sábado, marzo 21, 2020

Diario de un confinamiento. VII.

Lanzarote. Timanfaya.
Ahora recuerdo -en esta tarde de sábado inmóvil y silenciosa- que el último lugar donde estuvimos antes de este encierro, el último viaje, fue a la Isla de Lanzarote, lo que visto ahora tiene un significado especial. Lanzarote transmite la sensación de un lugar que ha sido arrasado por una erupción que acabó con todo y que poco a poco vuelve a comenzar. Un lugar donde dentro de los túneles de lava, ocultas, hay plantas y una charca de agua cristalina, como una perla dentro de una concha, y donde la falta de accidentes, de árboles, la extrema desnudez del paisaje, los tonos negro y arenosos, el viento, la escasez de estímulos crean una sensación de esencialidad, de aislamiento, de desolación y uno esta solo frente a sí mismo. El 29 de febrero -este año tuvo 29- volamos desde Bilbao y llegamos apenas a las 9 a Lanzarote. El pequeño hotel donde nos alojamos, junto a Puerto del Carmen, era un cortijo blanco, rectangular, con el mar en la distancia y las montañas del sur de la isla recortándose al fondo, entre la neblina que escondía también la isla de los Lobos y Fuerteventura.  Los dueños del hotel eran italianos, como varios clientes. Ya estaba en circulación el coronavirus, en Italia tomaban las primeras medidas. Se hablaba de ello, de la epidemia, ninguno nos dábamos la mano. Sin embargo, uno se encontraba allí a salvo, lejos del mundo habitual, exiliados más que nunca en una Isla. En cierto modo, pienso ahora, aquellos días de mar y sol, con esa tierra que todavía conservaba el calor del volcán, el fuego interior, fueron una fuente de energía para lo que iba a venir.

En la terraza del hotel, a la caída de la tarde, esperando el atardecer -Marco, el dueño, me acercaba una copa se vino-  leía alguna página de Saramago -un escritor notable, sin duda- , que vivió su ultimo años aquí cerca: Cuadernos de Lanzarote; unos diarios en que se presenta página tras página como el escritor de éxito requerido en todas partes, que va y viene sin poder negarse a recibir homenajes, dictar conferencia y recibir premios; siempre con gente interesante, siempre pontificando, negando sospechosamente que esté a la espera del premio nobel, displicente. Parece mentira que no caiga en cuenta. Yo iba pasando las páginas con el dedo en mi ebook, y paraba allí donde Saramago se deja de historias y habla de Lanzarote, donde se olvidaba un poco de sí mismo y describía la Isla.

El primer día en la isla -con el Fiat 500 alquilado puede recorrerse sin prisa- fuimos a Playa Quemada y nos bañamos en una playa negra de la que nos expulsó el sol. En un chiringuito comimos luego un atún rojo. A la tarde fuimos hacia Bahía Blanca y la playa de Papagayo. El domingo en los Jameos, y luego por una carreterilla de las que se ensanchan cada poco para que se crucen los coches, como las que hay en Inglaterra, hasta el Mirador del Río. Desde allí hay un panorama de Finisterre, de fin del mundo conocido, y se ve La Graciosa, como un prodigio al alcance de la mano, varada en otro tiempo, sin carreteras ni coches. Mirándola me vino el recuerdo de Aldecoa y de su Parte de una historia, un escritor que murió joven.  El lunes fuimos tras los delfines. Tras media hora de navegación, de pronto, en una zona donde aleteaban alcatraces que caen a pico sobre el agua para atrapar un pez, aparecen, ascienden se dejan ver, siguen al barco, entran y salen, se dan la vuelta boca arriba y muestran su vientre blanco. Tiene algo de asombrosa ligereza, de competición con nosotros, de confianza y de juego. A la noche, para celebrarlo, cenamos en un restaurante elegante donde se habla inglés y se come pescado y vino del El Grifo.  En esta isla, dice el chef, hay mucho vino, pero poca agua.  Reservamos el último día para Timanfaya. Desde el autobús que recorre la Montaña de Fuego se ven los cráteres y el paisaje de lava, los agujeros abiertos como agallas tal como  escribe Saramago en sus Cuadernos, cuando va de visita con algún visitante ilustre, las calderas abiertas en el interior de las cuales imagino que el silencio tendrá la espesura del propio tiempo. Desde el bus en que es obligatorio ir se ve un paisaje único de lava y ceniza donde las pocas plantas que se salvaron de la debacle vuelven a colonizar poco a poco la tierra, como en un nuevo comienzo del mundo. 
En esta Montaña de Fuego hay un lugar en que se cuenta la historia de un tal Hilario, que vivió allí 50 años con la única compañía de un camello. Dicen que Hilario plantó allí una higuera que nunca dio fruto porque su flor no podía alimentarse de la llama.



No hay comentarios: