He salido a la calle a por el pan y me he puesto a estornudar, porque la primavera repartía sus pelusas por el aire y la poca gente que se demoraba camino a alguna parte, sorprendida de sus propios pasos, me ha mirado con rencor, así que me he apresurado a volver a casa y como hoy es fiesta he terminado de ver Unorthodox, que es la serie del momento, en la que una chica muy joven, con aspecto de niña, logra escapar del opresivo ambiente de Williansburg, en Nueva York, donde todavía los judíos jasídicos siguen viviendo aparte, con sus gorros de piel, sus gabardinas de caftán y su observancia rigurosa a la Torá; un grupo al margen del mundo, en otro tiempo, apegado a la ley y a sus ritos, pero en el corazón del mundo. Se trata de una historia de apenas cuatro capítulos sobre el coraje de una niña para no conformarse e intentar cambiar el destino que tenía fijado, y que se ha convertido de pronto en la metáfora del tiempo que estamos viviendo, porque también nosotros vivimos ahora en un ambiente cerrado, opresivo, lleno de prohibiciones y temor, del que queremos escapar y nos identificamos con esta chica que rompe con todo -en especial, con su propias dudas y con la culpa que acompaña siempre a quien sigue sus deseos-, y que es como una planta arrancada, alguien que ha perdido su sentido y siente la vergüenza de haber traicionado a los suyos. Así es esta niña asustada cuando huye a Berlín, que se nos presenta como una ciudad cosmopolita, abierta, llena de gente joven que va en bicicleta, oye música y se divierte. El contrapunto al mundo oscuro y obsesivo, siempre en deuda con un Dios lejano y exigente, del que ella ha escapado. Un Berlín que vive también, por mucho que pase el tiempo, bajo el peso de una culpa imborrable, no en vano fue la capital de esa Alemania que incubó el huevo de la serpiente y se perdió en el nazismo y que quizás por ello se ha vuelto una ciudad culta y respetuosa con todos, una sociedad que ha aprendido de su pasado; el lugar mítico al que querríamos salir después de este confinamiento, y no seguir cada uno en su ortodoxia, tirándonos los trastos a la cabeza.
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