viernes, abril 03, 2020

Diario de un confinamiento XVII


Salgo a la ventana porque con los ruidos del exterior parece que los acúfenos se atenúan, como si se despistaran. Hoy es viernes y se nota más movimiento. La gente ya hace cola a las puertas de

Mercadona. Los pajarillos cantan, las nubes se levantan.  A las 9,40 pasa la   dama del perrito, que lleva de la correa un chucho de lanas. No es tan atractiva como debía serlo aquella de Yalta, que se aburría y accedió a tener una aventura que luego se convirtió en amor. Que inexplicable es el amor, parece decirnos Chejov en ese cuento, con sonrisa triste. La veo ir hasta el parque, donde el perro, que es pequeñajo, se para dudoso frente a una banda de picarazas que chillan y pelean a su anchas, pues son las dueñas.  A la puerta de la panadería también se ha formado una cola en la que reconozco a J., pero más gordo.  Cuando llega su turno entra y tarda en salir. Hace días le mandé un mensaje por Facebook y no me ha contestado. Sería mejor darle un grito desde aquí. Mientras espero pasan dos camiones militares lentamente. Ahora vuelve la dama del perrito que se cruza con la chica que lleva un dálmata en blanco y negro que  tira de la correa y parece decidido a comerse a las picarazas.  Por fin sale J con un café en vaso de cartón, con tapa. Como hace sol se pone a beber de pie en la acera, disimulando.  Se diría que hoy va todo mas despacio, morosamente. Podría haber un encuentro entre estos personajes, pienso melancólico en el balcón. Que surgiera una historia de amor. Un pequeño flirt. Pero J. es mayor par eso. Afortunadamente pasa el joven del border-collie. Alguna vez he hablado con él. Tiene un perro bien entrenado que se para siempre a su lado y no corre hasta que él se lo diga. Creo que está en paro y el perro es una ocupación para él. Estos perros, he comprobado, son muy inteligentes, dicen que más que muchos humanos, lo que no me extraña. Su dueño tiene una cabeza grande y un pelo enmarañado. Puede que sea un artista sin trabajo, un músico. Recuerdo que un vecino del otro bloque me contó que en su patio, hacia las 9, todas las noches alguien cantaba opera y que todos aplaudían. Podía hacer plan con la chica del dálmata, aunque esos perros no se pegan. Ya se va J. hacia el trabajo con pasos cansinos. Desde lejos veo venir  un abogado que conozco, con los brazos atrás y la barbilla levantada. Pero ¿es que soy el único que está en casa?, me inquieto. Las diez de la mañana. Ahora cruza lentamente el paso de cebra un joven alto seguido de una niña minúscula con una mochila mayor que ella. “Venga, vamos”, dice el que debe ser su padre. Seguramente es un divorciado que viene de recoger su hija y se la lleva el fin de semana. Que caprichoso es el amor. A veces termina dando trabajo a los abogados. Alguien ha de encargarse de ver con quién se queda el niño estos días raros. Padre e hija van de la mano y los árboles les van ocultando poco a poco. Enseguida escucho voces, gritos que les increpan. No se puede ir con un niño por la calle. Son las normas leoninas. Tampoco tomar café al sol, ni demorarse con el perro, solo salir a la ventana y escuchar el canto de los pájaros.

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