  luego fugado a Francia, de donde vuelve enseguida con el maquis. Tenemos la historia, para terminar, de Imanol Asarta, que tras la guerra se exilia en América, de donde vuelve pronto para infiltrarse con un grupo en España, pero es detenido en Lisboa junto a Larrañaga y entregado. Antes de ser fusilado en la cárcel de Porlier, dirige una carta a su mujer en la que le pide que no desespere. “Muero tranquilo y sereno, confiado en que el sacrificio de mi vida servirá para que en el porvenir no sufran los que nos sucedan las vicisitudes de nuestra generación. (…) No os dejo en herencia más que mi pasado de consecuente honradez, mi limpio apellido de comunista”.
Que hemos hecho con esa herencia y ese pasado, es otra historia.


domingo, julio 12, 2020

Con Savater.


San Sebastián. En los largos ratos que nos dejaban tranquilos en la feria, mi editora me contó que el día anterior habían estado con Savater, a cuenta de la reedición de alguno de sus libros, y que le habían encontrado triste, alejado el mundo, sin ganas de salir de casa. Parecía un hombre que ha perdido las ilusiones. Yo sabía que desde la muerte de su mujer ya no era el mismo, que seguía inconsolable y casi había dejado de escribir, salvo su columna semanal en El País, a veces agriamente desesperanzada y ella me lo confirmó.  Estuvieron en su casa y luego comieron en un hotel cercano. Eso fue todo. Al contarme esto, recordé la figura de aquel Savater que se crecía ante los retos, el que no rehuía ninguna batalla, el hombre que sabía disfrutar de la vida. Sobre todo, recordé aquel Savater que desde la plataforma Basta Ya sacudió a una sociedad dormida, resignada, y la movilizó frente a un nacionalismo que parecía obligatorio. Fue él quien la armó de argumentos frente al rollo plañidero y victimista del nacionalismo, poniendo la ciudadanía por encima del sentimiento.
Había que frotarse los ojos en aquellos actos de Basta Ya para creerlo, viendo aquel Boulevard donostiarra con las banderas de todas las autonomías dentro de un corazón con la de España, cuando ser español, en la mentalidad supremacista imperante, era un insulto.  En aquellas manifestaciones, recuerdo, se veía a la gente llorar, abrazarse, salir del armario, atreverse por fin a hablar. Luego, de vuelta a casa tras la marcha, se veía a Savater caminar rodeado de guardaespaldas, entre aplausos.  Era el hombre que hizo que muchos abrieron los ojos. No es extraño que quisieran matarle a toda costa
Su figura se convirtió en referencia. En un acto en el Kursaal, recuerdo, Bernard Henri Levy lo comparó con el Sartre de los mejores años. El Parlamento Europeo concedió a Basta Ya el premio Sajarov. Gracias a él se conoció la situación de persecución política en el País Vasco, el intento de eliminación política y física de la oposición, mientras la sociedad miraba hacia otro lado. Era la conciencia cívica del país, pero aquel día del Kursaal con Henry Levy,  Savater, en el escenario, enrojecía y le hacía gestos para que terminara los elogios.
Eso ya pasó, la ETA fue vencida. Pero fue una victoria amarga, pues pronto pudimos constatar que el daño que había ocasionado no fue solo a las víctimas, sino a todos los ciudadanos, y ese es un daño duradero que ha tenido consecuencias. Las décadas de terror consiguieron acallar unas ideas, lograron el sometimiento de la mayoría, crearon una sociedad presta a aceptar los postulados del nacionalismo. Ser nacionalista se convirtió en el grado cero de la posición política común a todos.  Se dice que la violencia de ETA no sirvió para nada pero no es así. Quienes sostenían un discurso distinto al nacionalista fueron directamente eliminados, líderes importantes como Fernando Buesa o Gregorio Ordoñez, un referente de otro pais posible,  desaparecieron y sus ideas se hicieron prácticamente clandestinas; nadie era capaz de defenderlas en público. El miedo logró sus frutos.
La paradoja es que hoy el más beneficiado por la derrota del terrorismo sea el que fue más tibio con él, el PNV, que ha recogido el voto de la moderación, el del posibilismo, el del mal menor, puesto que los partidos españoles fueron desarbolados. Un PNV  que se viste de pragmático, o de guardián de las esencias, según sea la circunstancia.
Seguramente todo esto es injusto, las cosas debían haber sido de otra manera; el fin de ETA debía traer su descredito y el compromiso de no volver nunca a las andadas, la autocrítica y el arrepentimiento de quienes fueron capaces de matar a los demás para imponer sus ideas, la vergüenza de quienes miraron para otro lado. Pero no ha sido así. Casi nunca las cosas son así.
Hoy, pensé en la caseta de la plaza, viendo a la gente que pasaba mirando de reojo los libros de Savater en el mostrador sin pararse, puede que la personificación de todo esto, la imagen que mejor resume la situación actual sea la de Savater sin salir de casa, triste, desesperanzado, casi ajeno ya a los avatares de la política en estos días de elecciones que volverá a ganar el PNV.  Olvidado en su ciudad, cuando debía ser de nuevo aplaudido por las calles, como en aquellos días negros en que se atrevió, sin darse importancia, a plantar cara y hacer lo que nadie hubiera imaginado.

viernes, julio 10, 2020

En la Feria (I)


Llegué a la hora a la Plaza Guipúzcoa, en San Sebastián, pero la caseta todavía no había abierto, así que me puse la mascarilla, entré en un café y mientras me tomaba un cortado me llamó el editor para decirme que estaba en el hotel con la rodilla que parecía un balón de fútbol y que V, su mujer, llegaría enseguida. Yo le dije que se cuidara, me acabé el café y fui despacio hacia la caseta como una oveja al degolladero. La feria era poca cosa, la verdad, tal vez había un boicot y no me había enterado, o puede que las librerías hubieran desaparecido tras el confinamiento o estuvieran exhaustas. La gente no iba allí, pensé, sino que pasaba por allí.  Llegó V y me puse con ella tras el mostrador. Apenas había repartido mis libros generosamente en una fila, cuando apareció un hombre que dijo ser de Pasaia y en cuanto le dije dos palabras compró el libro sin dudarlo. Creo que le pareció mal no hacerlo estando el autor allí. Al poco llegó otra mujer que debió tener el mismo escrúpulo.  A ambos les dediqué el libro, con letra ilegible, dándoles las gracias por el detalle. Pese a ese inicio la cosa no pintaba bien: las pocas casetas era una especie de corredor donde pasaba la gente rauda camino de la playa, sin pararse. Quien lo hacía, además, no estaba claro qué es lo que buscaba. Es difícil que justo tu libro concuerde con el interés de un paseante en la plaza, es como encontrar tu media naranja. Un tipo atlético, por ejemplo, que parecía interesado e incluso tomó el libro en las manos, como si lo pesara, dijo que en realidad solo le interesaban los libros técnicos. “¿De qué tipo?” le pregunté. Entonces él sonrió y dijo que alguno que hablara de “cómo fabricar un árbol”. Le miré sorprendido. “Un árbol de levas de Ferrari” aclaró, tras unos segundos de suspense, satisfecho. También pasaron los que buscan libros sobre plantas medicinales y novela romántica. Recuerdo sobre todo una larga parrafada con un hombre que ya iba con un par de libros bajo el brazo, con el que evoqué los países inventados, la utopía y el viaje a Ítaca, todo ello a cuenta de mi libro, de mi Viaje a Fardelia, que estimó interesantísimo, si bien añadió que lamentablemente no llevaba en ese momento la cartera. Un joven pasó varias veces y se acercó por fin con una libreta para preguntarme si en alguno de mis libros trato la temática LGTBI. Le dije que no lo sabía. Luego recordé que el protagonista de Fardelia, el viejo profesor Ascanio Orabuena, siente una inclinación poderosa hacia el joven Turumbelli, que toca el piano por las tarde en el hotel, aunque piensa que todo es consecuencia del impacto que le ha producido el país, pues en Fardelia las cosas, como podrán descubrir los que lo lean,  son de otra manera.  Le dije esto y el joven apuntó algo en la libreta y me dio las gracias. 

miércoles, mayo 27, 2020

Crónica de un confinaminento: el e-book


Ya ha salido a la venta  el libro Crónica de un confinamiento, que viene al ser el día a dia de los 50 que estuvimos recluidos en casa y que  fui poniendo en este blog. Las fotos son de Eduardo Buxens. He añadido alguna cosa pero no he modificado nada de lo escrito. Queda como la huella que dejaron esos días extraños en el ánimo de un contemplador.

domingo, mayo 24, 2020

Tomeo y el cuervo

El escritor Javier Tomeo
El cuervo me ha hecho recordar a Tomeo, un escritor con quien coincidí alguna vez en Cadaqués. Tomeo también era un escritor de imaginación pura como Ramón, con tendencia al absurdo; un aragonés grande, rotundo y buñuelesco, con algo de gran sapo bondadoso. Yo admiraba mucho su literatura, deudora seguramente de Kafka y sin duda de Freud, que a la vez era sobria, llena de humor y desconcertante. Era también amigo de escribir fábulas con animales -con el cuervo, desde luego- y por tanto un moralista. Durante mucho tiempo su obra no tuvo mucha repercusión, porque no era comprometida y tenía una relación lejana, aunque muy certera, con la realidad, pero más tarde fue redescubierta, sus libros se reeditaron, y él logró publicar de nuevo. Era además un gran dialoguista, lo que explica que alguna de sus novelas, para su sorpresa, se convirtiera en obras de teatro. También se cotizó como articulista.
Un día que estábamos en la terraza frente a la playa en Cadaqués, tomando un perfumat -que es la palabra elegante que el catalán tiene para referirse al carajillo- aludió a que le habían sugerido desde el periódico que se ciñera  más a la actualidad (no atenerse a ella es la máxima aspiración de un columnista, por cierto; lograr el artículo redondo que no hable de nada) y me contó que había mandado uno hablando de un cuervo, tras una larga serie dedicada a pájaros, del que estaba muy orgulloso, pero que el director (fastidiado seguramente por estar en agosto trabajando) le había sugerido que, ya que estaba en la playa, podía hablar algo del verano y las vacaciones. Tras el perfumat, Tomeo me dijo que le esperara un momento y se fue al hotel. Volvió enseguida, sonriente, pidió otro perfumat y dijo que todo estaba solucionado. Donde hablaba del cuervo en el artículo había añadido: que ese año no había salido de vacaciones y el resto seguía igual

miércoles, mayo 20, 2020

Cuervo

Cuervo plegado en origami. Ramón Jimenez.

Mi amigo Ramón ha plegado en origami un cuervo magnífico, blanco, níveo, elegante. Es un cuervo de fábula, según dice. Le escribo diciéndole que puede ser también el cuervo de Poe. El cuervo, me contesta, es un pájaro que le atrae mucho por su inteligencia. Cita  el libro “Cuervo” de Boria Sax (no se quién es) que le parece magnifico. En la mitología nórdica, me informa, Odín se servía de dos cuervos Huginn y Muninn para traerle noticias sobre el mundo.
La afición de Ramón a los cuervos me ha extrañado, pues los córvidos en general tienen muy mala fama. Cría cuervos, se dice. A la picaraza, que está por todas partes, por ejemplo, se le tilda de ladrona y de traidora. El grajo es ave como de cementerio. Cuando vuela bajo, además, el frío es del carajo como exige la rima.  Los mirlos quizás sean más simpáticos. Conocí a alguien que tenía uno que silbaba cualquier música que escuchase, y hablaba a veces sin saber que decía, como algún político. 
Existe la creencia de que los grajos son inmortales pues, según parece, nunca nadie ha visto un grajo muerto, cosa que no se si es verdad. Por eso leí a Aldecoa, o tal vez fuera a Benet, que un día que paseaba cerca de  Alcalá de Henares vio un grajo que, según pensó,  bien podría haber conocido a Cervantes.

lunes, mayo 11, 2020

Diario de un confinamiento. Final. Retrato

Foto de Eduardo Buxens


Una vez terminado este diario  he posado para la ocasión. Le he pedido a Buxens que me sacara unas fotos y también alguna de las que que ha sacado estos días en la ciudad para que ilustren mi Crónica de un confinamiento que saldrá en ebook.

lunes, mayo 04, 2020

Diario de un confinamiento XXXIII. Día 50

Día 50. Para celebrarlo amanece un día limpio, brillante, soleado. Por la mañana, muy pronto, salgo a pasear como ayer. Recorro las calles y bajo hacia el campus. Intento seguir el perímetro que he marcado con el radio de un km desde casa, como si circunnavegara la tierra.  No conviene aventurarse fuera de él. Ese es ahora todo el orbe para mí. En algunas panaderías la gente hace cola para que le sirvan un café. Paso por el centro desierto, atravieso el Paseo Sarasate y entro en la parte vieja. En la plazuela de San Francisco dos mendigos charlan tranquilamente en un banco con todas sus pertenencias esparcidas. Ese es el banco donde pasan la cuarentena, me digo. Mas adelante, cerca de Tejería, un gitano sale de una pensión con la mascarilla en el cogote, como un gorro de carnaval y saluda a un vecino que fuma vigilando la calle solitaria.  Se diría que ninguno de los dos ha dormido. Voy por el Paseo de Ronda echando un vistazo al río allí abajo, a los montes recortados en el horizonte que ayer no estaban. En la Taconera un equilibrista que ha tendido una maroma entre dos árboles, a baja altura, da unos pasos cautelosos sobre ella como si se jugara el pellejo. Cerca ya de casa, con la mascarilla puesta, embozado, reconozco caras que no me ven, como si yo también fuera a un baile de carnaval.
Después de desayunar me voy a la cama y caigo redondo. Me siento como si viniera de una expedición por el desierto, con la cara herida por el sol y el viento, ebrio de aire puro, colores y estímulos. Es la falta de costumbre, el enclaustramiento, me digo. O tal vez la astenia de este primer calor. Con la ventana abierta caigo en un sueño hondo del que emerjo a duras penas cada tanto. El golpe que me di hace tiempo en el costado, en Viernes Santo,  todavía me duele y me hace estar boca arriba. Medio dormido recuerdo la historia del prisionero tumbado en la piedra a quien van a arrancar el corazón, la ceremonia sacrificial de los aztecas que se trunca por el eclipse de sol. Sobre esto hizo Cortázar un gran cuento: La noche boca arriba, donde mezcla realidad y sueño.
Pasa el tiempo y sigo en la cama, sin fuerzas. De vez en cuando abro un ojo y luego vuelvo a las profundidades. Por la ventana abierta van llegando sonidos que se alternan según las fases del día.  Hasta las 10, los pasos rápido de corredores y las conversaciones de los paseantes; después, la hora de los mayores: voces aisladas que van menguando. A las 12, los niños, que han salido en masa al parque a disfrutar de sus horas. Es una rueda que se repite. Qué rápido nos acostumbramos a todo. Haríamos cola sin problema con una cartilla de racionamiento. Una larga fila para sacar un poco de dinero. Qué fácil hacen con nosotros lo que quieren.
Cerca de las dos me encuentro mejor y bajo a por el pan y compro una botella de vino. Hoy es el día de la madre. El repartidor viene con unas pizzas. Según el hinduismo, que también tiene predilección por las etapas y las ruedas, ahora estamos en una fase llamada Kali Yuga, que no es muy buena. En este tiempo lo virtual sustituye a lo real, la discordia a la concordia, la materia al espíritu. Está muy bien traído. Ahora, al final del confinamiento,  todo son presagios, propósitos, remordimientos. Nadie sabe qué vendrá. Pienso en la edad del espíritu, la otra cara de la moneda, que iluminará las mentes y abrirá los ojos y los oídos.  A la noche volvemos a salir. Viendo a la gente por la calle se nota un aire distinto. Se diría que estamos ya en la cuesta abajo, en una rampa que nos lleva de vuelta a la vida de antes o a lo que se le parezca. Avanzamos por la hierba húmeda, cautelosos, cruzándonos con más gente y volvemos pronto a casa.

viernes, mayo 01, 2020

Diario de un confinamiento XXXII. Trías

El filososfo Eugenio Trías.
Mientras hago bici escucho podcasts, últimamente a Eugenio Trías, un filósofo que ya murió, el único, dicen, que edificó un sistema de pensamiento propio, quizás el filósofo más importante de la segunda mitad del siglo XX en lengua española, puesto que de la primera parte lo sería Ortega. Trías siempre se ha parecido a Nietzsche, con esos grandes bigotes que casi le tapan la boca y confirma la idea de que uno se va pareciendo a aquello que ama, o a lo que se dedica.  En una de sus últimas entrevistas que he visto pedaleando aparece hinchado ya por la enfermedad que acabaría pronto con él, en su casa de Barcelona con amplios ventanales abiertos a una plaza anodina, la biblioteca ordenada y una gran mesa blanca  de líneas simples, casi vacía de objetos. Cuando se levanta y va hacia la ventana se ven varios cactus alargados, alguno con una discreta flor azul.  Esta predilección por los cactus resistentes, elementales, llenos de pinchos, debe querer decir algo. O tal vez es que necesitan pocos cuidados. Como está mayor y enfermo habla de la muerte con cercanía y pide a la vida en este momento un poco de sosiego, una reconciliación con lo que le rodea. En la pared hay también, perfectamente alineados, una gran cantidad de CD. Trías fue un gran melómano y escribió al final sobre música, algo que es muy difícil. También su última etapa es un largo empeño por batirse con lo espiritual, a lo que dedica la obra que él más estima: La edad del espíritu. Desde el comienzo Trías estuvo volcado en la filosofía, pero también en su sombra. Así se llamaba su primer libro: La filosofía y su sombra. Su propuesta es no abandonar la razón ilustrada, pero no desdeñar lo otro: la pasión, lo espiritual, la religión, las artes. Otras formas de conocimiento que siempre han acompañado al hombre. Hay que reformar la razón y hacer que preste atención a aquello que a veces ha desdeñado demasiado pronto, dice. Quedarse solo la razón y su deriva técnica nos lleva al despeñadero. Hay que buscar la otra mitad. La edad del espíritu es una edad no confesional, ecuménica, unificadora. Una transformación.
El gran concepto unificador de la filosofía de Trías es la idea de límite, ese lugar fronterizo que existe, por ejemplo, entre la razón y lo que esta no alcanza, un limes, una franja que separa, pero a la vez une. Somo habitantes de la frontera; entre la naturaleza y la cultura, entre la razón y la pasión, entre consciente e inconsciente, entre la vida y la muerte. Puede que esta idea de limite sea ahora oportuna, cuando habitamos al borde de algo que no dominamos, en la incertidumbre, recluidos en un estrecho espacio, fiados a la razón y la ciencia, pero a la vez abocados a lo que le sobrepasa. Con una suerte de nostalgia. Ahí está Trías con su vuelta al  espíritu -el pneuma de los griego, el aire- que sopla donde quiere, lo mueve todo y lo transforma, como el viento de esta tarde en que escribo, que mueve las copas de los árboles y crea un sonido como de olas que van y vienen.

martes, abril 28, 2020

Diario de un confinamiento XXXI. Lluvia

Después de una mañana de líos y números salgo a por el pan y a la vuelta me refugio con T bajo el porche de la Iglesia de la lluvia que cae furiosa. Los dos embozados, con mascarilla, apostados bajo el alero, parecemos forajidos. Con el tiempo recordaremos estos paseos furtivos, me dice.  Si, asiento, deberíamos sacarnos una foto para la posteridad. Pat Garrert y Billy the kid.  Pasa un tercer enmascarado con una gabardina larga. Es una mujer que se para y nos saluda, como si nos conociera. No la reconozco, pero no digo nada. Dice que cuando acabe el confinamiento tirará la gabardina a la basura. Debe ser médico, o enfermera, explica que las cosas allí van mejor, que tiene muchos menos ingresos, que no hay problema en las UVI. Luego habla de los test PCR y de las pegas que pone el gobierno para que se hagan. No le gusta que alguien haga algo por su cuenta, y menos si tiene éxito. Como el perro del hortelano dice T, ni come ni deja comer. La vemos irse.
Bajo los soportales de la iglesia, con el pan en la mano, como si lleváramos una ofrenda, no sabemos de pronto qué decir. El silencio lo llena el tamborilear de las gotas sobre los coches aparcados. Parece que esta primavera rara no para de llover.  Al rato le cuento que con las cuatro cosas que he hecho esta mañana, tengo suficiente. Que ya he hecho el día.  Que a la tarde voy a descansar.  Igual la vida es más sencilla que los que pensamos, dice él. Tal vez esa sea la lección de estos días, pienso. Conformarse con menos. Disfrutar lo que se pueda.  Puede que hasta ahora estuviéramos tan ocupados que no habíamos caído en cuenta. La verdad es que la idea de poder por fin pasear este sábado me basta. No me iría al otro lado del mundo. No quisiera encadenarme a las cosas. Puedo moverme en un radio de un km y he visto en la aplicación hasta donde puedo llegar.  La vida puede ser más sencilla de lo que pensamos, sí. Tal vez mucha gente llegue a esta conclusión y cambie. A diferencia de tantas cosas, eso es algo que está en su mano. 

domingo, abril 26, 2020

Diario de un confinamiento XXX. Niños.


Hoy salen los niños. Desde la mañana he oído sus voces en la calle mezcladas con el canto de los pájaros que parecían más alegres. Al principio eran unos cuantos, pero enseguida han sido más, se veían grupos de padres e hijos yendo hacia la Vuelta del Castillo, excitados, un poco incrédulos ante lo que estaba haciendo después de tantos días, contenidos como el que sale de la cárcel y mira de pronto alrededor con asombro. De momento nadie ha dado una patada a un balón ni se ha lanzado en bici por su cuenta. Un niño ha pasado en difícil equilibrio sobre los patines, como si se le hubiera olvidado deslizarse.  Hoy que han salido los niños, de pronto hay muchos menos perros. Las familias de la mano cruzan el paso de cebra y luego se pierden tras los árboles, pero sus voces se siguen oyendo mientras se alejan. La salida de los niños es la prueba de que la vida sigue.

Puede que, en unos días, el sábado, podamos salir también nosotros a pasear. Después de tantos días lo necesito. Escribir en el encierro me ha agotado. Ha sido como sacar agua de un pozo que cada vez estaba más profundo. Estos último días me encontraba más torpe e inquieto, y cuando quería parar mi cabeza intentaba escribir algo por su cuenta. No aceptaba un descanso, como un ciclista que teme perder su forma.
 Si es posible me gustaría ir el sábado o el domino hasta Zuasti, donde comencé esta crónica del confinamiento. También ese día había padres con niños, bicicletas y una cometa que se resistía a volar. Entonces todo estaba por ver, no sabíamos lo que se nos venía encima, lo que tendría todavía que escribir en este cuaderno. Desde ese día los niños se quedaron en casa. Sus voces se dejaron ya de oír en la calle, como en un cuento de terror.

jueves, abril 23, 2020

Diario de un confinamiento XXIX. Día del libro.


Hoy es el día del libro. Estos días me han llegado mensajes agónicos de librerías que cierran y editores que no pueden seguir adelante. No es que no ingrese nada, me cuenta un editor, sino que debo seguir pagando trabajos de imprenta, alquileres y gastos. Una ruina. Dejó hace tiempo su trabajo para embarcarse en la edición y ahora lo lamenta. Si ya era duro seguir con un negocio de libros antes, ahora es heroico. La gente está encerrada en casa, dice estar harta de las noticias, de la pelea política, no quiere saber nada porque le deprime o le hastía, pero no sé si lee. Quizás leer sea la última opción. Tal vez con Netflix ya no da tiempo. Por todas partes hay ofertas para entretenerse: Ópera en abierto, visita al Hermitage por video, parchís a distancia etc. El día ya no da para todo y a la vez transcurre morosamente, se desliza como un lenta serpiente, todo da pereza. Por no hablar del móvil que no para. La mayoría de las cosas ni las abro, pero me llegó el testimonio de un amigo cuya madre está ingresada en una residencia y hacía temblar. No se permiten visitas, no saben mucho de ella, pero la UME ya ha estado dos veces trasladando a los ancianos que pueden estar infectados -no se sabe en realidad- del resto. También la UME, leo, ha estado en el Palacio de Hielo de Madrid, convertida en morgue gigante, velando a los muertos pues sus familiares no podían hacerlo. Esto sí que es dignificar el uniforme. Todo este drama transcurre en un extraño silencio. Sin aspavientos, sin rebeliones, sin lágrimas a la vista.
Al mediodía doy la vuelta a la manzana con T y el pan debajo del brazo. En la avenida han puesto un control de la policía municipal que detiene a los coches a ver a donde van. Nosotros seguimos adelante. También T tiene pereza, toma notas, querría escribir algo sobre la ciudad, pero no le sale. También siente pereza. Es difícil tener repercusión. Le digo que si uno depende de eso, está perdido, no haría nada. Luego recuerda el libro de Oscar Tusquets que habla de cómo incluso las partes de una edificio que no se ven están a veces trabajadas, o como algunas estatuas de Miguel Ángel están esculpidas en su parte posterior, aunque no pueda apreciarse por el observador. Aunque nadie lo vea, Dios lo ve, es la explicación. Aunque nadie parezca responder, hay que hacerlo por uno mismo. Terminar la tarea da una gran satisfacción. A veces cuando no se busca algo es cuando aparece.

martes, abril 21, 2020

Diario de un confinamiento XXVIII.

