domingo, marzo 29, 2020

Diario de un confinamineto XII


Iba a salir a la compra cuando llegó la bici. Eso me fastidió, pues ir a la compra es como salir al recreo y ahora de pronto tenía demasiados planes. Cuando abrí un operario con mascarilla me tendió el paquete. ¿Firmo yo por usted, no? me dijo desde la distancia. Le dije que sí. Saqué las tijeras de cocina y fui rasgando la caja. Dejé todos los elemento en el suelo, como un gran puzzle, para que mi hijo se diera por aludido y salí a la compra. Allí las cosas seguían igual. La pescadera me saludó desde lejos y la cajera dijo que le molestaba la gente que entraba a comprar una sola cosa: una coca cola, unas patatas. ¡Que compren cien de una vez! Al llegar mi hijo estaba enfrascado en la tarea y, como ocurre en estos casos, un rato faltaba una tuerca importante, y al poco sobraba. Para la hora de comer la bicicleta estaba enchufada, expectante frente a la ventana, con sus cuernos al aire. A la caída de la tarde, a la hora de la gimnasia, he subido. Como no dominaba bien los programas he puesto uno que duraba 100 minutos y que subía y bajaba. En los auriculares me he puesto Return to forever, de Chick Corea. Un clásico. He partido con la ciudad inundada de sol frente a mí. El comienzo del pedaleo ha sido suave, y al ver las calles vacías me he acordado de la película de Nani Moretti, Caro diario, en la que recorre una tarde tórrida de agosto una Roma totalmente vacía con su vespa. Esa escena siempre me ha encantado. Sobre todo cuando toma suavemente las curvas de la ciudad eterna, yendo de lado a lado,  de una forma que también parece eterna. El teclado de Corea, ligeramente vaporoso, me acompañaba. Luego Moretti llega hasta la playa de Ostia, creo, a visitar el lugar  donde mataron a Pasolini, y la película se hace más seria. La bici también se ha puesto un poco más seria, cuesta arriba y he comenzado a sufrir.
Me cuesta decirlo pero ayer no tuve un buen día.  Me despertó el sol entrando por la ventana, todo parecía en orden,  hasta que  de pronto noté que mi cabeza iba por su cuenta, que estaba en otra cosa, que mientras yo miraba plácidamente los árboles que acababan de estrenar su hoja, ella se dedicaba a escribir algo. La mente estaba en acción, seguía a lo suyo. Ya estaba con el borrador de un artículo. Era como si no me pudiera escapar, como si relatar las cosas hubiera sustituido a vivirlas. Había pensado que escribir me servía de salvavidas estos días, pero tal vez me estaba pasando. Cuando me levanté por fin  estaba confuso. Repasé con grima los mensajes del móvil y leí solo el de un amigo de lejos  que se interesaba por mí y, mientras iba grabando una contestación en el Wup, noté que la voz me temblaba, que no lograba decir lo que había pensado y se me cerraba la garganta. “Estoy emocionado”, comprendí. “Esto me está haciendo mella”.  Creía que el aislamiento no me estaba afectando, pero no era así. Quizás me había obligado demasiado. Quizás había jugado a dominar la situación, a demostrar que podía con todo. Ahora era como si se me hubiera caído la careta y viera mi rostro de verdad.
He recordado todo esto pedaleando.  Es lógico tener un día malo, me he dicho. A fin de cuentas, hemos sufrido una pérdida:  hemos perdido la vida que llevábamos, tenemos incertidumbre, estamos confinados, hay muerte alrededor, hay que hacer duelo. Tantas noticias además no ayudan. Son las pequeñas historias de gente corriente lo peor. Lo que pone rostro a los números, a la famosa curva. Una médico de un pueblo ha muerto sola en casa, después de visitar a su enfermos. Dos hermanos mayores también han muerto solos en su casa y un tercero sobrevive. Se ven fotos de las naves de Ifema, iguales que aquellos hangares llenos de soldados con la gripe española del 19. El heroísmo y la rabia de la gente se extiende.
El programa de la bici  ha vuelto a aflojarse y ahora parece que voy bajando una cuesta. Eso me ha animado un poco más. Estoy mucho mejor que ayer, me he dicho. Fue un bache.  He mirado la pantalla y apenas llevaba 25 minutos, pero pedalear ahora es otra cosa. He ido hacia la avenida Zaragoza tomando la curva de los Fueros,  he bajado por donde solía ir todas las mañanas al trabajo, y he visto las peluquería baratas, las tiendas de comida ecuatoriana, la frutería  donde  compro a una rumana miel de romero. En los auriculares se oía ya Fiesta, de Corea, un clásico, un tema vibrante, y eso me ha puesto las pilas. He apretado y al poco he vuelto a sudar a mares porque la cuesta se ha vuelto a empinar, así que he hecho una pequeña trampa y he bajado la intensidad para ir tranquilamente por  el  llano. De reojo he visto el ordenador en la mesa, cerrado. Ya tenía ganas de volver a él. Lo cierto es que tratar la desazón con las palabras, hasta que se deshaga, es mi manera. Luego he recordado la escena de ET, cuando los niños le llevan en bici tapado con una sábana y  despegan del suelo y siguen pedaleando por el cielo, y he acelerado más, como si también yo quisiera elevarme  y ver las cosas como un pájaro.  Para primer día 35 minutos no están mal, me he dicho, así que he apurado el sprint y he cruzado raudo la meta.

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