Cristo crucificado. Museo Amparo. Mexico. |
Los días de encierro repetidos, iguales, que parecen todos el mismo día. ¿Hace ya un mes que estamos así? ¿No será un año? ¿Cuándo vamos a salir? Nadie cree lo que dice el gobierno, que en todo caso tampoco se cree a sí mismo, pues dice cosas distintas. La gente ya se encoge de hombros. Todo parece más lento, menos fluido. Cuando voy a por el pan se me caen las monedas. En el supermercado se me olvida algo. Cuando voy por la basura tengo mis más y mis menos con un contenedor. Luego me duele un costado.
Es Viernes santo. Veo un rato el oficio desde el Vaticano. El Papa habla con voz débil -de pronto, este Papa está muy mayor- a una Iglesia vacía, como si fuera un signo profético, la imagen de un futuro próximo: la del final del cristianismo en Europa. Estremece ver desde las alturas la gran nave de San Pedro vacía que deja ver los mármoles del suelo, el gran baldaquino, las estatuas, las capillas laterales, las oscuras efigies del altar como grandes sombras, el rojo y el blanco de las casullas bien planchadas de los hombres del coro. El crucifijo central está cubierto con una tela púrpura que deja ver solo el cogote del Cristo con la corona de espinas. Es ahora, al estar la gran basílica vacía, cuando podemos verla. Es lo que está pasando con las ciudades, las calles, los estadios, los edificios sin un alma que ahora vemos de otra manera, se nos aparecen en toda su rotundidad, triunfan sobre nosotros.
“La Gran Vía de Madrid”, me ha dicho T esta mañana, con el pan bajo el brazo, “parece un cuadro de Antonio López".
Ahora veo San Pedro desde arriba, en visión cenital: es como si la cámara que la muestra fuera el Espíritu Santo revoloteando, observándolo todo, dudando si insuflar algo a una grey tan exigua. Pasión de Cristo. Este año toca la versión de San Juan. La lectura es en italiano, pero al que se sobrepone el castellano del locutor, como si ambos idiomas, tan parecidos, se replicasen. Vuelvo a escuchar los detalles del relato: la espada de Pedro que corta la oreja; los tres cantos del gallo; el pretorio; la víspera de la Pascua que hace que todo se apresure; Pilatos que no encuentra culpa ni cree que haya una verdad; el Gólgota; hasta llegar al soldado que viendo que Jesús ya había muerto, con una lanza le traspasó el costado, y al punto, se dice, brotó sangre y agua.
Yo me he tocado también el costado, donde ya hay un pequeño hematoma, como un estigma. De esta mínima escena del costado de Cristo han brotado muchas palabras, glosas, sermones, raptos. Por lo demás, todo el relato es espléndido. Se ve que no lo ha escrito cualquiera, sino alguien que sabía lo que se hacía y que ha hecho un texto desnudo, expresivo, sin alardes. En ningún momento se recrea en el drama, no usa casi adjetivos, no habla del terrible dolor de Cristo, no se vuelve recargado, trágico ni sentimental. Es la narración de un testigo: lineal, precisa. Un ojo que ve, como en el cine. No carga las tintas, ni se anda por las ramas, ni nos quiere convencer. No hace falta. Lo que cuenta nos lleva. Es verosímil, casi periodístico.
Así fueron las cosas, eso es todo, parece decirnos.
Pero la historia es tan compleja, se desborda en tantas direcciones, resume tantas cosas, que no se agota. Han pasado siglos, pero funciona. Es la constatación de que el cristianismo no es un conjunto de dogmas ni preceptos sino ante todo una historia, un relato. Nada hay más potente que una historia. Cuando funciona expresa y transmite mejor que cualquier otra cosa. Que cosa modesta y a la vez sublime, el contar historias.
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