1.  Puede que a partir del 26 nos dejen salir a hacer deporte de forma individual, incluso pasear a gente mayor con medidas estrictas. O puede que sea un globo sonda.  Lo que era banal, cotidiano, se ha convertido en objeto deseo, en excepción, en esperanza. Aunque el deseo más común -el deseo más viral, podemos decir- sería el haber pasado ya este virus sin saberlo, asintomático. Es como un sueño erótico que requeriría para confirmarse de un test rápido que, por cierto, dicen que se parece a un test de embarazo.
  
2. La última ampliación del plazo del confinamiento ha caído como un jarro de agua fría. La red se ha llenado de agravios comparativos. En otras partes no es lo mismo, se restriega. El domingo vino en el periódico una entrevista con Fernando Aramburu, que vive en Alemania, donde contaba que allí, aun con restricciones, se puede pasear y los niños no han dejado de salir. Dejar en la calle a los niños busca una inmunización masiva, explica. Todo lo que contaba sonaba más lógico, más ponderado, menos riguroso. Mas eficaz también, por cierto.  Somos el país con las restricciones más duras, y tengo la sensación no es tanto por el estado de cosas, sino por la inveterada falta de confianza en nuestra responsabilidad. "A estos no se le puede dejar solos", es la convicción aquí de cualquier gobernante. Nada propicia más seguir siendo niño que te traten como tal.

3. En una entrevista en La Vanguardia -esa Contra de la Vanguardia es una mina- Antoni Costa dice que el riesgo que se quiere evitar cerrando los colegios no compensa el daño que causa. Se refiere también a los niños que comen -o comían- en el colegio y que ya no lo hacen. El cierre de los colegios y el asunto del saldo en la promoción de curso merecerían más atención. Nada perjudica más a los niños de procedencia humilde, sin facilidad para los recursos culturales, que la relajación en la exigencia de la Escuela. Si no lo aprenden allí, es probable que ya no lo aprendan.  Esta es una idea en la que insiste Luri, y que resulta impecable.


 4. He visto una manifestación de ayer mismo contra Netanyahu, en Israel. Mucha gente se ha reunido mostrando pancartas, y todos iba a dos metros de distancia unos de otros, ordenada y responsablemente. De nuevo la sensación de que aquí somos de segunda división. 

 
5. Comienza un run-run de gente que se alarma con las medias del decreto del “Estado de Alarma” que nos metió a todos en casa y que da lugar a sanciones por dar la vuelta a la manzana, que no deja abrir negocios, aunque uno se arruine, que impide las visitas y prácticamente enterrar a los muertos. Jamás se habían limitado los derechos de esta manera, ni podía sospecharse una aceptación tan acrítica. Puede estar muy justificado por motivos sanitarios -aunque sería exigible acompañarlo de otras medidas-  pero no deja de ser un ensayo de lo que pueden hacer con nosotros. La sensación es que la próxima restricción no les va a costar nada. Que somos como ovejas.  De hecho, triunfan los videos de pastores en la red. Hace poco la izquierda se echaba las manos a la cabeza ante la ley mordaza, que hoy parece un juego de niños.

 6. Un general de uniforme, que sale todos los días con los demás portavoces del gobierno en esta crisis, ha dicho que una de las labores es monitorizar los mensajes es de la red para neutralizar las críticas al gobierno. Eso de combatir la crítica sonó mal, y más dicho con un uniforme, por cierto, y se apresuraron las matizaciones y desmentidos, en especial la alegación de que se trataba de un lapsus.  Como si el lapsus fuera un mero error, y no una manera que tiene la verdad de comparecer por encima de la voluntad del sujeto, a pesar de él, podemos decir. El lapsus nos trae el regalo de la sinceridad ocultada, como el micrófono que se creía cerrado. El lapsus desnuda a quien los ha dicho, como si se quitara el uniforme.

lunes, abril 20, 2020

Diario de un confinamiento XXVII. Ad Astra.

Neptuno.
Me puse a ver Ad Astra, una peli de ciencia ficción, con Brad Pitt, porque pensé que era un buena forma de terminar el día  y tratar de   olvidar que de nuevo se alarga el  confinamiento hasta el 9 de mayo, lo que me hace sentir como un preso al que se le ha vuelto a negar la condicional sin motivo y, hundido en la butaca me dejé llevar por la nave que flotaba en el espacio, viajé en un cohete, sentí esa sensación de ingravidez y de perderse en el abismo que ocurre cuando el astronauta sale al espacio a arreglar alguna cosa de la enorme nave que echa chispas, contuve el aliento, sobrecogido, por la inmensidad del espacio que nos acecha, por los asteroides que pasaban rozando y el brillo de las  estrellas, me conmovió la visión azul de la tierra desde arriba, como una bola líquida, hasta que de pronto advertí que detrás de la ventana del salón comenzaban los relámpagos, el cielo se iluminaba, la tormenta que llegaba en plena noche parecía una prolongación de  la película o esta una prolongación del cielo nocturno, hasta que empezó a caer una lluvia intensa, cerrada; se veía la cortina de agua iluminada por la farola que hay enfrente de casa, el suelo comenzaba encharcare, los restos de pelusas, de polen y de hojas que estos días ha derribado el viento se convertían en puré  con la lluvia, los mismo árboles vapuleados parecían querer encogerse ante lo que se le venía encima, y yo me ilusioné un segundo pensando que esa lluvia acabaría con el virus, que esa agua purificadora, como en un  gran diluvio,  se lo llevaría todo por delante y acabaría este mal sueño, pero enseguida comprendí que no sería así, que este día se uniría a otro como una cuenta en una collar, como un rosario, como los días que restaban a Pitt para llegar hasta su destino en Neptuno en su nave solitaria y encontrar a su padre, porque con un padre siempre hay una conversación pendiente y un momento para intentarlo; esto es lo que tenemos, me dije, sin duda todavía falta mucho para salir de la jaula, apenas han anunciado que los niños podrán salir un  rato  la calle, eso es ya un alivio y recordé que hace poco un vecino me contó que bajaba a sus niños un rato cada tarde al garaje  para que dieran vueltas con la bici bajo tierra, como si hubiera bombardeos; para qué queremos ciencia ficción, me dije, para qué viajar hasta Neptuno si tenemos nuestro mundo tenebroso aquí mismo, pero ahí seguía Pitt con su cara contrita en busca  del padre perdido en el espacio, embarcado en una  misión en la que ni el mismo  sabe si va a encontrar un héroe o un  monstruo, un viaje iniciático de millones de kilómetros que, en realidad,  es un viaje interior, porque encontrar a un padre es encontrarse a sí mismo, ese es el sentido de la película,  no en vano los hijos heredan los pecados de los padres, hay algo que se transmite, es como una inercia con la que hay que contar para salir de ello y hacerse uno mismo,  recordé, mientras la tormenta seguía ahí fuera, y Brad Pitt se protegía con una puerta arrancada de los pedruscos que orbitan en torno a  Neptuno, y yo entraba en un especie de modorra como si hubiera bebido, aunque  tal vez fuera una especie de trance por tantos días de aislamiento, me dije, pronto serían cuarenta: 40 días y 40 noches, como los ascetas del desierto, como si fuera  un camino de purificación o  un largo viaje de vuelta a casa, como el de Pitt tratando de volver  a la tierra,  una larga travesía llena de  días  iguales donde no hay día ni noche, ni lunes ni  martes, sino la desazón sobre que encontrará a su vuelta, si será capaz de volver a su vida anterior o todo será distinto y entonces, al contemplar desde la ventana ese vasto espacio exterior vacío, comprende que  no pertenece a esas inmensidades, que somos  mortales,  de carne y hueso, y nuestra  patria es el tiempo y el mundo al que hay que volver, y al abrir  la ventana respiré  con congoja la fragancia de la tierra húmeda tras la lluvia, cerré a  los ojos y soñé que volvía a  andar de nuevo sin rumbo.