martes, abril 28, 2020

Diario de un confinamiento XXXI. Lluvia

Después de una mañana de líos y números salgo a por el pan y a la vuelta me refugio con T bajo el porche de la Iglesia de la lluvia que cae furiosa. Los dos embozados, con mascarilla, apostados bajo el alero, parecemos forajidos. Con el tiempo recordaremos estos paseos furtivos, me dice.  Si, asiento, deberíamos sacarnos una foto para la posteridad. Pat Garrert y Billy the kid.  Pasa un tercer enmascarado con una gabardina larga. Es una mujer que se para y nos saluda, como si nos conociera. No la reconozco, pero no digo nada. Dice que cuando acabe el confinamiento tirará la gabardina a la basura. Debe ser médico, o enfermera, explica que las cosas allí van mejor, que tiene muchos menos ingresos, que no hay problema en las UVI. Luego habla de los test PCR y de las pegas que pone el gobierno para que se hagan. No le gusta que alguien haga algo por su cuenta, y menos si tiene éxito. Como el perro del hortelano dice T, ni come ni deja comer. La vemos irse.
Bajo los soportales de la iglesia, con el pan en la mano, como si lleváramos una ofrenda, no sabemos de pronto qué decir. El silencio lo llena el tamborilear de las gotas sobre los coches aparcados. Parece que esta primavera rara no para de llover.  Al rato le cuento que con las cuatro cosas que he hecho esta mañana, tengo suficiente. Que ya he hecho el día.  Que a la tarde voy a descansar.  Igual la vida es más sencilla que los que pensamos, dice él. Tal vez esa sea la lección de estos días, pienso. Conformarse con menos. Disfrutar lo que se pueda.  Puede que hasta ahora estuviéramos tan ocupados que no habíamos caído en cuenta. La verdad es que la idea de poder por fin pasear este sábado me basta. No me iría al otro lado del mundo. No quisiera encadenarme a las cosas. Puedo moverme en un radio de un km y he visto en la aplicación hasta donde puedo llegar.  La vida puede ser más sencilla de lo que pensamos, sí. Tal vez mucha gente llegue a esta conclusión y cambie. A diferencia de tantas cosas, eso es algo que está en su mano. 

domingo, abril 26, 2020

Diario de un confinamiento XXX. Niños.


Hoy salen los niños. Desde la mañana he oído sus voces en la calle mezcladas con el canto de los pájaros que parecían más alegres. Al principio eran unos cuantos, pero enseguida han sido más, se veían grupos de padres e hijos yendo hacia la Vuelta del Castillo, excitados, un poco incrédulos ante lo que estaba haciendo después de tantos días, contenidos como el que sale de la cárcel y mira de pronto alrededor con asombro. De momento nadie ha dado una patada a un balón ni se ha lanzado en bici por su cuenta. Un niño ha pasado en difícil equilibrio sobre los patines, como si se le hubiera olvidado deslizarse.  Hoy que han salido los niños, de pronto hay muchos menos perros. Las familias de la mano cruzan el paso de cebra y luego se pierden tras los árboles, pero sus voces se siguen oyendo mientras se alejan. La salida de los niños es la prueba de que la vida sigue.

Puede que, en unos días, el sábado, podamos salir también nosotros a pasear. Después de tantos días lo necesito. Escribir en el encierro me ha agotado. Ha sido como sacar agua de un pozo que cada vez estaba más profundo. Estos último días me encontraba más torpe e inquieto, y cuando quería parar mi cabeza intentaba escribir algo por su cuenta. No aceptaba un descanso, como un ciclista que teme perder su forma.
 Si es posible me gustaría ir el sábado o el domino hasta Zuasti, donde comencé esta crónica del confinamiento. También ese día había padres con niños, bicicletas y una cometa que se resistía a volar. Entonces todo estaba por ver, no sabíamos lo que se nos venía encima, lo que tendría todavía que escribir en este cuaderno. Desde ese día los niños se quedaron en casa. Sus voces se dejaron ya de oír en la calle, como en un cuento de terror.

jueves, abril 23, 2020

Diario de un confinamiento XXIX. Día del libro.


Hoy es el día del libro. Estos días me han llegado mensajes agónicos de librerías que cierran y editores que no pueden seguir adelante. No es que no ingrese nada, me cuenta un editor, sino que debo seguir pagando trabajos de imprenta, alquileres y gastos. Una ruina. Dejó hace tiempo su trabajo para embarcarse en la edición y ahora lo lamenta. Si ya era duro seguir con un negocio de libros antes, ahora es heroico. La gente está encerrada en casa, dice estar harta de las noticias, de la pelea política, no quiere saber nada porque le deprime o le hastía, pero no sé si lee. Quizás leer sea la última opción. Tal vez con Netflix ya no da tiempo. Por todas partes hay ofertas para entretenerse: Ópera en abierto, visita al Hermitage por video, parchís a distancia etc. El día ya no da para todo y a la vez transcurre morosamente, se desliza como un lenta serpiente, todo da pereza. Por no hablar del móvil que no para. La mayoría de las cosas ni las abro, pero me llegó el testimonio de un amigo cuya madre está ingresada en una residencia y hacía temblar. No se permiten visitas, no saben mucho de ella, pero la UME ya ha estado dos veces trasladando a los ancianos que pueden estar infectados -no se sabe en realidad- del resto. También la UME, leo, ha estado en el Palacio de Hielo de Madrid, convertida en morgue gigante, velando a los muertos pues sus familiares no podían hacerlo. Esto sí que es dignificar el uniforme. Todo este drama transcurre en un extraño silencio. Sin aspavientos, sin rebeliones, sin lágrimas a la vista.
Al mediodía doy la vuelta a la manzana con T y el pan debajo del brazo. En la avenida han puesto un control de la policía municipal que detiene a los coches a ver a donde van. Nosotros seguimos adelante. También T tiene pereza, toma notas, querría escribir algo sobre la ciudad, pero no le sale. También siente pereza. Es difícil tener repercusión. Le digo que si uno depende de eso, está perdido, no haría nada. Luego recuerda el libro de Oscar Tusquets que habla de cómo incluso las partes de una edificio que no se ven están a veces trabajadas, o como algunas estatuas de Miguel Ángel están esculpidas en su parte posterior, aunque no pueda apreciarse por el observador. Aunque nadie lo vea, Dios lo ve, es la explicación. Aunque nadie parezca responder, hay que hacerlo por uno mismo. Terminar la tarea da una gran satisfacción. A veces cuando no se busca algo es cuando aparece.

martes, abril 21, 2020

Diario de un confinamiento XXVIII.

1.  Puede que a partir del 26 nos dejen salir a hacer deporte de forma individual, incluso pasear a gente mayor con medidas estrictas. O puede que sea un globo sonda.  Lo que era banal, cotidiano, se ha convertido en objeto deseo, en excepción, en esperanza. Aunque el deseo más común -el deseo más viral, podemos decir- sería el haber pasado ya este virus sin saberlo, asintomático. Es como un sueño erótico que requeriría para confirmarse de un test rápido que, por cierto, dicen que se parece a un test de embarazo.
  
2. La última ampliación del plazo del confinamiento ha caído como un jarro de agua fría. La red se ha llenado de agravios comparativos. En otras partes no es lo mismo, se restriega. El domingo vino en el periódico una entrevista con Fernando Aramburu, que vive en Alemania, donde contaba que allí, aun con restricciones, se puede pasear y los niños no han dejado de salir. Dejar en la calle a los niños busca una inmunización masiva, explica. Todo lo que contaba sonaba más lógico, más ponderado, menos riguroso. Mas eficaz también, por cierto.  Somos el país con las restricciones más duras, y tengo la sensación no es tanto por el estado de cosas, sino por la inveterada falta de confianza en nuestra responsabilidad. "A estos no se le puede dejar solos", es la convicción aquí de cualquier gobernante. Nada propicia más seguir siendo niño que te traten como tal.

3. En una entrevista en La Vanguardia -esa Contra de la Vanguardia es una mina- Antoni Costa dice que el riesgo que se quiere evitar cerrando los colegios no compensa el daño que causa. Se refiere también a los niños que comen -o comían- en el colegio y que ya no lo hacen. El cierre de los colegios y el asunto del saldo en la promoción de curso merecerían más atención. Nada perjudica más a los niños de procedencia humilde, sin facilidad para los recursos culturales, que la relajación en la exigencia de la Escuela. Si no lo aprenden allí, es probable que ya no lo aprendan.  Esta es una idea en la que insiste Luri, y que resulta impecable.


 4. He visto una manifestación de ayer mismo contra Netanyahu, en Israel. Mucha gente se ha reunido mostrando pancartas, y todos iba a dos metros de distancia unos de otros, ordenada y responsablemente. De nuevo la sensación de que aquí somos de segunda división. 

 
5. Comienza un run-run de gente que se alarma con las medias del decreto del “Estado de Alarma” que nos metió a todos en casa y que da lugar a sanciones por dar la vuelta a la manzana, que no deja abrir negocios, aunque uno se arruine, que impide las visitas y prácticamente enterrar a los muertos. Jamás se habían limitado los derechos de esta manera, ni podía sospecharse una aceptación tan acrítica. Puede estar muy justificado por motivos sanitarios -aunque sería exigible acompañarlo de otras medidas-  pero no deja de ser un ensayo de lo que pueden hacer con nosotros. La sensación es que la próxima restricción no les va a costar nada. Que somos como ovejas.  De hecho, triunfan los videos de pastores en la red. Hace poco la izquierda se echaba las manos a la cabeza ante la ley mordaza, que hoy parece un juego de niños.

 6. Un general de uniforme, que sale todos los días con los demás portavoces del gobierno en esta crisis, ha dicho que una de las labores es monitorizar los mensajes es de la red para neutralizar las críticas al gobierno. Eso de combatir la crítica sonó mal, y más dicho con un uniforme, por cierto, y se apresuraron las matizaciones y desmentidos, en especial la alegación de que se trataba de un lapsus.  Como si el lapsus fuera un mero error, y no una manera que tiene la verdad de comparecer por encima de la voluntad del sujeto, a pesar de él, podemos decir. El lapsus nos trae el regalo de la sinceridad ocultada, como el micrófono que se creía cerrado. El lapsus desnuda a quien los ha dicho, como si se quitara el uniforme.

lunes, abril 20, 2020

Diario de un confinamiento XXVII. Ad Astra.

Neptuno.
Me puse a ver Ad Astra, una peli de ciencia ficción, con Brad Pitt, porque pensé que era un buena forma de terminar el día  y tratar de   olvidar que de nuevo se alarga el  confinamiento hasta el 9 de mayo, lo que me hace sentir como un preso al que se le ha vuelto a negar la condicional sin motivo y, hundido en la butaca me dejé llevar por la nave que flotaba en el espacio, viajé en un cohete, sentí esa sensación de ingravidez y de perderse en el abismo que ocurre cuando el astronauta sale al espacio a arreglar alguna cosa de la enorme nave que echa chispas, contuve el aliento, sobrecogido, por la inmensidad del espacio que nos acecha, por los asteroides que pasaban rozando y el brillo de las  estrellas, me conmovió la visión azul de la tierra desde arriba, como una bola líquida, hasta que de pronto advertí que detrás de la ventana del salón comenzaban los relámpagos, el cielo se iluminaba, la tormenta que llegaba en plena noche parecía una prolongación de  la película o esta una prolongación del cielo nocturno, hasta que empezó a caer una lluvia intensa, cerrada; se veía la cortina de agua iluminada por la farola que hay enfrente de casa, el suelo comenzaba encharcare, los restos de pelusas, de polen y de hojas que estos días ha derribado el viento se convertían en puré  con la lluvia, los mismo árboles vapuleados parecían querer encogerse ante lo que se le venía encima, y yo me ilusioné un segundo pensando que esa lluvia acabaría con el virus, que esa agua purificadora, como en un  gran diluvio,  se lo llevaría todo por delante y acabaría este mal sueño, pero enseguida comprendí que no sería así, que este día se uniría a otro como una cuenta en una collar, como un rosario, como los días que restaban a Pitt para llegar hasta su destino en Neptuno en su nave solitaria y encontrar a su padre, porque con un padre siempre hay una conversación pendiente y un momento para intentarlo; esto es lo que tenemos, me dije, sin duda todavía falta mucho para salir de la jaula, apenas han anunciado que los niños podrán salir un  rato  la calle, eso es ya un alivio y recordé que hace poco un vecino me contó que bajaba a sus niños un rato cada tarde al garaje  para que dieran vueltas con la bici bajo tierra, como si hubiera bombardeos; para qué queremos ciencia ficción, me dije, para qué viajar hasta Neptuno si tenemos nuestro mundo tenebroso aquí mismo, pero ahí seguía Pitt con su cara contrita en busca  del padre perdido en el espacio, embarcado en una  misión en la que ni el mismo  sabe si va a encontrar un héroe o un  monstruo, un viaje iniciático de millones de kilómetros que, en realidad,  es un viaje interior, porque encontrar a un padre es encontrarse a sí mismo, ese es el sentido de la película,  no en vano los hijos heredan los pecados de los padres, hay algo que se transmite, es como una inercia con la que hay que contar para salir de ello y hacerse uno mismo,  recordé, mientras la tormenta seguía ahí fuera, y Brad Pitt se protegía con una puerta arrancada de los pedruscos que orbitan en torno a  Neptuno, y yo entraba en un especie de modorra como si hubiera bebido, aunque  tal vez fuera una especie de trance por tantos días de aislamiento, me dije, pronto serían cuarenta: 40 días y 40 noches, como los ascetas del desierto, como si fuera  un camino de purificación o  un largo viaje de vuelta a casa, como el de Pitt tratando de volver  a la tierra,  una larga travesía llena de  días  iguales donde no hay día ni noche, ni lunes ni  martes, sino la desazón sobre que encontrará a su vuelta, si será capaz de volver a su vida anterior o todo será distinto y entonces, al contemplar desde la ventana ese vasto espacio exterior vacío, comprende que  no pertenece a esas inmensidades, que somos  mortales,  de carne y hueso, y nuestra  patria es el tiempo y el mundo al que hay que volver, y al abrir  la ventana respiré  con congoja la fragancia de la tierra húmeda tras la lluvia, cerré a  los ojos y soñé que volvía a  andar de nuevo sin rumbo.

viernes, abril 17, 2020

Diario de un confinamiento XXVI. Quijote.

Ilustración del Quijote. Gustavo Doré
Me habían pedido grabar minuto y medio con un fragmento del Quijote para el día 23, aniversario de Cervantes, y después de muchas vueltas he elegido un texto de la segunda parte,  sobre los poetas, me he puesto una camisa planchada y le he pedido a mi hijo que grabara con el móvil. Elegir el fondo y el encuadre, para que no saliera unos cojines o se viera el perchero, ha llevado tiempo. Hemos hecho una prueba sentado, pero no me ha gustado, porque se me ve mucho la calva, pero de pie, con el libro en las manos, me he visto raro. Me he sentado de nuevo y después de un ensayo mi hijo, pacientemente, ha dejado el móvil sobre una silla y ha dado al clic con cuidado, como si activara una bomba y yo he leído:
-Yo, señor Don Quijote -respondió el hidalgo- tengo un hijo que de no tenerlo, quizás me juzgaría por más dichoso de lo que soy, y no porque sea malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Parece que este hidalgo, como cualquier padre, esperaba algo distinto de su hijo. No es como él quisiera. No lleva bien la afición que tiene a la poesía, le gustaría que se dedicara a otra cosa.  Siempre queremos que los hijos cumplan lo que nosotros no hemos podido, y eso es una carga que no les podemos imponer. Los vemos encaminarse a un lado y otro y sabemos, sí, con la cabeza, que debemos soltarnos, pero hasta que no los soltemos del todo no nos soltaremos nosotros de nuestro engaño.
Los hijos, señor -replicó don Quijote-, son pedazos de las entrañas de sus padres, y así se han de querer, sean buenos o malos, como se quieren las almas que nos dan vida, he seguido leyendo. Quijano, como es sabido, siendo loco, es un claro ejemplo de buen sentido. Es un loco entreverado, dice Trapiello, de quien es esta versión del Quijote que he leído, por cierto, pues hizo la quijotada de ponerlo al día, de adecuarlo al habla actual, sin traicionarlo. Trapiello tiene además una biografía emocionante de Cervantes, que es un personaje del que no se sabe mucho, lleno de zonas oscuras. Un hombre con una vida dura, que no conoció el éxito. Perdió una mano en una batalla, fue preso en Argel, recaudó impuestos, estuvo en la trena, vivió rodeado de mujeres, -las cervantas, se les llamaba-, y ya mayor y desengañado escribió este Quijote que ya le deparó cierta fama, aunque entonces, y durante muchos años, se lo tuvo por un libro cómico y a su autor, desde luego, con menos de la mitad de talento que Lope.
 Puede que el Quijote sea como su autor, una mezcla de perfecto e imperfecto, de cimas y oscuridades, pero ambos han pasado a la posteridad. Algo que seguramente no esperaba el propio Cervantes cuando, viéndose en las últimas, aun tuvo ganas de tomar la pluma y escribir aquello de que el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir. Era solo seguir en la vida, trajese lo que trajese lo que le impulsaba. Tal vez viera en esos momentos finales a su Quijote como un padre ve a un hijo: un pedazo de sus entrañas, algo muy querido, aunque no fuera tan bueno como quisiera, sin caer en cuenta de que era mejor de lo que él mismo sospechaba. 

miércoles, abril 15, 2020

Diario de un confinamineto XXIV. Unorthodox

He salido a la calle a por el pan y me he puesto a estornudar, porque la primavera repartía sus pelusas  por el aire y la poca gente que se demoraba camino a alguna parte, sorprendida de sus propios pasos, me ha mirado con rencor, así que  me he apresurado a volver a casa y como hoy es fiesta  he  terminado de ver Unorthodox, que es la serie del momento, en la que una chica muy joven,  con aspecto de niña,  logra escapar del opresivo ambiente de Williansburg, en Nueva York, donde todavía los judíos  jasídicos siguen viviendo aparte, con sus gorros de piel, sus gabardinas de caftán y su observancia rigurosa a la Torá; un grupo al margen del mundo, en otro tiempo, apegado a la ley y a sus ritos,  pero en el corazón del mundo.  Se trata de una historia de apenas cuatro capítulos sobre el coraje de una niña para no conformarse e intentar cambiar el destino que tenía  fijado, y que  se ha  convertido de pronto en la metáfora del tiempo que estamos viviendo,  porque también  nosotros vivimos ahora en un ambiente cerrado, opresivo, lleno de prohibiciones y temor, del que queremos escapar y nos identificamos con esta chica que  rompe con todo -en especial, con su propias dudas y con la  culpa que acompaña siempre a quien sigue sus deseos-, y que  es como una planta arrancada, alguien que ha perdido su sentido y siente  la vergüenza de haber traicionado a los suyos. Así es esta niña asustada cuando huye a Berlín, que se nos presenta como una ciudad cosmopolita, abierta, llena de gente joven que va en bicicleta, oye música y se divierte. El contrapunto al mundo oscuro y obsesivo, siempre en deuda con un Dios lejano y exigente, del que ella ha escapado.  Un Berlín que vive también, por mucho que pase el tiempo, bajo el peso de una culpa imborrable,  no en vano fue la capital de esa Alemania que incubó el huevo de la serpiente y se perdió en el nazismo  y que quizás por ello se ha vuelto una ciudad culta y respetuosa con todos, una sociedad que ha aprendido de su pasado; el  lugar mítico al que  querríamos salir después de este confinamiento, y no seguir cada uno en su ortodoxia, tirándonos los trastos a la cabeza.

martes, abril 14, 2020

Diario de un confinamiento XXIII. Barbijo


Hemos encargado mascarillas en una página de internet y en el enlace que nos han mandado con la ruta que sigue el envío comprobamos que vienen de China. Debe ser la nueva ruta de la seda. Ya están en Vitoria. Hemos visto aviones llegando con mascarillas, costureras haciendo mascarillas, empresas donando mascarillas, desalmados robando mascarillas, pero no hay mascarillas. Hace falta enchufe para hacerse con ellas.
 “Las mascarillas no son necesarias”, se nos dijo machaconamente en marzo por el gobierno. Era, desde luego, una evidencia fundada en estrictos criterios científicos. No solo no eran necesarias, sino que eran una forma de crear alarma. Luego se decretó el estado de alarma. En realidad, no había mascarillas suficientes ni para todo el personal sanitario, como para andar repartiendo a cualquiera. No hacía falta mascarillas, asumimos. Pero pronto la cosa no estuvo tan clara. El móvil se llenó de mensajes con la advertencia de que había que usarlas. Solo con test rápidos y mascarillas se podía enfrentar al virus con eficacia. A veces, en este largo asunto del virus, radio macuto va por delante. Eran los ejemplos de Corea, de Austria, de Singapur.  “Hay que elegir un buen barbijo”, nos llegaba desde Argentina, inclusive. Conforme nos adentramos en abril al buen entendedor ya no le hacían falta más palabras.  Desde la ventana he visto como día a día, en la fila de la compra, iba aumentando la gente con mascarillas de modelos distintos, como sutiles diferencias sociales.  Hoy son amplía mayoría. Gente embozada. Imágenes reservadas antes solo a orientales. Mujeres tapadas con un cierto toque islámico. Falsos atracadores.
Ha pasado un mes y desde hoy, 14 de abril, ya se reparten mascarillas en las paradas de autobús, en las industrias, las estaciones y los  centros comerciales a los que han vuelto a trabajar, al permitirse ya las actividades no esenciales. La mascarilla es algo que se da ya por descontado. Ir sin mascarilla pronto creará alarma. Aunque ponérsela también tiene su cosa. La red se ha llenado de vídeos sobre cómo hacerlo con garantías. Recuerda a aquella campaña del preservativo: póntelo, pónselo, cuando vivíamos despreocupados y felices y protegerse quería decir otra cosa.
He pensado recorrer las paradas de bus o ir al hiper para hacerme con un barbijo, pero al final me he quedado en casa esperando al timbre.

lunes, abril 13, 2020

Diario de un confinamiento XXII.

Rio Manzanares. Madrid
Oigo los pájaros por la mañana. Van ganando potencia, como si se crecieran al ver que no tienen rival. Hay quien dice que habla con los pájaros. Francisco, el monje de Asís, se entendía con ellos, e hizo a un chico soltar a unas alondras que llevaba.  Russomano, un musicólogo italiano, se hace la pregunta de por qué cantan los pájaros, que no es fácil de responder y dice que según se ha comprobado, aparte de motivos de celo o territoriales, a veces lo hacen por puro placer. (Platón decía que cantaban porque eran felices). Según parece, cuando no tienen una finalidad su canto es  distinto. Es decir, que disfrutan cantando, que lo hacen por amor al arte. Quizás les guste entonces ser escuchados.  A veces, cuando oímos el gorjeo imparable  de un  pájaro enjaulado  sentimos que nos está dando un concierto.  Pocas imágenes para este confinamiento como las un pájaro en su jaula. Somos pájaros dentro de una jaula, confinados, dando saltitos de aquí para allá en la estrechez de la cárcel, sin poder posarnos, trinando, picoteando alpiste, mirando de reojo el mundo de fuera. Oír el canto de los pájaros desde nuestra jaula es algo hermosos y a la vez melancólico. En aquel romance que leíamos de niños se hablaba de un prisionero triste y cuitado porque que ya no oía a una avecilla que le cantaba al albor. Matómela un ballestero, se quejaba agriamente. Recuerdo que Aldecoa escribió un cuento llamado Chico de Madrid, que habla de un muchacho solitario, casi un mendigo, que transita por la ribera del Manzanares, allí donde la ciudad desaparece, en los límites entonces -son los años 50- de la ciudad, a las puertas del campo y el cuento comienza hablando  de gorriones, y luego va nombrando otros bichos: ratas, lagartijas,  grillos, y la forma particular que tiene el chico de cazarlos.  Eso me hizo recordar que ya se ven muy pocos gorriones, que casi han desaparecido, quizás hayan tenido su virus particular o les hemos hecho la vida imposible. Chico de Madrid es un cuento triste, pero al menos este muchacho es libre, va donde quiere, a su aire, sin importarle nada, rebelde, dueño de si mismo, hasta feliz a ratos, no como un pájaro enjaulado. 

sábado, abril 11, 2020

Diario de un confinamiento XXI

Cristo crucificado. Museo Amparo. Mexico.

Los días de encierro repetidos, iguales, que parecen todos el mismo día. ¿Hace ya un mes que estamos así? ¿No será un año? ¿Cuándo vamos a salir? Nadie cree lo que dice el gobierno, que en todo caso tampoco se cree a sí mismo, pues dice cosas distintas. La gente ya se encoge de hombros. Todo parece más lento, menos fluido. Cuando voy a por el pan se me caen las monedas. En el supermercado se me olvida algo. Cuando voy por la basura tengo mis más y mis menos con un contenedor. Luego me duele un costado.

 Es Viernes santo. Veo un rato el oficio desde el Vaticano. El Papa habla con voz débil -de pronto, este Papa está muy mayor- a una Iglesia vacía, como si fuera un signo profético, la imagen de un futuro próximo: la del final del cristianismo en Europa. Estremece ver desde las alturas la gran nave de San Pedro vacía que deja ver los mármoles del suelo, el gran baldaquino, las estatuas, las capillas laterales, las oscuras efigies del altar como grandes sombras, el rojo y el blanco de las casullas bien planchadas de los hombres del coro. El crucifijo central está cubierto con una tela púrpura que deja ver solo el cogote del Cristo con la corona de espinas. Es ahora, al estar la gran basílica vacía, cuando podemos verla. Es lo que está pasando con las ciudades, las calles, los estadios, los edificios sin un alma que ahora vemos de otra manera, se nos aparecen en toda su rotundidad, triunfan sobre nosotros.
  “La Gran Vía de Madrid”, me ha dicho T esta mañana, con el pan bajo el brazo, “parece un cuadro de Antonio López".
Ahora veo San Pedro desde arriba, en visión cenital: es como si la cámara que la muestra fuera el Espíritu Santo revoloteando, observándolo todo, dudando si insuflar algo a una grey tan exigua.  Pasión de Cristo. Este año toca la versión de San Juan. La lectura es en italiano, pero al que se sobrepone el castellano del locutor, como si ambos idiomas, tan parecidos, se replicasen. Vuelvo a escuchar los detalles del relato:  la espada de Pedro que corta la oreja; los tres cantos del gallo; el pretorio; la víspera de la Pascua que hace que todo se apresure; Pilatos que no encuentra culpa ni cree que haya una verdad; el Gólgota; hasta llegar al soldado que viendo que Jesús ya había muerto, con una lanza le traspasó el costado, y al punto, se dice, brotó sangre y agua.
 Yo me he tocado también el costado, donde ya hay un pequeño hematoma, como un estigma. De esta mínima escena del costado de Cristo han brotado muchas palabras, glosas, sermones, raptos.  Por lo demás, todo el relato es espléndido. Se ve que no lo ha escrito cualquiera, sino alguien que sabía lo que se hacía y que ha hecho un texto desnudo, expresivo,  sin alardes. En ningún momento se recrea en el drama, no usa casi adjetivos, no habla del terrible dolor de Cristo, no se vuelve recargado, trágico ni sentimental. Es la narración de un testigo: lineal, precisa. Un ojo que ve, como en el cine. No carga las tintas, ni se anda por las ramas, ni nos quiere convencer. No hace falta.  Lo que cuenta nos lleva. Es verosímil, casi periodístico.
 Así fueron las cosas, eso es todo, parece decirnos.
 Pero la historia es tan compleja, se desborda en tantas direcciones, resume tantas cosas, que no se agota. Han pasado siglos, pero funciona. Es la constatación de que el cristianismo no es un conjunto de dogmas ni preceptos sino ante todo una historia, un relato.   Nada hay más potente que una historia. Cuando funciona expresa y transmite mejor que cualquier otra cosa. Que cosa modesta y a la vez sublime, el contar historias.

jueves, abril 09, 2020

Diario de un confinamiento XX. Luna de perigeo.

Como sigo con acúfenos me he bajado una aplicación que tiene sonidos ambiente, de la naturaleza sobre todo: el sonido del mar, el bosque, las burbujas del agua y me he puesto en los cascos un sonido de lluvia y fuego. Funciona. Es un sonido que hace cesar el otro, el del zumbido que me persigue. Ahora es como estar junto al fuego en una tarde de lluvia. Oigo caer las gotas y, como hoy también llueve en la calle, no sé si el sonido es el de fuera, es el que escucho por el móvil o proviene de mi propia cabeza. Es como estar un poco bebido. Tal vez el acúfeno, he pensado, tenga que ver con este largo encierro, sea una protesta del cuerpo confinado, harto de lo mismo. Un grito interior. Este encierro hace mella. Hace un rato me ha llamado un amigo que ha decidido jubilarse. Quería seguir un año más, pero la situación le ha hecho tirar la toalla. Esta mañana, cuando he bajado a por el pan, me he encontrado con T que también estaba desanimado, harto de seguir preso, sin horizonte, dispuesto a echar la persiana a su trabajo; no tiene encargos, nada se mueve. Quien trabaja por su cuenta, sin apoyo, no encuentra fuerzas para seguir. Este virus está siendo letal con los viejos, y desanima mucho a los menos viejos. Sigue lloviendo fuera, lo que crea una cacofonía inédita con lo que escucho por los cascos. Acaba de oírse un ligero trueno y no sabría ubicarlo. He mirado por la ventana, pero apenas se distingue si cae o no agua. No se ve a nadie. La tarde se apaga. Dicen que esta noche habrá una gran luna rosa, porque ahora es el momento en que la tierra está más cerca de la luna. Perigeo, se llama. La luna, en su trayectoria elíptica, he leído, estará unos 50.000 km más cerca de la tierra, lo que en términos siderales no es mucho, pero se nota. En términos siderales este tiempo de confinamiento no es nada, pero eso no me consuela. El perigeo es esta noche y la luna llena el miércoles. Cuando esté más distante será el apogeo. Recuerdo que otros años este fenómeno nos pillaba en Hendaya y que, sobre todo una vez, al anochecer, vimos de pronto una luna enorme y brillante sobre el mar, justo encima del agua, como si emergiera de ella, en la que se advertían los montes y cráteres. Era algo hipnótico y a la vez amenazante, como un gran asteroide que estuviera a punto de chocar con la tierra.
He visto que esta luna rosa no es en realidad rosa, se llama así por unas flores que nacen por esta época. Es la luna de primavera, la luna de Pascua. La que determina cuando se celebra la Semana Santa, para que cuente con el simbolismo en los cielos. La habían anunciado para las 8,10, pero el cielo a esa hora estaba muy nublado y no se veía nada. Luego, hacia las 11, se ha abierto por fin y ha parecido una gran luna esférica y amarillenta. Las manchas oscuras parecían bozo sobre una cara.  No era una luna como aquella de Hendaya que parecía surgida del mar, pero sí grande y brillante, y se asomaba entre dos nubes que la escoltaban. Me ha recordado a cuando después de ir a tientas se abre por fin la niebla en el monte y se descubre el paisaje. Es como ver las cosas claras. Me hubiera gustado mirar con los prismáticos esta luna pascual, la que preside los relatos de cada años sobre el paso del mar rojo, la muerte y resurrección del Cristo, pero los tengo en el coche. Al rato, además, el cielo se ha vuelto a cubrir.

