martes, marzo 31, 2020

Diario de un confinamiento XIV. Los muertos.

Cementerio de la Almudena.
Ha nevado esta noche. Sigue la hibernación en todos los órdenes, en la economía y en el clima, al pie de la letra. El día parece un día falso, de prueba, como si no hubiera habido tiempo para poner los colores y perfilar los contornos. No pasa nadie por la calle, no se oye un alma. La Vuelta del Castillo, desde la ventana, parece un christmas navideño, un cuadro de Brueghel. A veces, afinando el oído, un rumor de ruedas de coche, una bocina apagada, un ladrido. Oigo que el día de ayer fue malo, un récord de muertos. Peor que en Madrid están en Soria y en Segovia. También en esto se les olvida, son los últimos.  Lo escuché en mi último viaje a Salamanca, cuando me hablaron del abandono que sufre Castilla, de los jóvenes que se van, de la poca industria, como la que había en  León, que se desmantela. De la falta de futuro de estas tierras. Quizás haya ahora tantos muerto porque los viejos son mayoría.
Recuerdo que un escritor de esa tierra, Jiménez Lozano, dedicó un  libro a aquel fraile castellano,  Juan de la Cruz , que tituló “El mudejarillo”, pues no otras cosa era ese fraile pequeño y moreno, y cuenta que cuando ya murió fray Juan, le dejaron solo un rato como  a todos los muertos, que entonces es como si una ballena se los tragase y descendiesen con ella  a lo profundo del abismo del mar donde están las aguas originales y las raíces de las montañas, y la tierra tiene su asentamiento y cerrojos. Y el chirriar de éstos, al cerrarse en silencio, les da a los vivos despavorición, y a los muertos mismos cambia el color de su rostro. De modo que el rostro de fray Juan se puso blanco como las azucenas, que no podía decirse entonces que había sido en vida como el de un mudejarillo.

Los muertos son lo más valioso que tenemos ahora. Lo más real. Lo único que no nos engaña. Nadie sabe el número de infectados, de enfermos, de curados, de días de espera, pero tenemos la cifra de los muertos. Un montón. Aunque no es es posible estos días ver el rostro de los muertos. Alguien me cuenta que muchos no han podido despedir al suyo, y que les han dado una urna con las cenizas. Cuando se investiga el origen del hombre, cuando se le puede ya llamar tal cosa, uno de los principales factores es la existencia de ritos funerarios, de enterramientos; del hecho de disponer a los muertos de una manera, y dejar cosas junto a ellos:  ropas, vasos, comida, enseres, joyas. De despedirse de ellos con rituales, ceremonias y lutos, incluyendo ayunos, banquetes, homenajes, lloros,  monumentos y borracheras. Luego la vida puede continuar. El muerto al hoyo y el vivo al bollo.  El hombre es hombre porque entierra a los muertos, o hace con ellos algo a posta, los quema, los guarda  -ningún otro animal lo hace-  y porque la muerte le demanda una explicación; y así  la niega o la acepta a duras penas mediante teorías: reencarnación, vuelta a la vida, paso a otra dimensión, vida mejor, resurrección, nada. Toda muerte requiere un duelo que comienza con una despedida. ¡Ah, el rostro de azucena de los muertos que hoy también se nos hurta, el entierro casi a escondidas, los abrazos fallidos, las lágrimas privadas!  Cuando esto acabe, habrá que enmendarlo.

No hay comentarios: