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Neptuno. |
Me puse a ver Ad Astra, una peli de ciencia ficción, con Brad Pitt, porque pensé que era un buena forma de terminar el día y tratar de olvidar que de nuevo se alarga el confinamiento hasta el 9 de mayo, lo que me hace sentir como un preso al que se le ha vuelto a negar la condicional sin motivo y, hundido en la butaca me dejé llevar por la nave que flotaba en el espacio, viajé en un cohete, sentí esa sensación de ingravidez y de perderse en el abismo que ocurre cuando el astronauta sale al espacio a arreglar alguna cosa de la enorme nave que echa chispas, contuve el aliento, sobrecogido, por la inmensidad del espacio que nos acecha, por los asteroides que pasaban rozando y el brillo de las estrellas, me conmovió la visión azul de la tierra desde arriba, como una bola líquida, hasta que de pronto advertí que detrás de la ventana del salón comenzaban los relámpagos, el cielo se iluminaba, la tormenta que llegaba en plena noche parecía una prolongación de la película o esta una prolongación del cielo nocturno, hasta que empezó a caer una lluvia intensa, cerrada; se veía la cortina de agua iluminada por la farola que hay enfrente de casa, el suelo comenzaba encharcare, los restos de pelusas, de polen y de hojas que estos días ha derribado el viento se convertían en puré con la lluvia, los mismo árboles vapuleados parecían querer encogerse ante lo que se le venía encima, y yo me ilusioné un segundo pensando que esa lluvia acabaría con el virus, que esa agua purificadora, como en un gran diluvio, se lo llevaría todo por delante y acabaría este mal sueño, pero enseguida comprendí que no sería así, que este día se uniría a otro como una cuenta en una collar, como un rosario, como los días que restaban a Pitt para llegar hasta su destino en Neptuno en su nave solitaria y encontrar a su padre, porque con un padre siempre hay una conversación pendiente y un momento para intentarlo; esto es lo que tenemos, me dije, sin duda todavía falta mucho para salir de la jaula, apenas han anunciado que los niños podrán salir un rato la calle, eso es ya un alivio y recordé que hace poco un vecino me contó que bajaba a sus niños un rato cada tarde al garaje para que dieran vueltas con la bici bajo tierra, como si hubiera bombardeos; para qué queremos ciencia ficción, me dije, para qué viajar hasta Neptuno si tenemos nuestro mundo tenebroso aquí mismo, pero ahí seguía Pitt con su cara contrita en busca del padre perdido en el espacio, embarcado en una misión en la que ni el mismo sabe si va a encontrar un héroe o un monstruo, un viaje iniciático de millones de kilómetros que, en realidad, es un viaje interior, porque encontrar a un padre es encontrarse a sí mismo, ese es el sentido de la película, no en vano los hijos heredan los pecados de los padres, hay algo que se transmite, es como una inercia con la que hay que contar para salir de ello y hacerse uno mismo, recordé, mientras la tormenta seguía ahí fuera, y Brad Pitt se protegía con una puerta arrancada de los pedruscos que orbitan en torno a Neptuno, y yo entraba en un especie de modorra como si hubiera bebido, aunque tal vez fuera una especie de trance por tantos días de aislamiento, me dije, pronto serían cuarenta: 40 días y 40 noches, como los ascetas del desierto, como si fuera un camino de purificación o un largo viaje de vuelta a casa, como el de Pitt tratando de volver a la tierra, una larga travesía llena de días iguales donde no hay día ni noche, ni lunes ni martes, sino la desazón sobre que encontrará a su vuelta, si será capaz de volver a su vida anterior o todo será distinto y entonces, al contemplar desde la ventana ese vasto espacio exterior vacío, comprende que no pertenece a esas inmensidades, que somos mortales, de carne y hueso, y nuestra patria es el tiempo y el mundo al que hay que volver, y al abrir la ventana respiré con congoja la fragancia de la tierra húmeda tras la lluvia, cerré a los ojos y soñé que volvía a andar de nuevo sin rumbo.
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