martes, abril 07, 2020

Diario de un confinamiento XIX. Dos palabras sobre Lacan

El psicoanalista Jacques Lacan
Pedaleando, he escuchado un podcast sobre el semanario XX de Lacan, Encore, en que habla del amor, que es el primer seminario con que me batí, hace mucho tiempo y me he preguntado cual es la enseñanza que puede sacarse de Lacan en estos momentos. Lo primero que me viene a la cabeza es la palabra abandono. Este no es momento de abandonarse, de dejarse llevar, de perderse. Es momento de mantener el deseo, de doblar la apuesta, de seguir haciendo lo que hay que hacer, aunque haya que hacerlo de otra manera. Más que nunca se trata de plantar cara a esa tendencia autodestructiva que nos habita, que despierta de pronto y nos pide abandonar.  Esa pulsión malsana que nos enferma, la deriva a la que llamamos tristeza, depresión, dificultad. Eso que no anda.  A Lacan le llamaba la atención cómo los hombre se abandonan y son fácil presa de espejismos, van detrás de señuelos, persiguen lo que no deben; la facilidad con la que logran que su vida se desperdicie. Pudiendo vivir bien, optamos por hacerlo mal. Pero ¿por qué me empeñé en aquello?  ¿Cómo es que dediqué tanto tiempo a lograr esto que ya no quiero? ¿Porqué, no hablé nunca? ¿Por qué no planté cara?, son las preguntas que se hacen demasiado tarde. Es cada uno quien se boicotea a sí mismo, quien pudiendo cambiar persiste en lo mismo, en la repetición, en la queja y en no querer saber. Para muchos hombres, venía a decir Lacan, la vida se juega sin ningún interés, y el poco de realidad que encuentran al final no afirma otra cosa sino haber sido decepcionado.
 En este no abandonarse, pues, está en juego el poder dotar a nuestra vida de dignidad,  creer que vale la pena, perseguir algo, saber de uno mismo -un saber que no entrega fácilmente, decía Lacan- y del mundo, porque por mucho que a veces ese saber sea decepcionante, mucho peor es la ignorancia que nos hace vivir ciegos, a expensas de los demás, llevados por la corriente 
La segunda cosa que me remite a Lacan en estos momentos es la palabra angustia: eso que puede aparecer en estos momentos de desasimiento, de no saber que puede ocurrir, en que vivimos con  la amenaza de algo que no controlamos, ante lo que la ciencia, las instituciones médicas, la política, todos los emblemas del saber y el poder, como un padre de pronto débil,  no son suficientes, no nos dan  garantía.  La angustia para Lacan, sin embargo, tiene siempre algo positivo, no miente -donde hay angustia hay verdad, escribió-, es una puerta que se abre; por eso no debe ser rápidamente callada, medicada, respondida, tranquilizada, ni cabe atribuirle de inmediato un sentido. Se trata más bien de aprovechar la oportunidad que nos brinda de que pueda surgir algo nuevo.

domingo, abril 05, 2020

Diario de un confinamiento XVIII

Vuelve a salir el Presidente del gobierno. Por debajo de sus palabras descubre uno un gran cansancio. Dentro de poco le saldrá un mechón de pelo blanco, que es el primer rastro visible que deja el poder. Quizás al estar cansado, un poco desarmado, ha transmitido algo mejor que otras veces. Sin embargo, ha sido demasiado largo, redundante, echando mano a lo emocional, buscando nuestra complicidad. ¿Quién va a mostrarse en contra de los buenos sentimientos? No es suficiente. Son los hechos los que asustan. Las cifras terribles que hacen que el confinamiento se alargue de nuevo. Viéndole, me he acordado de Felipe González, que le recomendó hace días que en su apariciones fuera conciso y claro. Se estará tirando de los pelos. La insistencia en algo -en el esfuerzo encomiable que hacemos, por ejemplo- no hace sino levantar sospechas. El presidente sigue apelando a cosas necesarias, pero que son justamente las que luego no hace. Ha apelado a la unidad, por ejemplo, pero sigue actuando por su cuenta, adoptando medidas sin consenso, y sin ofrecer nada concreto a la oposición para ir de la mano. Ha elogiado hasta derretirse a los médicos, pero no ha sabido protegerlos, y ahora -si no rectifica- si están infectados, los manda de vuelta al trabajo a los 7 días.
Pero resulta fácil atacar al gobierno. Es fácil ver el fallo en el otro. No es fácil ponerse en su lugar. Lo que manda es la bronca,  la acritud en el ambiente.  Lo que se dice y se envía por las redes, sobre todo, es irrespirable. Dan ganas de emigrar. Hay una pugna feroz a ver quién da más fuerte, como en esos punching ball de feria. Para mí ha sido demoledor leer en un grupo de Wup de gente culta,  acostumbrada a opinar públicamente, que alguien hiciera chiste comparando a los socialistas con las ratas. Cuando le llamo la atención, dice que no está dispuesto a autocensurase.  Mas adelante, cuando hace otro chiste sobre bueyes, desliza el chistecito de que no vaya alguno a ofenderse. Parece que el problema es tener la piel fina ante estas barbaridades. En otro foro, cuando uno critica agriamente al gobierno, otro le responde hablando de Aznar y la guerra del golfo. Todo son conductas criminales, una atribución al adversario de las perores intenciones, un rasgarse las vestiduras, un "y tú más".  Parece un partido de tenis a pelotazos, cada uno en su campo. Nada nuevo, nada que no hayamos visto. Lo mismo de siempre, sí, solo que para una situación que requeriría un corte, otra manera, algo distinto.

viernes, abril 03, 2020

Diario de un confinamiento XVII


Salgo a la ventana porque con los ruidos del exterior parece que los acúfenos se atenúan, como si se despistaran. Hoy es viernes y se nota más movimiento. La gente ya hace cola a las puertas de

