Tengo acúfenos. Por la noche es como un pitido continuo que no se apaga con nada. Por el día, a ratos, parece que se va o que el cerebro lo anula. Me recuerda a una mota que tenía en el ojo que de pronto desapareció. Está ahí, pero no la veo. Esta mañana me han puesto unas gotas de aceite de oliva en el oído y he estado un rato con la cabeza ladeada para que el líquido entrara bien. He recordado al padre de Hamlet, a quien echaron veneno por la oreja mientras dormía. Parece que el zumbido ha bajado un poco. Puede que estos días haya usado demasiado los auriculares en la bici. Trompeta, sobre todo. El swing es bueno para la cadencia del pedaleo.
Con cuidado me he sentado en la butaca y he notado que allí fuera, en la calle, había un silencio inquietante. Puede que sea el de siempre, pero no me acostumbro. Últimamente -serán los años- me molestan mucho los ruidos, pero hoy me inquieta el silencio, me falta el rumor de la calle, el trasiego diario, los niños que van a la escuela, las prueba palpables de que el mundo marcha. El mundo no marcha. No se escucha nada. Yo ya estaba preparado para luchar contra los ruidos de fuera, pero que vengan de dentro me ha desconcertado. Es una guerra injusta, como la del virus que no se ve, pero está ahí. Me pregunto por el significado de estos pitidos. Puede que no quiera oír nada más. De hecho, la mayoría de los mensajes que me llegan ya no los abro, no veo esos videos que explican la pandemia en tres minutos, o que China es culpable. Los mensajes catastrofistas y los edulcorados. Estoy sobrepasado. O puede que el zumbido impida justamente que quede totalmente en silencio. Siempre he vivido con un zumbido igual, aunque por fuera. Si tengo que esperar a que se haga silencio, nunca haría nada. Si tengo que esperar un ambiente idóneo para escribir, ya puedo renunciar. Si tengo que esperar para hacer lo que tengo que hacer a tener silencio y equilibrio, sería nunca. Recuerdo que hace tiempo fui a un retiro en que había que estar dos días totalmente callado. Era en un pueblo que -entonces no lo sabíamos- celebraba las fiestas patronales y durante los dos días estuvimos dentro de un estruendo que no cesaba: las ferias, el baile, los cánticos y gritos a todas horas. No había quien parase. El reto es estar en silencio, comprendí, a pesar de que no haya silencio. Esa es la clave. El silencio es como un claro en el bosque que hay que abrir. El silencio es la forma de empezar cada mañana. Pero este silencio de ahora tiene otra textura. El filósofo Touraine -un nonagenario que lo ha visto todo- ha dicho que estamos ante una crisis profunda, pero lo peor es que la afrontamos sin ideas, sin dirección, sin estrategia, sin lenguaje. Es el silencio, ha rematado. Un silencio que hay que llenar con urgencia.
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