Mercadona. Los pajarillos cantan, las nubes se levantan.  A las 9,40 pasa la   dama del perrito, que lleva de la correa un chucho de lanas. No es tan atractiva como debía serlo aquella de Yalta, que se aburría y accedió a tener una aventura que luego se convirtió en amor. Que inexplicable es el amor, parece decirnos Chejov en ese cuento, con sonrisa triste. La veo ir hasta el parque, donde el perro, que es pequeñajo, se para dudoso frente a una banda de picarazas que chillan y pelean a su anchas, pues son las dueñas.  A la puerta de la panadería también se ha formado una cola en la que reconozco a J., pero más gordo.  Cuando llega su turno entra y tarda en salir. Hace días le mandé un mensaje por Facebook y no me ha contestado. Sería mejor darle un grito desde aquí. Mientras espero pasan dos camiones militares lentamente. Ahora vuelve la dama del perrito que se cruza con la chica que lleva un dálmata en blanco y negro que  tira de la correa y parece decidido a comerse a las picarazas.  Por fin sale J con un café en vaso de cartón, con tapa. Como hace sol se pone a beber de pie en la acera, disimulando.  Se diría que hoy va todo mas despacio, morosamente. Podría haber un encuentro entre estos personajes, pienso melancólico en el balcón. Que surgiera una historia de amor. Un pequeño flirt. Pero J. es mayor par eso. Afortunadamente pasa el joven del border-collie. Alguna vez he hablado con él. Tiene un perro bien entrenado que se para siempre a su lado y no corre hasta que él se lo diga. Creo que está en paro y el perro es una ocupación para él. Estos perros, he comprobado, son muy inteligentes, dicen que más que muchos humanos, lo que no me extraña. Su dueño tiene una cabeza grande y un pelo enmarañado. Puede que sea un artista sin trabajo, un músico. Recuerdo que un vecino del otro bloque me contó que en su patio, hacia las 9, todas las noches alguien cantaba opera y que todos aplaudían. Podía hacer plan con la chica del dálmata, aunque esos perros no se pegan. Ya se va J. hacia el trabajo con pasos cansinos. Desde lejos veo venir  un abogado que conozco, con los brazos atrás y la barbilla levantada. Pero ¿es que soy el único que está en casa?, me inquieto. Las diez de la mañana. Ahora cruza lentamente el paso de cebra un joven alto seguido de una niña minúscula con una mochila mayor que ella. “Venga, vamos”, dice el que debe ser su padre. Seguramente es un divorciado que viene de recoger su hija y se la lleva el fin de semana. Que caprichoso es el amor. A veces termina dando trabajo a los abogados. Alguien ha de encargarse de ver con quién se queda el niño estos días raros. Padre e hija van de la mano y los árboles les van ocultando poco a poco. Enseguida escucho voces, gritos que les increpan. No se puede ir con un niño por la calle. Son las normas leoninas. Tampoco tomar café al sol, ni demorarse con el perro, solo salir a la ventana y escuchar el canto de los pájaros.

jueves, abril 02, 2020

Diario de un confinamiento XVI. Acúfenos.

Tengo acúfenos. Por la noche es como un pitido continuo que no se apaga con nada. Por el día, a ratos, parece que se va o que el cerebro lo anula. Me recuerda a una mota que tenía en el ojo que de pronto desapareció. Está ahí, pero no la veo.  Esta mañana me han puesto unas gotas de aceite de oliva en el oído y he estado un rato con la cabeza ladeada para que el líquido entrara bien. He recordado al padre de Hamlet, a quien echaron veneno por la oreja mientras dormía.  Parece que el zumbido ha bajado un poco. Puede que estos días haya usado demasiado los auriculares en la bici. Trompeta, sobre todo. El swing es bueno para la cadencia del pedaleo.
 Con cuidado me he sentado en la butaca y he notado que allí fuera, en la calle, había un silencio inquietante. Puede que sea el de siempre, pero no me acostumbro. Últimamente -serán los años- me molestan mucho los ruidos, pero hoy me inquieta el silencio, me falta el rumor de la calle, el trasiego diario, los niños que van a la escuela, las prueba palpables de que el mundo marcha. El mundo no marcha. No se escucha nada. Yo ya estaba preparado para luchar contra los ruidos de fuera, pero que vengan de dentro me ha desconcertado.  Es una guerra injusta, como la del virus que no se ve, pero está ahí. Me pregunto por el significado de estos pitidos. Puede que no quiera oír nada más. De hecho, la mayoría de los mensajes que me llegan ya no los abro, no veo esos videos que explican la pandemia en tres minutos, o que China es culpable. Los mensajes catastrofistas y los edulcorados.  Estoy sobrepasado. O puede que el zumbido impida justamente que quede totalmente en silencio. Siempre he vivido con un zumbido igual, aunque por fuera. Si tengo que esperar a que se haga silencio, nunca haría nada.  Si tengo que esperar un ambiente idóneo para escribir, ya puedo renunciar. Si tengo que esperar para hacer lo que tengo que hacer a tener silencio y equilibrio, sería nunca. Recuerdo que hace tiempo fui a un retiro en que había que estar dos días totalmente callado. Era en un pueblo que -entonces no lo sabíamos- celebraba las fiestas patronales y durante los dos días estuvimos dentro de un estruendo que no cesaba:  las ferias, el baile, los cánticos y gritos a todas horas. No había quien parase. El reto es estar en silencio, comprendí, a pesar de que no haya silencio. Esa es la clave. El silencio es como un claro en el bosque que hay que abrir. El silencio es la forma de empezar cada mañana. Pero este silencio de ahora tiene otra textura. El filósofo Touraine -un nonagenario que lo ha visto todo- ha dicho que estamos ante una crisis profunda, pero lo peor es que la afrontamos sin ideas, sin dirección, sin estrategia, sin lenguaje. Es el silencio, ha rematado. Un silencio que hay que llenar con urgencia.

miércoles, abril 01, 2020

Diario de un confinamiento XV. Simulacro

Ha muerto -y no de coronavirus- Rafael Berrrio, un cantantes distinto. Le recuerdo hace años, en un San Sebastián canalla, que también existía. Era un chico de barrio con aspiraciones punkys que encontró luego a Louu Reed y a  Dylan, y al final se convirtió en un poeta. "El secreto de un artista", había dicho "es hacer de la carencia virtud", lo que es una gran verdad. Al final logró cierto reconocimiento. AQUÍ está su canción Simulacro, de despedida.